AUTORA VERÓNICA CENTO - ARGENTINA.
I
Antes de dormir me siento en el césped fresco a admirar el día. Él viene con sus manos grandes y se aquieta conmigo. Los dos callamos ante la primavera. Luego llega la ansiada noche, Endimión y la danza de la muerte. No sabemos qué decir ante el letargo de lo oscuro. La noche cae en nosotros de una manera maravillosa y aún así un limbo raro nos penetra. Miramos el cielo y un silencio nos agolpa. Mi palabra de repente resulta inútil. Todo esto es impronunciable: la danza nocturna, el silencio estrellado. Temblamos miedo. Nunca supimos porqué.
II
Luego vino el tiempo de la sequía. Lo negro se tornó distinto. La casa se derrumbó de manera rara. Los fantasmas salieron a reencontrar sus lugares y pertenencias. El ruido de la noche cuando duerme también fue distinto. Extrañamos las danzas, la muerte boca abajo y los rostros de la noche. De pronto todo tembló de miedo. Sentimos la vacuidad en los cuerpos. El romance con la noche se tiñó de espanto. No hubo hombres lobos a quienes invocar. Sólo nos restó dormir para esperar a que todo pase. Pero el sol surge como inmolado y nos ciega. La luz no es más que una fiel compañera de Apolo, el cual nos conduce hacia un más allá innegable. Temblamos de luz y de sombras. Aquello que vemos no es más que un espejismo.
III
Inclino el cuerpo hacia lo oscuro. Lo beso. Me quedo allí como sepultada. Qué es aquello que contiene la muerte y la claridad. Qué significa beber de las aguas de tu mar oscuro. Qué significará temblar de frío y de asco. Y qué detenerme ante tu rostro y decirle: ven, ámame, aunque yo no sea la noche ni la muerte. Ven, ámame, porque soy el amor hecho noche y encanto. Soy el cuerpo más hermoso que hayas visto descender y volver del hades.