Me habría parecido un evento divertido de no ser porque a la salida del primer toro vi cómo toda esa cofradía luminosa de transvestidos alegres se convertían en una manga de sádicos dispuestos a ofrecerme el espectáculo más violento al que hasta entonces había asistido.
Me acuerdo que lo que más me impactó no fue tanto la crueldad de la corrida como su celebración: la satisfacción que los cinco mil espectadores sentían cada vez que pasaba algo que para mí era terrible: cada vez que mareaban al toro, cada vez que le clavaban una lanza desde un caballo, cada vez que le metían una espada por la espalda.
Desde entonces me producen náuseas las corridas, y los argumentos que dan quienes las defienden: que es que es arte. Que es que es un ritual en el que exorcizamos a la muerte: ¿y por qué no van y exorcizan a la muerte con sus tías, por ejemplo? ¿Por qué no van y las zarandean y les clavan cuchillos delante de una gradería que las aturda a gritos?
No entiendo qué tiene de artístico el cadáver destrozado de un toro en la arena ni cuál verdad se puede encontrar en un adolorido hocico que echa sangre. Y creo como Manuel Vicent que si la tauromaquia es un arte entonces el canibalismo es gastronomía.
Alguien defendía esta barbarie con un argumento digno de los nazis: que si no fuera por las corridas, los toros de lidia no existirían como especie. Tan nobles, pues. Tan humanos. Todos los toros deberían agradecer ese miserable gesto de infamia que consiste en prolongarles la descendencia solamente para matarlos con una lentitud dolorosa, como si en ese caso no fuera más digno haber nacido muerto.
Una vez alguien me dijo que para qué criticaba las corridas si después salía a comer carne. Es un supuesto extraño que exije que para que uno sienta náuseas ante los actos de tortura debe ser necesariamente vegetariano. No: no soy vegetariano. Me encanta la carne. Pero no por eso me parece bien que el ser humano se sienta valiente por hurgarle las vísceras a un toro que estaba tranquilo en una llanura, y haga de ese episodio de sevicia todo un carnaval comercial.
El toro no embiste lo que brille o lo que se mueva sino su propia locura. Con el lomo hecho girones por los relámpagos de la espada apenas despliega en la arena un mugido agónico, desesperado, enfermo, sin lograr entender la euforia de la sangre: ¿cómo será morir en ese delirio?; ¿a cuenta de qué está permitida esta masacre?
Estoy seguro de que la tauromaquia sólo sirve para demostrar la bajeza del ser humano. Estoy seguro de que ninguna vaca gozaría encerrando en un corral a César Rincón para irlo destripando poco a poco, con el fin de arrancarle una oreja. Siempre he ido por los toros. Sueño con que cojan a todos los toreros. Y también sueño con que prohíban las corridas para no tener que confrontarnos con el horror de lo que somos: una serie de gente que aplaude cuando hay sangre; que nunca ha respetado la vida en otros huesos; que sirve sobre todo para clavar puñales por la espalda.
Daniel Samper Ospina