Efesios 3,19
Cuando era niño solía preguntarle a mi madre cuánto me quería. Ella me miraba y levantaba la vista a las estrellas y me decía: “hasta el cielo”. Yo miraba también las estrellas y me parecía una distancia suficiente. Eso me calmaba. Pero inmediatamente volvían las dudas. Y repreguntaba: ¿y cuánto es hasta el cielo?
Esa duda tan personal e infantil, va aumentando con los años. Y se multiplica. ¿Hasta cuánto llega el amor de Dios? Nuestra naturaleza pecadora y corrupta que se va transformando con los años, las vinculaciones sociales y las peripecias económicas, hacen que no terminemos de entender cuán ancho, largo, alto y profundo es el amor de Cristo, al decir de Pablo.
Como humanidad nos cuesta alcanzar la edad adulta de la fe y el conocimiento de Dios, la estatura y madurez de Cristo.
Nos esforzamos por probar, limitar, encauzar, y hasta dirigir el amor de Dios en Cristo. Sobredimensionados por aquello de que fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios, nos creemos dioses. Por lo tanto, con el poder para amurar y enclaustrar su amor pleno.
Pablo quiere hacerles entender a los cristianos no judíos de Éfeso, que son pueblo elegido y parte de la herencia divina. Lo escribe desde la cárcel. No le resultaba sencillo ni gratis proclamar el amor de Dios a ese pueblo diferente.
No puede haber algo más alejado de la voluntad de Dios que pretender limitar su amor, restringiéndolo a un grupo determinado, construyendo muros para separar pueblos, discriminando por sexo, raza, orientación sexual, capacidad, o clase social. Atribuyéndonos sacerdocios con poder para “orientar” su amor. Creando dioses con amor cortito.
Líbranos de tanta mezquindad, danos palabra y gesto para aquellos que se sienten afuera de tu amor. Amén.
Rubén Yennerich
Efesios 3,14-21