Deuteronomio 2,24
Ahí estaba Nacho de nuevo, como todas las mañanas, sentado en el banco de la plaza mirando al vacío. Sus ojos reflejaban una mezcla entre tristeza y desesperación. Lo único que lo sostenía era una frágil fe en Dios, que expresaba todas las mañanas en oración. Ese día hace exactamente ocho meses lo habían echado de la fábrica. La situación se había complicado, según le dijo el de recursos humanos, porque no podían competir con los precios de los productos importados. Desde entonces Nacho buscó trabajo, pero no tuvo éxito. De un ex compañero supo que entre tanto la fábrica estaba en quiebra, lo importado había invadido el mercado y ya no hubo nada que hacer. Sí, de un ex compañero. Muchos de sus ex compañeros se habían organizado. Ellos querían hacer un acuerdo con los dueños de la fábrica. La idea era transformarla y producir insumos vendibles a un costo competitivo, con un margen de ganancia menor, que asegurara mínimamente un sueldo básico a los operarios. Todos necesitaban trabajo, pues tenían familias que alimentar y una dignidad que mantener. “¿Y si me sumo a ellos?”, se dijo sorpresivamente Nacho. “Después de todo, ellos están en la misma situación que yo. Después de todo siguen siendo mis compañeros. Y después de todo el trabajo digno es una vocación que nos es dada por Dios, al igual que la tierra prometida para el pueblo de Israel.” Ese día Nacho se sumó a sus compañeros. La desocupación ya no dolía tanto, su mirada ya no reflejaba tristeza ni desesperación. Todos estaban a la expectativa del próximo paso a ser dado.
Pedro Kalmbach
Deuteronomio 2,16-25