Juan 1,5
Crecí mirando el escudo que desde el Siglo XVII identifica al movimiento valdense. Antes de saber que hay un idioma que se llama latín, aprendí las pocas palabras que forman parte de ese emblema: “lux lucet in tenebris”, luz que brilla en las tinieblas.
Por supuesto, mucho tiempo después las encontré al comienzo del Evangelio según San Juan, y para toda la vida tendré que pensar en qué tinieblas alumbra hoy la luz de esa Palabra que estaba desde el principio.
Las tinieblas van cambiando de forma y de intensidad. La luz es siempre la misma, y es sobrecogedor pensar que yo había aprendido a decirlo -y seguramente a sentirlo- mucho antes de rastrear en autores y antigüedad. Es el valor del testimonio de fe que gracias a otros hemos recibido. Esos testimonios son destellos de la luz que se abre paso en medio de la oscuridad.
La luz brilla en incuestionable presente. Las tinieblas no han podido en el pasado, ni podrán, en el futuro, apagarla. Pero la lucha es constante y a menudo muy difícil. Las tinieblas muchas veces amenazan de tal manera a la luz que hacen tambalear la esperanza.
Releí en estos días el Salmo 53 y sentí tan atemporal esa queja amarga, que me pareció que alguien acababa de escribirla: ya no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno. Por un momento, en la vida de aquel creyente, la luz parece ser tan tenue que corre el riesgo de apagarse. Sin embargo, brilla lo suficiente como para terminar su poesía diciendo: cuando Dios cambie la suerte de su pueblo.
La luz brilla en medio de las tinieblas, y las tinieblas no pudieron apagarla. No pudieron en aquel salmista creyente que nos legó su testimonio. No pudieron en tantos que dejaron huellas de luz en caminos que todavía se ven. Y no podrán nunca.
Quiera el Señor hacer de nosotros pequeñas llamitas que den cuenta de la luz verdadera que viene de él, y en Cristo se nos manifestó en todo su esplendor.
Oscar Geymonat
Juan 1,1-5