Asistentas domésticas
Ya tenía en mente escribir sobre el trabajo doméstico remunerado cuando, leyendo el libro ‘Cómo ser mujer’ de Caitlin Moran, que me habían recomendado algunas amigas, me encontré con la siguiente opinión de la autora: “Tener una empleada del hogar no tiene nada que ver con el feminismo” (p. 99). Y me di cuenta de que esta es una opinión muy extendida, muchas amigas feministas piensan así. Casi al mismo tiempo, revisando algunos textos, me encontré con que en Suecia la socialista Kristina Hultman se hacía la siguiente pregunta: “¿Pueden las mujeres que contratan a otras mujeres para que limpien sus casas ser llamadas feministas?”. Estas dos opiniones, ambas expresadas por mujeres feministas, me sirven para enmarcar un debate que siempre he considerado fundamental y que, aunque se abordó muy ampliamente en los años 80, en España hace tiempo que está silenciado.
Las asistentas no liberan a las mujeres de clase media de hacer este trabajo; liberan a los hombres de hacer su parte. ¿Por qué van a pelearse las mujeres con sus compañeros si pueden pagar a otras mujeres y olvidarse?
Antes de nada considero necesario aclarar dos cuestiones: una, que dada la complejidad de un asunto que tiene que ver como poco con el género, la división sexual del trabajo, la definición misma de “trabajo”, el capitalismo global, las migraciones etc. cualquier cosa que pueda escribir aquí no serán sino pinceladas de brocha gorda exentas de las siempre ricas matizaciones. Y dos: que esa complejidad exige acotar el concepto de trabajo doméstico remunerado, cuya definición es de por sí muy compleja. No es lo mismo trabajar de asistenta en una casa de clase media en Madrid que ser empleada doméstica en Nicaragua o en Kuwait. Ser mujer, de clase trabajadora, en una sociedad muy desigual, ser además indígena o inmigrante, configura una realidad completamente diferente con matices inabordables para un post. Así que aquí no hago referencia al trabajo reproductivo general, ni tampoco al llamado trabajo de cuidado especializado. El trabajo doméstico remunerado sería un eslabón más de cualquiera de esos dos ámbitos más generales.
Mi opinión respecto a los cuidados, expresada muy sucintamente, está en la línea de des-familiarizarlos, des-generizarlos, profesionalizarlos y socializarlos; es decir, hacerlos objeto de las políticas públicas. Considero el cuidado como un derecho y una necesidad de las personas. Necesidad de unos y unas que no puede convertirse en obligación para otras y derecho que, en mi opinión, no puede confiarse al mercado. Creo que es una cuestión ideológica y de derechos irrenunciables que niños, niñas y personas enfermas y/o dependientes estén bien atendidas y que tales cuidados y el ejercicio de tales derechos no dependa de que las mujeres abandonen el mercado de trabajo, se inserten en él en peores condiciones o se carguen con una doble jornada extenuante.
Con “trabajo doméstico remunerado” me refiero aquí a ese trabajo que queda por hacer en la casa incluso con la existencia de políticas públicas eficientes; me refiero a ese trabajo que es el que hace que, incluso en países con importantes políticas públicas en esta materia, las mujeres sigan cargando con una doble jornada que sigue siendo un importante condicionante en sus vidas y un impedimento para la igualdad de género. Resumiendo: me estoy refiriendo al trabajo de la limpieza fundamentalmente, y también a hacer la compra, cocinar y al cuidado básico de niños. Acotando aun más el concepto para que quede claro: me estoy refiriendo a las asistentas.
En los años ochenta, el feminismo en España habló mucho acerca del trabajo doméstico remunerado desde todas las perspectivas posibles, pero es verdad que, en la actualidad, este debate parece haber perdido complejidad teórica para reducirse a la mera reivindicación de mejores condiciones laborales para estas trabajadoras; sobre su falta de derechos y su frecuente explotación. Me sorprende que en la actualidad apenas haya debate ideológico acerca de la consideración ética de este trabajo. En ese sentido, volviendo al libro de Moran, es evidente que no comparto su opinión acerca del trabajo doméstico. Por el contrario, creo que este es uno de los temas feministas por excelencia.
El trabajo doméstico remunerado depende de la división sexual del trabajo, como todo el trabajado reproductivo o de cuidados, pero al mismo tiempo tiene que ver con la manera en que este trabajo se inserta en el capitalismo, con las características del trabajo feminizado: desvalorizado social y económicamente. Es una cuestión de género y es una cuestión de clase. ¿Cómo no va a tener que ver con el feminismo? Mis amigas feministas se enfadan conmigo cuando les digo que las asistentas han permitido a las mujeres de clase media escapar de algunos de los aspectos más pesados del patriarcado traspasando la carga sobre mujeres de clase obrera, pero esto es una realidad indiscutible, aunque podríamos decir que también inevitable.
La existencia del trabajo doméstico como algo adscrito a las mujeres es reciente y es una poderosa herramienta de género. Desvincularlo de este debería ser prioritario para el feminismo; no basta con que lo hagan “otras” mujeres
El feminismo liberal defendía tradicionalmente que, desde el punto de vista feminista, poder contratar a alguien para que realice el trabajo doméstico permite a muchas mujeres liberarse de la doble jornada que les impide competir con los hombres en el ámbito público; planteaba entonces que para las mujeres que están en el ámbito público poder tener asistenta es casi una necesidad. Este feminismo defendía también que éste es un nicho de trabajo para muchas mujeres que ingresan así en el ámbito del trabajo remunerado, con la importancia que esto tiene para su autonomía. En la actualidad, en España al menos, casi todas las corrientes feministas opinan que lo que hay que hacer con el trabajo doméstico remunerado es revalorizarlo social y económicamente.
Pero lo cierto es que las asistentas no liberan a las mujeres de clase media de hacer este trabajo y que plantearlo así no es feminista, aunque sea práctico. La verdad es que, en realidad, liberan a los hombres de hacer su parte. Si este trabajo se repartiera por igual entre todos los miembros de la familia (hijos e hijas incluidos) las mujeres no se verían sometidas a esa doble jornada y no se contribuiría a perpetuar (material y simbólicamente) la división sexual del trabajo. Si bien el feminismo es teóricamente partidario del reparto del trabajo doméstico entre los integrantes de la familia, lo cierto es que hay muchas más partidarias de revalorizarlo que de entrar a fondo en la cuestión del debate. Es normal. ¿Por qué van a pelearse las mujeres de clase media con sus compañeros si pueden pagar a otras mujeres para que lo hagan y olvidarse? Todas sabemos que luchar por repartir al 50% el trabajo de casa es entrar en una guerra de desgaste con muchas posibilidades de salir derrotada. Pero si no libramos siquiera esa batalla doméstica, ¿cómo vamos a ganar ninguna otra?
Roswitha Scholz introduce la idea de que este trabajo no está devaluado porque lo hagan mujeres, sino que las mujeres están adscritas a él porque previamente han sido definidas por una serie de cualidades que son las necesarias para realizar este trabajo y cualquier otro que esté feminizado (paciencia, amor, empatía, meticulosidad…). En este sentido, tampoco conviene olvidar (y aquí entraríamos en el debate sobre la definición de trabajo doméstico en general) que en el capitalismo todo trabajo que no priorice la producción de mercancías, que no genere beneficio, no es trabajo. La cuestión es, entonces, si es posible (re)valorizar el trabajo doméstico, como quiere una parte del feminismo, y si es posible desligarlo del género.
Mi opinión es que esto no es posible por muchas razones. Como dice Frigga Haug, este trabajo exige una gran inversión de tiempo pero ninguna capacitación, no es susceptible de automatización y, sobre todo, una parte de él es prescindible, y cada vez más. Alguien tiene que parir y alguien tiene que cuidar a los niños y niñas, enfermos o dependientes, esto es una necesidad social, pero la casa puede estar menos limpia y la comida menos elaborada. Algunas feministas han llamado la atención sobre los estándares de limpieza que mueven el mercado y que configuran este trabajo también como una cuestión psicológica.
Si este trabajo se revalorizara de verdad, la mayoría de las mujeres/familias no podrían pagarlo. Si pueden contratar a una asistenta por horas es porque trabajan en condiciones de explotación económica. ¿Necesitamos que todo esté tan limpio y ordenado como aparece en los anuncios, como lo tenían nuestras madres o abuelas? La realidad es que los estándares son variables y suben cuando contratamos a una persona para limpiar y suelen bajar cuando lo tenemos que hacer nosotras mismas (o ellos).
Para tratar este aspecto del debate deberíamos tener en cuenta que el trabajo doméstico tal como lo conocemos ni ha existido siempre ni las mujeres han estado siempre adscritas a él, sino sólo desde que se produce la polarización extrema en la construcción del género, hacia el siglo XV; y sólo también desde que el capitalismo define el trabajo abstracto y lo vincula a la producción de mercancías, desde el XVII. Antes de eso, la contribución de las mujeres a la reproducción material era considerada de similar importancia a la del hombre.
Teniendo esto en cuenta, lo cierto es que, aunque en el último siglo este trabajo ha cambiado radicalmente, a veces nos seguimos refiriendo a él de manera ahistórica, como si exigiera lo mismo una casa y una familia del siglo XIX que una del XXI. Los electrodomésticos, los productos de limpieza, la comida preparada o fácil de hacer, los muebles, el tamaño de las casas y el tamaño de las familias, han convertido un trabajo en el que era imprescindible ocupar muchas horas en algo que varía en función del tiempo que se le pueda dedicar, que a su vez está relacionado con la capacidad económica de la persona o de la familia en cuestión. Mi abuela dedicaba todo el día al trabajo doméstico, yo ocupo una hora diaria de media.
La existencia del trabajo doméstico como algo adscrito a las mujeres es reciente y es, al mismo tiempo, una poderosa herramienta de género. Desvincularlo de este, pues, debería ser prioritario para el feminismo; no basta con que lo hagan “otras” mujeres.
Hay otra cuestión, muy importante, a tener en cuenta. Si este trabajo se revalorizara de verdad, la mayoría de las mujeres/familias no podrían pagarlo. Si muchas mujeres de clase media (digo mujeres porque habitualmente son ellas las encargadas de contratarlo) pueden contratar a una asistenta por horas es porque estas mujeres trabajan en condiciones de explotación económica, con unos salarios bajísimos. Si el trabajo doméstico pasara a ser un trabajo socialmente valioso o normalmente remunerado, entonces no sería trabajo de mujeres. “La única manera de revalorizar este trabajo es que lo hagan los hombres”, dice Bang, pero lo cierto es que si los hombres lo hicieran, entonces las mujeres no podrían contratarlo; pasaría a ser trabajo de proveedor principal. Sólo en condiciones de salarios muy bajos pueden muchas mujeres con salarios que tampoco son de proveedor principal contratar este trabajo. Por tanto, que las mujeres españolas de clase media puedan contratar asistentas depende de que este trabajo sea barato.
Por eso sólo en los países con mucha pobreza (Latinoamérica, España hace décadas) o con muchas desigualdades sociales es normal que muchos hogares de clase media tengan una empleada del hogar diaria o al menos empleada muchas horas a la semana. Y por eso, cuando se aprueban leyes que pretenden regular y dignificar esta ocupación, el efecto es el de disminuir muy apreciablemente la demanda y de pasar parte de este trabajo a la economía sumergida, de hacerlo más invisible. El trabajo doméstico podría revalorizarse al precio de que sólo lo contrataran los ricos; por eso los únicos hombres que se dedican a esto lo hacen en los hogares de clase adinerada.
Nancy Fraser pone el dedo en la llaga al lanzar la siguiente pregunta ética: “¿Quién limpia la casa de la limpiadora?”
Pero más allá de estas consideraciones sociales y económicas, hay también una consideración ética que tiene que ver con la igualdad. Me parece que Nancy Fraser pone el dedo en la llaga al argumentar que el problema del trabajo doméstico remunerado, desde el punto de vista de la igualdad, es responder a la pregunta “¿Quién limpia la casa de la limpiadora?”. Fraser afirma que esta pregunta demuestra que el sistema, desde el punto de vista ético, está ocluido. La asistenta no puede contratar servicio doméstico que le haga el trabajo de la casa mientras ella está fuera haciendo el mismo trabajo. Si contratamos a una asistenta dominicana para que cuide de nuestros hijos, eso implica que ella ha dejado allí a los suyos. Nuestras condiciones de vida están ligadas a las condiciones de vida de las mujeres de los países pobres.
En resumen, si ponemos a otras mujeres a realizar el trabajo que nos libre de la doble jornada, las condenamos a ellas a asumirla sin remedio. La disponibilidad de mujeres inmigrantes o de clase trabajadora hace que el Estado/la sociedad no asuma sus deberes con los niños y las personas dependientes, libera a los hombres de ese trabajo y de esa responsabilidad y apoya una ideología de género opresiva al mantener estándares no racionales acerca de la limpieza de la casa y del cuidado de la prole. Mi opinión es que desde una perspectiva ética, feminista y anticapitaista es necesario asumir que hay una parte del trabajo doméstico que cada quien debe hacer por sí mismo o misma.
Es importante que quede claro que no pretendo culpabilizar a nadie, y mucho menos a tantas mujeres que no podrían haber salido al mundo público de no ser porque pudieron (porque pueden) contratar a otras mujeres, pero saber esto no quiere decir que no podamos reflexionar sobre ello.
La única respuesta a la pregunta de “¿quién limpia la casa de la limpiadora?” y “¿quién cuida a las criaturas de la cuidadora?” es que todo el mundo tenga acceso a las soluciones públicas respecto al trabajo de reproducción y cuidado imprescindible y que la doble jornada como tal, como doble jornada extenuante, no exista. Que lo que exista sea un cuidado básico del ámbito propio que cada quien haga en la medida que quiera, como lavarse o arreglarse una misma. De manera quizá un poco radical, la sueca María Schottenius escribe: “El primer mandamiento socialdemócrata para una mujer es este: debes limpiarte tu propia basura” (obviamente esto es aplicable también a los hombres). En una casa normal si todos asumen su parte (también los hijos) este trabajo se resolverá con un esfuerzo razonable.
Finalmente admitamos que hay parte de este trabajo que seguirá existiendo. Por una parte porque hay personas/familias que en todo caso necesitan ayuda, ya sea por cuestiones de edad, de salud, de tiempo… Por otra porque hay mujeres que no van a renunciar a ello por la razón que sea. Por ello, además de remitirme de nuevo a la exigencia de políticas públicas, especialmente para el primer caso mencionado, yo abogaría por cambiar la concepción de ese trabajo. Así, en lugar de pretender revalorizarlo en la lógica del capital, sería posible entenderlo más bien como un trabajo complementario, como un trabajo que realizan jóvenes y/o estudiantes de ambos sexos para costearse gastos, por ejemplo.
Mientras que en España o Latinoamérica este trabajo está tan íntimamente ligado a la clase que es complicado que alguien joven de clase media y con estudios lo realice, en otros países de tradición más igualitaria no es infrecuente que sean estudiantes de universidad quienes limpien o ayuden en las casas. De esta manera se rompería su vinculación con el género, con la doble jornada e incluso con la clase, ya que podrían realizarlo jóvenes o estudiantes en tanto que, como he dicho, trabajo complementario mientras terminan los estudios o complementan otra ocupación. Pero, como dije al principio, el debate tiene aun mucho recorrido.