Juan 1,8
Esta afirmación, por un lado, está en el cimiento de la razón de ser de las comunidades cristianas. Nuestro propósito como tales es ser testigos del amor de Dios que hemos recibido y mostrarlo de alguna manera a otros para que también puedan vivirlo. Las iglesias no estamos llamadas a predicarnos a nosotras mismas, sino a anunciar a Cristo como Señor y Salvador.
Juan lo entendió perfectamente. Respondió, a quienes le preguntaron, que él no era el Mesías, que era una voz en el desierto que llamaba a preparar un camino para aquél que viene. Y reconoció que él no era digno siquiera de desatarle, agachado, el cordón de las sandalias.
Por otro lado esta afirmación es un pronunciamiento contundente contra toda forma de radicalismo. Nadie puede autoproclamarse propietario de la verdad, y por tanto sentirse con derecho a eliminar a quienes representen una perspectiva diferente. No somos la luz, estamos llamados a ser testigos de que la luz existe; no somos el camino, ni la verdad ni la vida. Estamos llamados a ser indicadores de ese camino, esa verdad y esa vida.
Una afirmación breve pero tremendamente contundente que es sostén de una visión verdaderamente ecuménica.
Juan entendió cuál era su vocación y vivió de manera coherente con ella. A nosotros, las comunidades cristianas, nos ha costado mucho más. Las disputas por la posesión de la verdad como forma de auto legitimarse y en el mismo proceso deslegitimar a otros, lleva siglos de actualidad. La formulación de dogmas que son verdades indemostrables pero incuestionables es otra forma de esa lucha que significa la negación de la verdadera vocación de dar testimonio de la luz. Al contrario, nos han sumido muchas veces en profunda oscuridad.
En el Sermón del Monte, Cristo nos dice que somos la luz del mundo. Y es nuestra mayor aspiración ser reflejo de la luz verdadera que alumbra a toda la oscuridad.
Oscar Geymonat
Juan 1,6-8