Hebreos 7,2
Según la leyenda había un rey que ató la lanza de su carro de guerra con el yugo de tal manera que los cabos del nudo quedaron escondidos en su interior: el famoso “nudo gordiano”. El que lograra desatar el nudo, iba a conquistar toda Asia. Pero estaba tan bien atado que nadie lo había logrado hasta que Alejandro Magno entró en escena, sacó su espada, cortó el nudo sin parpadear y a mano armada conquistó el imperio persa.
Cuando leo cómo Jesús llama a los pescadores a seguirle, sana al criado del capitán romano, come y bebe con Zaqueo y llama a la mujer cananea “dichosa”, me gusta creerlo así: que en todo eso él ya pone su espada evangélica sobre el nudo gordiano de nuestra historia humana; un nudo que ata irremediablemente la debilidad humana a la ley del pecado y de la muerte. Y cuando él, nuestro Melquisedec, es entronado en la cruz y resucitado de entre los muertos, corta el nudo; pero no para conquistar al mundo a mano armada sino para hacerlo su viñedo. Por eso es un rey de justicia y de paz: porque convierte la espada en arado y la lanza en podadora.
Si nuestra historia contemporánea debe ser más que una leyenda de violencia y guerra sino verdaderamente historia humana, entonces, que nos guarde Dios de querer atar de nuevo el nudo gordiano o de vivir como si nunca hubiera sido cortado. Más bien escuchemos a quien nos manda:
¡Vayan también ustedes a trabajar a mi viñedo, y les daré lo que sea justo! (Mateo 20,4)
Michael Nachtrab
Hebreos 7,1-10