En cada rincón de Argentina, por más al norte que se vaya, viniendo de más al sur, o de los andes al atlántico, es posible encontrar un santuario con trapos colorados, velas rojas y botellas de vino tinto. Quienes conocen, saben que allí, se dejan los pedidos que, desde el cielo, atiende el Gaucho Antonio Gil.
Cuentan sus prometeros que allá, en la provincia de Corrientes, supo ser hombre bravo. En sus tiempos de soldado federal, se enamoró de una mujer pretendida por un comisario. Esto, lo llevó a tener que huir, a convertirse en forajido.
Ladrón de ricos, héroe de pobres. Siempre montado en un caballo que, para sus perseguidores, tenía el color del polvo que dejaba atrás: Antonio Gil era inalcanzable.
¿El primer milagro? Lo hizo al morirse.
Una noche, tras una batida, pudieron atraparlo. Sin juicio de por medio, de los pies lo colgaron y, de un tajo, lo desangraron.
Aquella noche, Antonio Cruz Gil le dijo a su verdugo: “Cuando vuelvas a tu casa, encontrarás a tu hijo muy enfermo pero si mi sangre llega a Dios, juro que volveré en favores para mi pueblo.”
El descreído, al volver a su casa, encontró llorando a su mujer y a su hijo, hirviendo de fiebre. Al galope volvió a donde habían colgado al Gaucho, enterró el cuerpo, le rezó, y le rogó que lo perdonara. Cuando empezó a clarear volvió a su casa. En el rancho su mujer reía, su hijo también.
Ese fue el primer milagro, después vinieron muchos, cada quien puede contar alguno
Entre los trapos colorados, las velas rojas o el vino tinto, él sigue haciendo su trabajo: Robarle al mal, para devolverlo en bien. Así, el gauchito Gil, se ha convertido, en un soldado del Señor.
Ficha técnica:
Texto: Ricardo Veiga
Voz: Tati Echagüe
Música: Chango Spasiuk