Comienzo del capítulo primero:
Fue notable el año 1866 por un acontecimiento singular, un fenómeno no explicado ni explicable, que nadie habrá indudablemente olvidado. Prescindiendo de los rumores que agitaban las poblaciones de los puertos y sobreexcitaban el ánimo público en el interior de los continentes, conmoviose especialmente la gente de mar. ( ) En efecto, hacía algún tiempo que varios buques se habían encontrado en el mar una cosa enorme, un objeto largo, fusiforme, a veces fosforescente, infinitamente más vasto y más rápido que una ballena. Los hechos relativos a esta aparición, consignados en los diferentes libros de a bordo, estaban con bastante exactitud de acuerdo sobre la estructura del objeto o del ser en cuestión, la velocidad incalculable de sus movimientos, la potencia sorprendente de su locomoción y la vida particular de que parecía dotado.
(...) Me dirigí a la escalera central que conducía a la plataforma. Subí por los peldaños de metal y, a través de la escotilla abierta, llegué a la superficie del Nautilus. La plataforma emergía únicamente unos ochenta centímetros. La proa y la popa del Nautilus remataban su disposición fusiforme que le daba el aspecto de un largo cigarro.
Observé que sus planchas de acero, ligeramente imbricadas, se parecían a las escamas que revisten el cuerpo de los grandes reptiles terrestres. Así podía explicarse que aun con los mejores anteojos este barco hubiese sido siempre tomado por un animal marino. Hacia la mitad de la plataforma, el bote, semiencajado en el casco del navío, formaba una ligera intumescencia. A proa y a popa se elevaban, a escasa altura, dos cabinas de paredes inclinadas y parcialmente cerradas por espesos vidrios lenticulares: la primera, destinada al timonel que dirigía el Nautilus, y la otra, a alojar el potente fanal eléctrico que iluminaba su rumbo. Tranquilo estaba el mar y puro el cielo. El largo vehículo apenas acusaba las ondulaciones del océano. Una ligera brisa del Este arrugaba la superficie del agua. El horizonte, limpio de brumas, facilitaba las observaciones. Pero no había nada a la vista. Ni un escollo, ni un islote. Ni el menor vestigio del Abraham Lincoln. Sólo la inmensidad del océano. Provisto de su sextante, el capitán Nemo tomó la altura del sol para establecer la latitud. Debió esperar algunos minutos a que se produjera la culminación del astro en el horizonte.