Jerusalén... Este barranco es conocido como el valle de la
Gehenna. Nos acompaña, como en días anteriores, Jesucristo,
quien caminó por estos lugares cuando no estaban tan poblados
como ahora... ¿Cómo ve esto, muy cambiado?
JESÚS Muchísimo, Raquel. Es que Jerusalén, entonces, era muy
pequeña... Cabía toda dentro de las murallas. Y aquí era el
basurero.
RAQUEL ¿El basurero?
JESÚS Sí, el basurero de la ciudad. ¿Ves esa puerta? En mi tiempo se
llamaba Puerta de la Basura. Por ahí salían las vecinas al
atardecer y arrojaban las sobras de comida, ramas secas,
animales muertos... Después, un quemador de inmundicias
rociaba todo con azufre y... ¡chussss!... prendía fuego...
(EXAGERA)... ¡Fuego y azufre!
RAQUEL Escuchándolo, nuestra audiencia recordará las descripciones del
infierno...
JESÚS Tú lo has dicho. De este basurero salió esa mentira. Y ahora,
viendo lo que estoy viendo estos días, me doy cuenta que es la
mayor de todas, la que más daño ha hecho a los hijos y a las hijas
de Dios.
RAQUEL ¿Cuál es esa mentira tan dañina?
JESÚS El infierno.
RAQUEL Pero, ¿no fue usted mismo el que predicó sobre el infierno?
JESÚS Yo prediqué el amor de Dios.
RAQUEL Se habrá olvidado, pero en varias ocasiones usted se refirió al
“llanto y el crujir de dientes” que habrá en el infierno...
JESÚS Es que cuando me indignaba viendo tantas injusticias, yo decía:
Más te vale entrar manco o cojo o ciego en el Reino de Dios y no
que te quemen entero junto con la basura en la Gehenna... Yo me
refería a este basurero.
RAQUEL Sea como sea, ¿por qué usted dice que el infierno es... la mayor
de las mentiras?
JESÚS Porque no existe ni nunca existió.
RAQUEL ¿Se da cuenta de lo que está diciendo?
JESÚS Claro que me doy cuenta.
RAQUEL Un momento, señor Jesucristo. Si mis datos son correctos, creer
en el infierno es una obligación de fe. Aquí lo tengo. Año 1123. Lo
dijo el Concilio de Letrán y más recientemente lo ha dicho el papa
Benedicto 16.
JESÚS Pues yo digo lo contrario. No se puede creer en Dios y en el
infierno.
RAQUEL ¿Por qué razón?
JESÚS Porque Dios es amor. ¿Cómo puedes pensar que Dios tiene
preparado un calabozo de torturas, un lugar de tormentos infinitos,
para castigar a sus hijos desobedientes? Ése no sería Dios. Sería
Herodes.
RAQUEL Entonces, ¿Dios no castiga a los pecadores...?
JESÚS Dios es como aquel padre que tenía dos hijos. Uno era bueno,
cumplidor. El otro, un granuja. Al final, el padre recibió a los dos,
al bueno y al pródigo.
RAQUEL Y tanto canalla que hay en este mundo... los que arman las
guerras, los que matan inocentes, los que torturan... ¿van a
quedar sin castigo?
JESÚS Deja eso en manos de Dios. Él sabrá qué hacer con esa basura.
Pero tú, cuando tu corazón te condene, no pienses en ningún
infierno. Recuerda que Dios es más grande que tu corazón y lo
comprende todo.
RAQUEL ¿Qué dice nuestra audiencia, hay o no hay infierno, hay o no hay
castigos eternos? El tema es candente y me parece que
Jesucristo aún no lo ha dicho todo. Sigan con nosotros. Desde el
infierno, quiero decir, desde el valle de la Gehenna, Raquel Pérez,
para Emisoras Latinas.
El valle de la Gehenna
El valle de la Gehenna rodea la ciudad de Jerusalén por el oeste. En este lugar
se ofrecieron sacrificios humanos al dios pagano Moloc, provocando que los
profetas maldijeran el valle (Jeremías 7,30-33). Unos 200 años antes de Jesús
era creencia popular que allí estaría situado un infierno de fuego para los
condenados por sus malas acciones. Por ser un lugar desacreditado y maldito,
el valle fue destinado a ser el basurero público de Jerusalén.
En el abismo del “sheol”
Durante siglos, el pueblo de Israel no creyó en ningún infierno. Creía que al
terminarse la vida en el mundo visible los muertos bajaban al “sheol”, un lugar
situado en las profundidades de la tierra o bajo las aguas, en donde buenos y
malos mezclados languidecían sin gozo ni pena. Este “sheol" es mencionado
65 veces en el Antiguo Testamento, siempre como un lugar triste, donde no
hay esperanza de cambio. Los babilonios creyeron también en un lugar similar
(Job 10, 20-22; Salmo 88,11-13; Eclesiastés 9,5 y 10). Esta idea aparece hasta
en el libro del Apocalipsis (1,18). El dogma del infierno le debe más a las
creencias de algunos pueblos de la antigüedad y a sus filosofías que a los
textos bíblicos.
El fuego del infierno
El “fuego de la Gehenna” aparece en muchas ocasiones en boca de Jesús.
Esta expresión siempre fue traducida “fuego del infierno”. A lo largo de la Edad
Media la creencia en un infierno como un lugar con fuego real era generalizada
entre los teólogos católicos. En el siglo XIII, Tomás de Aquino se oponía a los
primeros Padres de la Iglesia que interpretaron el fuego del infierno en un
sentido metafórico y afirmó con certeza teológica que el fuego era real.
Más recientemente, el Vaticano habló sobre ese “fuego” para advertir que no
debía ser entendido como un fuego quemante y real. ¿Flexibilidad doctrinal?
Posteriormente, la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por el
entonces Cardenal Ratzinger, después Papa Benedicto XVI, enseñó que
aunque la palabra “fuego” es sólo una “imagen”, debe ser tratada con todo
respeto (mayo 1979).
¿Qué sentido darle a ese “respeto”? Con mucha probabilidad, será sinónimo de
“miedo”. No es aventurado pensarlo así cuando a lo largo de la historia de la
teología, las llamas del infierno, sus calderas hirviendo y sus hornos
crematorios han estado siempre omnipresentes en prédicas y catequesis,
haciendo sufrir indecible e innecesariamente a generaciones de niños y de
adultos, dando con ello una imagen de Dios horrenda y totalmente alejada de la
que Jesús quiso enseñarnos.
Siglos de terrorismo sicológico
Durante siglos, predicadores, profesores de religión, sacerdotes, religiosos,
monjas, han hablado insistentemente del infierno a jóvenes estudiantes o a
alumnos de catequesis con el objetivo de alejarlos de los “pecados mortales”
que los llevarían de cabeza al infierno. Los traumas causados por este
terrorismo sicológico son incontables. Queda constancia de esta herramienta
de tortura mental en pinturas, ilustraciones de libros de religión y en la
literatura.
Una de las reconstrucciones más famosas de estos sermones terroristas
aparece en la novela “Retrato del artista adolescente” del irlandés James
Joyce. El protagonista, Stephen Dedalus, con su conciencia “sucia por el
pecado”, escucha con terror un largo sermón de sus profesores jesuitas. He
aquí un fragmento de ese sermón, similar a tantos otros escuchados en tantos
países por tantas personas:
Nuestro fuego terrenal, no importa cuán violento o extendido esté, siempre
tiene un alcance limitado. En cambio, el lago de fuego del infierno no tiene
fronteras, ni riberas, ni fondo. Está escrito que el diablo mismo, cuando un
soldado le preguntó, estuvo obligado a confesar que si una montaña fuese
arrojada al océano ardiente del infierno, sería consumida en un instante como
un trozo de cera. Pero este terrible fuego no afectará los cuerpos de los
condenados solamente en lo externo, sino que cada alma será un infierno en sí
misma, con ese ilimitado fuego en sus centros más vitales. ¡Oh, qué terrible es
la masa de esos seres infelices! La sangre hierve y bulle en las venas, los
sesos hierven en el cráneo, el corazón en el pecho se vuelve incandescente y
a punto de explotar, los intestinos como una masa al rojo vivo de pulpa
ardiente, los delicados ojos en llamas como esferas derretidas...
Entre las pinturas que representan este tormento, está, entre muchísimas otras,
“El Infierno”, del sacerdote jesuita Hernando de la Cruz (1592-1646), que se
conserva en la iglesia de la Compañía en Quito, Ecuador, cuadro frente al que
han desfilado miles de niños y adultos llevados por sus profesores religiosos
para enfrentarlos así al terror de imaginarse introducidos en ese lugar
espantoso.
El dogma del infierno
La creencia en el infierno (lugar de castigo eterno por medio del fuego) fue
impuesta como dogma de fe en el Concilio de Letrán (1123) advirtiendo el
Concilio que quienes lo negasen serían reos de prisión, torturas y hasta de
muerte. Hasta la proclamación del dogma se mantenían vigentes algunas
discusiones teológicas: algunos Padres de la Iglesia ―de la corriente llamada
“misericordista”, como Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa en el siglo IV―
sostenían que el fuego del infierno era sólo simbólico y que la duración del
castigo no era eterna. A ellos se oponían los “rigoristas”, a la cabeza Agustín
de Hipona, que sostenían que el fuego era real y el castigo era eterno.
Después de Pablo, Agustín es el teólogo más influyente en la teología católica
y su influencia se extiende hasta nuestros días.
El Concilio de Letrán proclamó finalmente la creencia en el infierno como
obligatorio dogma de fe. Dos siglos después, el Papa Benedicto XII (1334-
1342) le dio forma a este dogma en la Constitución “Benedictus Deus” (1336):
Según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado
mortal, inmediatamente después de la muerte, bajan al infierno, donde son
atormentados con suplicios infernales. En 1442 el Concilio de Florencia declaró
que cualquiera que estuviera voluntariamente fuera de la iglesia sería reo de
ese temible fuego eterno. La doctrina sobre el infierno aparece en el actual
Catecismo de la Iglesia Católica en los números 1033-1037.
“Bajó a los infiernos”
La idea de un cielo o de un infierno ―incluso de un purgatorio o hasta de un
limbo― como “lugares” concretos es una tradición arraigadísima en la teología
cristiana más tradicional. El cuarto Concilio de Letrán (1215) definió como
doctrina de fe otro de esos “lugares”, al afirmar que al morir Jesucristo “bajó a
los infiernos”, frase que ha pasado literalmente a la fórmula del Credo que
recitan los cristianos. El relato de ese descendimiento aparece en uno de los
muchos evangelios apócrifos, el “Evangelio de Nicodemo”, considerado
herético en los primeros siglos cristianos.
Los “infiernos” a donde Jesús habría bajado eran distintos del “infierno”. Eran
un lugar donde se amontonaban los justos ―los no muertos con algún pecado
mortal encima―, a la espera de que hubiera un “redentor” que los sacara de
allí, que los “salvara”. Jesucristo habría bajado hasta allí a rescatar las “almas”
de quienes, muertos antes que él, esperaban la redención para “subirlos” al
cielo con él tres días después. Y así se explica en el Catecismo de la Iglesia
Católica (números 633-637), en donde aparece este texto, de una antigua
homilía del Sábado Santo: La tierra ha temblado y se ha calmado porque Dios
se ha dormido en la carne y ha ido a despertar a los que dormían desde hacía
siglos... Va a buscar a Adán, nuestro primer Padre, la oveja perdida. Quiere ir
a visitar a todos los que se encuentran en las tinieblas y a la sombra de la
muerte. Va para liberar de sus dolores a Adán encadenado y a Eva, cautiva
con él...
Los verdaderos “infiernos” a los que Jesús bajó fueron los calabozos de la
Torre Antonia, a donde fue llevado para ser cruelmente torturado por la tropa
romana antes de ser condenado a muerte. Esos “infiernos” existieron en su
tiempo y hasta hoy siguen existiendo: campos de concentración, cámaras de
gas, cárceles clandestinas, celdas donde unos seres humanos torturan, matan
y desaparecen a sus semejantes.
Se cierra el limbo y se reafirma el infierno
En octubre de 2004 el Papa Juan Pablo II encomendó al Cardenal Ratzinger
que creara una comisión de teólogos para que estudiaran y determinaran si el
limbo existe. Trabajaron durante tres años discutiendo y especulando sobre
tema tan absurdo. Por fin, en 2007 dieron por cerradas las puertas de ese otro
“lugar” del más allá...
El limbo fue un lugar diseñado en los siglos medievales, como producto “lógico”
que derivaba de la doctrina del pecado original: era el lugar a donde iban a
parar los niños sin bautizar, quienes por haber heredado ese primer pecado
grave no podían entrar en el cielo, pero por no tener raciocinio para pecar
voluntariamente no debían ir al infierno. En el Catecismo de Pío X (prescrito en
1905, y vigente durante casi todo el siglo XX), se afirmaba que en ese lugar los
niños “no gozan de Dios pero tampoco sufren”. El limbo ya no apareció en el
nuevo Catecismo Católico de 1992.
Este invento teológico provocó durante siglos un enorme dolor a padres y
madres que vieron morir a sus hijos pequeños de hambre, de enfermedades
curables o por cualquier otro motivo, sin haber tenido tiempo de aplicarles el
rito del bautismo. Naturalmente, el miedo a que sus criaturas cayeran en el
limbo y no volvieran a verlos era un medio de coerción para que las familias
decidieran bautizarlos pronto.
Comprobado: el infierno existe y es eterno
Resulta tan absurda la idea de los varios “lugares del más allá” que en su afán
de “modernizar” estas doctrinas, el 28 de julio de 1999, el Papa Juan Pablo II
declaró que el infierno es un estado más que un lugar: Las imágenes de la
Biblia deben ser rectamente interpretadas. Más que un lugar, el infierno es una
situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios... La
condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer,
sin especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado
implicados efectivamente en ella.
Pero años después, en marzo de 2007, el Papa Benedicto XVI, preocupado por
el relativismo que podría provocar esta “modernización” doctrinal quiso asentar
de nuevo la creencia en el infierno: Jesús vino para decirnos que nos quiere a
todos en el Paraíso y que el Infierno, del que se habla poco en nuestro tiempo,
existe y es eterno para quienes cierran el corazón a su amor.
Evangelio: buena noticia
En su libro “Credo”, uno de los más sólidos teólogos católicos contemporáneos,
Hans Küng, escribe: Jesús de Nazaret no predicó sobre el infierno, por mucho
que hablara del infierno y compartiese las ideas apocalípticas de sus
coetáneos. En ningún momento se interesa Jesús directamente por el infierno.
Habla de él sólo al margen y con expresiones fijas tradicionales. Algunas cosas
pueden incluso haber sido añadidas posteriormente. Su mensaje es otro. Es,
sin duda alguna, “evangelio”, o sea, un mensaje alegre y no amenazador.
Y en otro de sus libros, “¿Vida eterna?”, Küng escribe: Una ilimitada tortura
psicofísica de sus criaturas, tan despiadada y desesperante, tan insensible y
cruel, ¿va a poder contemplarla por toda una eternidad un Dios de amor, y a
una con los bienaventurados en el cielo?¿Necesita realmente tal cosa el Dios
infinito, por una ofensa finita (¡el pecado, en cuanto obra del hombre, es un
acto finito!) para restablecer su “honor”, como sostienen sus defensores?¿Es
Dios un acreedor tan sin entrañas?¿No es un Dios de misericordia?¿Cómo
entonces los muertos van a estar excluidos de esa misericordia?¿Y un Dios de
paz? ¿Cómo va a eternizar la discordia y la intransigencia? ¿Y el Dios de la
gracia y del amor al enemigo? ¿Cómo, inclemente, va a tomar venganza de
sus enemigos por toda una eternidad? ¿Qué cabría pensar de un hombre que
satisficiese su deseo de venganza con tal intransigencia y avidez?
Cómo es Dios
Con palabras y con actitudes, Jesús entregó a la Humanidad pistas esenciales
para construir una idea alternativa a esa idea de un Dios castigador, vengativo
e intransigente que vive en la mente de tantos de sus representantes oficiales
cuando predican el infierno. Lo hizo también contando parábolas. La conocida
como la “del hijo pródigo”, que mejor debería llamarse la “del padre bueno”
(Lucas 15,11-32), es una de las más importantes en este sentido. Los
sentimientos del corazón paterno hacia el hijo que lo abandona son la mejor
imagen de los sentimientos del corazón de Dios.
En el siglo XVII el pintor holandés Rembrandt en “El regreso del hijo pródigo”
trató de plasmar esos sentimientos, y con sorprendente audacia teológica,
reflejó plásticamente en las dos manos del padre que acoge a su hijo ―una
mano grande y ruda de hombre y una mano fina y delicada de mujer― la
dimensión masculina y femenina del corazón de Dios. ¿Cómo podría ese Dios
organizar una cámara de torturas para tantos de sus hijos e hijas pródigas?