Al segundo sol lo devoraron los tigres.
Al tercero lo arrasó una lluvia de fuego, que incendió a las gentes.
Al cuarto sol, el sol de viento lo borró la tempestad. Las personas se volvieron monos y por los montes se esparcieron.
Pensativos, los dioses se reunieron en Teotihuacán.
-¿Quién se ocupará de traer el alba?
El Señor de los Caracoles, famoso por su fuerza y hermosura, dio un paso adelante.
-Yo seré el sol- dijo.
-¿Quién más?
Silencio.
Todos miraron al Pequeño Dios Purulento, el más feo y desgraciado de los dioses, y decidieron:
- Tú.
El Señor de los Caracoles y el Pequeño Dios Purulento se retiraron a los cerros que ahora son las pirámides del sol y de la luna.
Allí, en ayunas meditaron.
Después los dioses juntaron leña, armaron una hoguera enorme y los llamaron.
El Pequeño Dios Purulento tomó impulso y se arrojó a las llamas.
Enseguida emergió, incandescente, en el cielo.
El Señor de los Caracoles miró la fogata con el ceño fruncido.
Avanzó, retrocedió, se detuvo. Dio un par de vueltas. Como no se decidía, tuvieron que empujarlo. Con mucha demora se alzó en el cielo. Los dioses, furiosos, lo abofetearon. Le golpearon la cara con un conejo, una y otra vez, hasta que le mataron el brillo. Así el arrogante Señor de los Caracoles se convirtió en la luna. Las manchas de la luna son las cicatrices de aquel castigo.
Pero el sol resplandeciente no se movía. El gavilán de obsidiana voló hacia el Pequeño Dios Purulento:
-¿Porqué no andas?
Y respondió el despreciado, el maloliente, el jorobado, el cojo:
-Porque quiero la sangre y el reino.
Este quinto sol, el sol del movimiento, alumbró a los toltecas y alumbra a los aztecas. Tiene garras y se alimenta de corazones humanos.