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Roland Barthes - Mitologías parte 04
Roland Barthes - Mitologías parte 04
Descripción:

La cuantificación de la cualidad. Es una figura que ronda a través de todas las figuras precedentes. Al reducir toda cualidad a una cantidad, el mito realiza una economía de inteligencia: comprende lo real con menos gasto. He dado varios ejemplos de ese mecanismo que la mitología burguesa —y sobre todo pequeño-burguesa— no vacila en aplicar a los hechos estéticos, a los cuales, por otro lado, proclama como poseedores de una esencia inmaterial. El teatro burgués es un buen ejemplo de esta contradicción: por una parte, el teatro es considerado como una esencia irreductible a todo lenguaje, que se ofrece sólo al corazón, a la intuición; recibe de esta cualidad una dignidad impenetrable (se prohíbe como crimen de "lesa-esencia" hablar del teatro científicamente: o más bien, cualquier manera intelectual de plantear el teatro será desacreditada bajo el rótulo de cientificismo, de lenguaje pedante); por otra parte, el arte dramático burgués se apoya en una pura cuantificación de los efectos: un circuito de apariencias computables establece una igualdad cuantitativa entre el dinero de la entrada y los llantos del comediante, el lujo del decorado; lo que entre nosotros, por ejemplo, se llama lo "natural" del actor es, sobre todo, una cantidad de efectos absolutamente visibles.

Libreto:
La verificación. El mito tiende al proverbio. La ideología burguesa invierte allí sus intereses esenciales: el universalismo, el rechazo de explicación, una jerarquía inalterable del mundo. Pero es preciso distinguir, nuevamente, el lenguaje-objeto del metalenguaje. El proverbio popular, ancestral, también participa de una comprensión instrumental del mundo como objeto. Una verificación rural como: "hace buen tiempo" guarda una relación real con la utilidad del buen tiempo; es una verificación implícitamente tecnológica; en este caso la palabra, a pesar de su forma general, abstracta, condiciona actos, se inserta en una economía de producción: el habitante rural no habla sobre el buen tiempo, lo actúa, lo incorpora en su trabajo. De esta manera nuestros refranes populares representan un habla activa que se ha solidificado poco a poco en habla reflexiva, pero de una reflexión limitada, reducida a una verificación y, en cierto modo, tímida, prudente, estrechamente cercana al empirismo. El refrán popular prevé mucho más de lo que afirma, permanece como el habla de una humanidad que se hace, no que es. El aforismo burgués, en cambio, pertenece al metalenguaje, es un segundo lenguaje que K ejerce sobre objetos ya preparados. Su forma clásica es la máxima. En este caso, la verificación ya no está dirigida hacia un mundo por hacerse; debe cubrir un mundo ya hecho, ocultar las huellas de esta producción bajo una evidencia eterna. Es una contraexplicación, el equivalente noble de la tautología, de es porque sí imperativo que los padres, cuando no tienen respuestas, suspenden encima de la cabeza de sus hijos. El fundamento de la verificación burguesa es el buen sentido, es decir, una verdad que se asienta en el orden arbitrario de quien la habla.

He presentado estas figuras de retórica sin orden y puede haber muchas otras: algunas pueden gastarse, otras pueden nacer. Pero tal como son, se advierte perfectamente que se agrupan en dos grandes compartimentos que son como los signos zodiacales del universo burgués: las esencias y las balanzas. La ideología burguesa transforma continuamente los productos de la historia en tipos esenciales; así como la sepia arroja su tinta para protegerse, la ideología burguesa no se da tregua en, la tarea de ocultar la construcción perpetua del mundo, no cesa en su afán de fijarlo como objeto de posesión infinita, de inventariar su haber, de embalsamarlo, de inyectar en lo real alguna esencia purificante que detenga su transformación, su huida hacia otras formas de existencia. Y ese haber, así fijado y congelado, se volverá por fin computable: la moral burguesa es esencialmente una operación de pesada: las esencias son colocadas en balanzas cuyo brazo inmóvil es el hombre burgués. Puesto qué el fin específico de los mitos es inmovilizar al mundo, es necesario que los mitos sugieran y simulen una economía universal que ha fijado de una vez para siempre la jerarquía de las posesiones. Así, todos los días y en todas partes, el hombre es detenido por los mitos y arrojado por ellos a ese prototipo inmóvil que vive en su lugar, que lo asfixia como un inmenso parásito interno y que le traza estrechos límites a su actividad; límites donde le está permitido sufrir sin agitar el mundo: la seudofisis burguesa constituye para el hombre una prohibición absoluta de inventarse. Los mitos no son otra cosa que una demanda incesante, infatigable, una exigencia insidiosa e inflexible de que todos los hombres se reconozcan en esa imagen eterna y sin embargo situada en el tiempo que se formó de ellos en un momento dado como si debiera perdurar siempre. Porque la naturaleza en la que se encierra a los hombres con el pretexto de eternizarlos no es más que un uso, y es justamente ese uso, por más difundido que esté, el que los hombres necesitan dominar y transformar.


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