El niño no puede retener del patriotismo lo bueno, es decir, lo piadoso y justo, lo altruista de la fórmula. Retiene lo malo, lo pintoresco, la hostilidad estúpida a cuanto está del otro lado de un río o de un poste; la ferocidad militar, los héroes despreciables que ensangrentaron el mundo; no retiene del patriotismo su entraña de amor, sino su entraña de odio.
Y a más la mentira, la convicción de que su país es el más perfecto de todos. Protestamos contra esos manuales de historia, cándidas mitologías a base de milagro patriótico. Que el hombre sepa cuándo le falta razón a su patria, para defender las patrias que la tienen, y evitar agresiones internacionales que son la vergüenza de nuestro tiempo. Que sepa que no es el fanatismo quien engrandece las patrias modernas, sino el trabajo, y que no hablan a cada momento de la patria los que la engendran, sino los que la explotan.
Marchamos rápidamente a nuevas instituciones sociales, de carácter cosmopolita. Observamos ya que los problemas humanos más hondos han cambiado de índole. En vez de interesar a las nacionalidades o a las razas, interesan al conjunto de nuestra especie. Recordad cuántos prejuicios, cuántas sandeces, cuántos errores, inoculados por medio de la escuela, tuvimos que destruir en nosotros, para volvernos aptos a la lucha contemporánea. Seamos siempre menos dogmáticos con nuestros hijos; dejemos abierto su espíritu a las posibilidades que no somos capaces de comprender; no atemos las almas que vienen a la tierra; ¡desatémoslas! No nos interpongamos entre ellas y el divino futuro.