Deuteronomio 3,26-27
Ya habían pasado más de cuatro años desde que Juan y Lucila se separaron. Ahora ellos tenían una relación relativamente buena. Podían conversar, intercambiar opiniones sin gritar y respetarse en sus diferencias. A veces salían juntos a comer, o a pasar una tarde con Camila y Tony, sus dos hijos. Para cualquier persona que los observara, ellos eran una familia más, que estaba disfrutando de un buen rato. Sin embargo, para Lucila estaba en claro que el estar juntos en esos momentos, en un clima de respeto y cordialidad, era más importante para los hijos que para ella. Después de aquella golpiza recibida, un par de años atrás, ella se había ido definitivamente de la casa llevándose a Camila y Tony. Esa no había sido la primera vez, pero sí la última. Juan, que al inicio se puso como una furia, tardó un tiempo para reconocer que necesitaba de ayuda. Pero con el tiempo y con la ayuda de un amigo pudo buscarla. Inició terapia, lo cual no fue sencillo. Por momentos casi la abandona. Sin embargo logró sostenerla y trabajar mucho consigo mismo. Después de varios meses eso le permitió acercarse a sus hijos y a Lucila, y a mantener con ellos una relación saludable, de respeto y de cuidado. Su deseo era volver junto a ellos, pues sentía que los amaba. Pero aquello que se había roto, él lo sabía, era irreparable.
De tiempos inmemoriales, en el alma del humano hay luchas que lo destruyen: perdona nuestro pecado. (Canto y Fe Nº115)
Pedro Kalmbach
Deuteronomio 3,12-29