Hebreos 9,24
Desde que tengo uso de razón, me han llamado la atención los innumerables santuarios que existen en nuestra cultura. Algunos son santuarios hechos para la devoción de mártires del cristianismo. Se han hecho santuarios incluso para la devoción a Jesús, como lo es la iglesia del Santo Sepulcro o la Capilla de la Ascensión. Ambos se encuentran en Israel, y son lugares sagrados para muchas personas.
Si nos ponemos a pensar llegaremos a la conclusión de que los seres humanos somos proclives a la fabricación de altares, santuarios y templos, a través de los cuales tenemos contacto con la divinidad. Muchas veces tendemos a creer que Dios sólo se hace presente en un espacio físico confeccionado por nosotros mismos, corriendo así el riesgo de sacralizar a Dios, llegando incluso a encerrarlo en iglesias o santuarios. Pero, así como dice el texto: Jesús no entró en santuarios hechos por hombres, sino en el cielo mismo. Él intercedió por nosotros rompiendo el velo que nos separaba de Dios. Nada ni nadie será mediador entre Dios y nosotros; por lo tanto, animémonos a contemplarlo en la cotidianidad de nuestra vida, en cada lugar en el que estemos presentes. El universo entero es lugar propicio para la adoración a nuestro Dios.
Señor, mi Dios, al contemplar los cielos, el firmamento y las estrellas mil, al oír tu voz en los potentes truenos y ver brillar al sol en su cenit, mi corazón entona la canción: ¡Cuán grande es él! ¡Cuán grande es él! (Canto y Fe N° 183)
Raúl Müller
Hebreos 9,16-28