Jorge Luis Borges
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días
hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les
mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no
se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo,
porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los
hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de
Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el
laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde.
Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron
queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto
y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia,
juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan
venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al
mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto.
Cabalgaron tres días, y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!,
en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras,
puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde
no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer,
ni muros que te veden el paso."
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de
hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.