Su talento cubrió la música, el canto, la joyería, la artesanía. Fue uno de los personajes más importantes del Chocó el siglo pasado. Una joya de la música.
Mientras correteaba por el barrio La Yesquita, de Quibdó, Alfonso Córdoba era feliz escuchando la música cubana y caribeña que en medio del bullicio del puerto se colaba y llegaba para endulzarle el alma.
La cadencia y el sabor de los boleros, sones, calypsos y tangos se le fueron metiendo en la piel.
Semejante mezcolanza en un solo cuerpecito –era tan delgado y frágil como vivaz– no podía terminar en otra cosa que no fuera genialidad. Y eso fue Alfonso Córdoba, un genio.
A Alfonso Córdoba le decían el «Brujo» porque no había otra forma de explicar la sabiduría que derrochó hasta el último de sus días.
De sus prodigiosas manos salieron desde canciones y joyas, hasta guitarras, bongós y una escritura adornada y escrupulosa que nadie pudo replicarle.
Allá, en ese mismo barrio donde retumbaba la sonoridad de los abozaos y alabaos, nació el Brujo, en esos días de revolución.
Como si fuera una premonición de la revolución que él le haría años más tarde en el mundo de la cultura de esta ciudad.
La infancia de Alfonso Córdoba estuvo marcada por la música. Fue a la escuela pública y en apenas cuatro años que cursó se hizo notar.
No solo era buen estudiante, como era previsible, sino que se destacó por ser «muy pulido», como recuerda don Alfredo Cújar, compañero de pupitre.
Recitaba poesía como nadie y cantaba con el mismo timbre y estilo de Bienvenido Granda.
«El Brujo fue fiel intérprete de la Sonora Matancera».
Ya por esa época se hizo célebre por su talento para hacer pequeñas tallas en madera de los santos que adornaban la iglesia.
Era tal su inquietud que, al crecer, Quibdó se le quedó pequeña.
Aunque amaba su pueblo y era feliz recorriendo el Baudó, el Atrato o el San Juan en busca de buenas maderas y oro para fabricar cuanta cosa se le ocurría, el Brujo tuvo que volar pronto para encontrarle sosiego a su alma aventurera.
Por aquella época los quibdoseños no buscaban su futuro en Cali o Medellín, como lo hacen hoy.
En aquel tiempo preferían tomar un barco de vapor que los llevara, en un día y medio, a Barranquilla o Cartagena, ciudades mágicas y exuberantes para perderse en la bohemia y la música.
Allá fue a parar el Brujo. En Barranquilla colmó su inquietud de orfebre con unos joyeros italianos de los que aprendió técnicas y secretos insospechados.
Conformó una familia (tuvo cuatro hijos con Margarita Herrera) y pudo crear su primer grupo musical, Los mayorales del ritmo. Fueron 18 años de vida artística, tocando, cantando, creando.
Al regresar a su Quibdó del alma, la ciudad seguía siendo un hervidero musical.
De alguna manera el Brujo sentía que era momento de volver a la tierra para sembrar todo aquello que había recogido en tierras lejanas (Cartagena, Galapa, Mompox).
«Él se devolvió porque extrañaba su tierra, él se inspiraba en la selva y siempre prefirió la música del Pacífico, la del Caribe le parecía repetitiva y pobre de letra», dice Daysi, una de las nietas que le sigue los pasos en la música.
Su llegada a Quibdó marcó un antes y un después en la vida de este pueblo.
Hasta el último de sus días, el brujo escribió, creó y cantó. Tuvo su propio estilo al interpretar sus letras o las creaciones del folclor chocoano.
Pulido como siempre, ahora con boina, ropa elegante y finos tratos con la gente, el Brujo llegó como un huracán que lo revuelca todo.
Cantaba su Negrito contento –primer gran éxito musical– y traía debajo del brazo canciones, partituras, joyas y mucho ingenio.
Lo primero fue conformar su primer grupo en Quibdó.
Esa fue la primera orquesta moderna de Quibdó que tocaba en el único hotel cinco estrellas de la ciudad, el Citará.
Los vientos del momento decían que era Bogotá la ciudad donde la música del Pacífico podía florecer. Llegaron a Bogotá en 1979.
El texto del presente programa pertenece a Gloria Castrillón, Periodista de CROMOS.
El disco que escuchamos hoy, El brujo y su timba, fue grabado por Alfonso Córdoba en 2007 en Colombia.