Deuteronomio 34,7.12
Realmente lo de Moisés nos deja sin palabras. De recién nacido hubo de ser abandonado a su suerte por su madre, rescatado providencialmente por la casa real egipcia, sustituida su identidad, una persona con discapacidad en el habla, que sin embargo recupera sus raíces y asume la identidad genuina cuando descubre quién es. Se trasforma en líder de un pueblo esclavizado buscando juntos, proezas de por medio y con la compañía del Todopoderoso, la tierra prometida. Mas a él no es dado entrar en ella. En su transitar por el desierto, 40 años según el relato bíblico, no siempre fue un pueblo (en formación) dócil a la voluntad de Dios. Costumbres arraigadas y traídas de Egipto competían a diario dejando en claro que es más fácil manejarse con dioses hechos por los humanos y a su medida y placer. El becerro de oro es en todo caso la obra maestra en ese sentido, pero el cotidiano los tentaba una y otra vez, y el poder era uno. Cuando Moisés expresa sus bendiciones a cada una de las tribus, a ninguna les bendice para que sean guerreros y organicen matanzas. Habla de paz, de trabajo, de fraternidad, y creo que los versículos finales del capítulo 33 son puestos allí como para justificar en nombre de Dios la violencia que se avecinaba.
Parece que pasados los miles de años seguimos sin entender que la violencia sólo engendra más violencia, y que las ansias de poder, y por más que Jesús muriera para enseñar otro camino, no lo hemos asimilado como género humano. Se sigue violentando, y siempre justificando, hasta con la voluntad de Dios.
Era ya tiempo que muriera Moisés, dirían, ahora estamos a cargo. Ya no hay interlocutor directo entre Dios y el hombre, y ese silencio de Dios nos permite poner nuestras palabras a su voluntad; así es que, firmes y adelante, Dios está con nosotros. Creo que éste es el peor de los pecados por el que deberemos responder colectivamente ante el Creador.
Norberto Rasch
Deuteronomio 34,1-12