Fue la lagartija quien pudo robarle un grano crudo. El Mezquino la atrapó y le desgarró la boca y los dedos de las manos y de los pies; pero ella había sabido esconder el grano detrás de la última muela. Después, la lagartija escupió el grano crudo en la tierra de todos. Las desgarraduras le dejaron esa boca enorme y esos dedos larguísimos.
El mezquino era también dueño del fuego. El loro se le acercó y se puso a llorar a grito pelado. El Mezquino le arrojaba cuanta cosa tenía a mano y el lorito esquivaba los proyectiles, hasta que vio venir un tizón encendido. Entonces aferró el tizón con su pico, que era enorme como pico de tucán, y huyó por los aires. Voló perseguido por una estela de chispas. La brasa, avivada por el viento, le iba quemando el pico; pero ya había llegado al bosque cuando el Mezquino batió su tambor y desencadenó un diluvio.
El loro alcanzó a poner el tizón candente en el hueco de un árbol, lo dejó cuidado de los demás pájaros y salió a mojarse bajo la lluvia violenta. El agua alivió los ardores. En su pico, que quedó corto y curvo, se ve la huella blanca de la quemadura. Los pájaros protegieron con sus cuerpos el fuego robado.