La querían, la quieren, los malqueridos: por su boca ellos decían y maldecían. Además, Evita era el hada rubia que abrazaba al leproso y al haraposo y daba paz al desesperado, el incesante manantial que prodigaba empleos y colchones, zapatos y máquinas de coser, dentaduras postizas, ajuares de novia. Los míseros recibían estas caridades desde al lado, no desde arriba, aunque Evita luciera joyas despampanantes y en pleno verano ostentara abrigos de visón. No es que le perdonaran el lujo: se lo celebraban. No se sentía el pueblo humillado sino vengado por sus atavíos de reina.
Ante el cuerpo de Evita, rodeado de claveles blancos, desfila el pueblo llorando. Día tras día, noche tras noche, la hilera de antorchas: una caravana de dos semanas de largo.
Suspiran, aliviados, los usureros, los mercaderes, los señores de la tierra. Muerta Evita, el presidente Perón es un cuchillo sin filo.