La mayor de ellos, era una niña caprichosa y egoísta, que sólo pensaba en ella. Nunca compartía sus juguetes, ni siquiera sus deseos y sueños.
Un día, de repente enfermó. Nadie sabía qué le ocurría.
Vinieron varios doctores y hasta un anciano muy sabio para ver si encontraban la causa de su mal. Pero todo fue inútil. No sabían cómo curarla.
Sus hermanos lloraban sin consuelo. ¡Tenían que encontrar un remedio!.
Un día un leñador viejecito que pasaba por la casita, vió a los niños llorando y les preguntó: ¿Por qué lloráis?.
Los niños, le contaron lo sucedido.
El leñador escuchó atentamente y después de unos minutos dijo:
La enfermedad que tiene tu hermana no es del cuerpo, es una enfermedad del alma.
Los niños se quedaron sorprendidos, pues no comprendían lo que quería decirles el anciano leñador.
¿Qué significa eso de enfermedad del alma?.
El leñador respondió: Tu hermana se ha vuelto tan egoísta y tan caprichosa, que nadie quiere jugar ni hablar con ella. Tus padres soportan sus malos modales, porque es su hija, pero les gustaría que fuera mejor. Ella no se da cuenta, del daño que hace. Pero ahora, el daño también se lo está haciendo a ella, porque ve que los demás la rechazan y no se siente agusto consigo misma.
Por eso, empezó a comer mal, a no dormir hasta que enfermó.
¿Tú tienes una solución para eso, preguntaron los niños al leñador?.
Si, pero no sólo se curará con eso, podremos ayudarla pero ella tiene que dejarse ayudar.
¡Lo intentaremos, dijeron los niños!.
El castillo de los olores tiene la solución. Es un castillo que guarda los aromas más bellos que en el mundo existen.
Cada aroma representa alguna cualidad buena de las personas: la bondad, el amor, la generosidad y la humildad.
Debéis ir allí. Necesito que me traigáis en cuatro tarros de cristal, los cuatro aromas. Yo los mezclaré y salvaremos a tu hermana.
Hay un problema, ella debe ir con vosotros. Por eso os decía antes que solo funcionará, si ella quiere curarse.
Convencieron a su hermana, le fabricaron una camilla y la llevaron con ellos.
Después de largos días de camino, llegaron al castillo.
El castillo, estaba rodeado de árboles, pero no daba un aspecto misterioso, sino tranquilo y apacible.
Llegaron hasta el puente levadizo, que estaba abierto, cómo si alguien les esperara.
Entraron en la gran sala y descubrieron cuatro puertas.
¡Aquí debe ser, comentaron los niños!.
¡Vamos a explorar la primera puerta!.
Al pasar, un extraño aroma les recibió.
De repente vieron un pequeño pajarillo tendido en el suelo con un ala rota.
¡Pobrecillo, dijeron los niños!.
La niña, le miró y aunque se encontraba muy mal, le dio tanta pena que dijo a sus hermanos: ¡Dejad que yo lo coja!.
Al tocarlo, un vientecillo sopló y llenó uno de los tarros de cristal que llevaban los pequeños.
Pasaron a otra puerta, pero la abrieron con tanta fuerza, que al entrar dejaron caer un gran escudo que colgaba de la pared.
El escudo se cayó, encima del pié de uno de los niños y le hizo daño.
El otro hermano intentó ayudarle pero pesaba demasiado. La niña se levantó como pudo de la camilla e intentó de nuevo quitar el escudo de encima de la pierna de su hermano.
Con todo cariño lo levantó y sacaron la pierna herida.
La niña rompió su lindo vestido y le vendó, para que pudiera andar.
Otro de los frascos se llenó. Ya sólo quedaban dos.
Al llegar a la tercera puerta, comenzaron a sentir hambre, pues llevaban ya mucho tiempo allí. Sólo tenían para comer dos trozos de pan.
La niña pidió uno para ella, y el otro repartido para sus dos hermanos.
Pero al ver, la carita del pequeño, que no tenía suficiente con el trocito que le había tocado, le dio un trozo del suyo.
Vieron como el tercer frasco también se llenaba. Entusiasmados, llegaron a la cuarta puerta.
Colgado de la pared había un gran tapiz, pero no era un tapiz cualquiera. El dibujo que tenía representaba a un caballero que maltrataba sus siervos y en otro lado el mismo caballero vencido y humillado por ellos.
La niña lo miró, en un principio no lo entendió, pero al observarlo durante un buen rato, comprendió el significado y se echó a llorar.
¡Ya lo entiendo, exclamó!.
¡Yo soy como el caballero, os he herido sin querer, no he disfrutado de vuestros juegos, ni de vuestros sentimientos, ni del amor de mis padres!
¡Sólo he pensado egoístamente en mí, por eso, ahora me encuentro tan triste!.
El cuarto frasco se llenó y los niños regresaron a casa.
Cuando ya estaban cerca de la casita, de repente, la niña se levantó de la camilla y empezó a caminar sola.
Al llegar a su casa, el anciano leñador, estaba esperándoles.
Sus padres sorprendidos de ver a la niña, lloraron de emoción.
El leñador le dijo a la niña: Espero que esto te haya servido de lección.
Ya estás curada.
A partir de entonces, la niña cambió y su corazón volvió a reír.
Se prometió a sí misma que disfrutaría de la vida, de las pequeñas cosas de cada día y del amor que le daban los suyos.