Por pura costumbre, o por sacudirse los sopores del verano, el barbero andaluz discursea y canta mientras termina de cubrir de espuma la cara de un cliente. Entre frases y fandangos, susurra la navaja. Un ojo del barbero vigila la navaja, que se abre paso en el merengue, y el otro vigila a los montevideanos que se abren paso por la calle polvorienta. Más corta la lengua que la navaja, y no hay quien se salve del despelleje. El cliente, prisionero del barbero mientras dura la afeitada, mudo, inmóvil, escucha la crónica de costumbres y sucesos y de vez en cuando intenta seguir, con el rabillo del ojo, a las fugaces víctimas.
Pasa un par de bueyes, llevando una muerta al camposanto. Tras la carreta, un monje desgrana el rosario. Hasta la barbería llegan los sones de alguna campana que por rutina despide a la difunta de tercera clase. La navaja se para en el aire. El barbero se persigna y de su boca salen palabras sin ánimo desollador:
Pobrecilla. Nunca fue feliz.
El cadáver de Rosalía Villagrán está atravesando la ciudad ocupada por los enemigos de Artigas. Hacía mucho que ella creía que era otra, y creía que vivía en otro tiempo y en otro mundo, y en el hospital de la Caridad besaba las paredes y discutía con las palomas. Rosalía Villagrán, la esposa de Artigas, ha entrado en la muerte sin una moneda para pagarse el ataúd.