Deuteronomio 8,6
Durante mi infancia llegué a tener la idea de que a Dios había que tenerle miedo: Él controlaba y castigaba. Las historias bíblicas que me contaron me dejaron la imagen de un Dios terrible y malo, que no toleraba que alguien se desviara lo más mínimo de sus leyes. Y los mandamientos me parecían pesados y negativos. Yo recordaba más los que comienzan con un no: no matarás, no hurtarás, etc.
Con el paso del tiempo, y habiendo estudiado la Biblia por mí misma, encontré cada vez más evidencias de un Dios bueno, misericordioso, amoroso, y que una y otra vez perdona al ser humano que se aparta de él y le facilita su regreso a su lado. También tuve que reconocer que los mandamientos no son cargas pesadas y caprichosas; sino por el contrario, sensatas normas de convivencia y reglas que son para nuestro bienestar. Sin estos preceptos viviríamos desconfiando hasta de los que conviven con nosotros.
Si tratamos de seguir los caminos del Señor, sin apartarnos de lo que él quiere para nosotros, podemos vivir confiados y no tener miedo. El temor, esa ansia de huir o rehusar las cosas que son dañinas y peligrosas, nos debe acercar más a Dios, porque él quiere lo mejor para nosotros, sus hijos e hijas.
El pueblo de Israel, al que estaban dirigidas estas palabras, lo experimentó en su camino a la tierra prometida. Aunque trataron de alejarse de Dios, finalmente llegaron a la meta obedeciéndole y con su ayuda y protección.
Beatriz M. Gunzelmann
Deuteronomio 8,1-20