Deuteronomio 31,6
El pueblo de Israel está por ingresar a la tierra prometida. Todo aquello que se anhelaba, por lo que se pedía, por lo que se aventuraron como pueblo y como individuos a cruzar el desierto con todos sus peligros y amenazas, está por cumplirse. Pero no sería fácil pues en esa tierra prometida había otros habitantes y otras ciudades a conquistar. Pero este último tramo lo deberían hacer sin su guía natural por cuarenta años, tiempo que duró la travesía por el desierto. Cuarenta años de preparación. Y ahora la puesta en valor de ese tiempo, pero ya no estará Moisés, interlocutor directo entre Dios y su pueblo, líder que de a momentos se plantó frente a Dios pidiendo por esa masa de humanos descarriados y desobedientes. Cuarenta años, tiempo que les llevó ser pueblo, el pueblo de Dios, pero su líder no los puede acompañar. Ese fue el precio pactado. Ahora las riendas las ha de tomar Josué, quien como arma más poderosa para animarse a entrar en la tierra prometida tiene la fe y la certeza de que Dios los acompañará.
A veces pienso en mis abuelos inmigrantes luego de la primera gran guerra del siglo pasado. En realidad no vinieron a conquistar nada, solamente a no morirse de hambre en Europa. Para ellos, las tierras del Río de la Plata eran la tierra prometida, o en todo caso, deseada y soñada. Seguramente para ellos estas palabras dichas a ese pueblo migrante fueron significativas. Seguramente lo son para tantos pueblos y personas migrantes y desplazadas buscando tierras donde vivir en paz.
Norberto Rasch
Deuteronomio 31,1-8