Juan 20,27
La mentalidad de nuestro tiempo fluctúa entre dos actitudes que parecen contradictorias, pero que habría que ver si en verdad lo son. Por un lado, una incredulidad que raya el escepticismo sistemático. La amargura, las frustraciones y el cinismo que campea se les han metido tan adentro a muchos que a nada pueden dar crédito más que a su propia negatividad.
Por otro lado, desde cierta inmadurez espiritual o emocional, o desde una pereza mental que incapacita para un discernimiento crítico de las cosas, otros muchos asumen una actitud de completa credulidad, a veces lindante con la ingenuidad y otras, con el pensamiento mágico.
En el fondo, incredulidad y credulidad tienen algo en común: son trampas que adormecen la conciencia y el espíritu, ya sea por la vía de un realismo estrecho y desesperanzador, o por la vía de una puerilidad espiritual tan fantasiosa como voluble.
La resurrección, en tanto salto de la fe, nos plantea el mismo desafío que se le planteó a Tomás: creer.
En efecto, creer implica ir más allá de la incredulidad y de la credulidad; implica la esperanzada sospecha de que lo que aparenta ser inmodificable no lo es; implica la confianza de que aquel que nos dijo Yo soy la luz del mundo, tarde o temprano, deshace nuestras oscuridades; implica la convicción de que todo pasará, pero hay algo que jamás deja de ser: el amor; implica, por fin, la permanente apertura a ese Dios que nos dice desde el llamado de Jesucristo: no sólo estoy contigo, también cuento contigo.
Oración
Creo, Señor, pero ayúdame a creer más. (Marcos 9,23 y 24)
Raúl Sosa
Juan 20,24-31