Efesios 2,11-12
La pretensión de ponerle andariveles a la acción de Dios es una tentación de todos los tiempos. No es una enfermedad erradicada. Pablo libra su lucha en comunidades que tienen un componente de miembros que vienen de las tradiciones judías, pero tienen otros que aceptan a Cristo sin haber tenido el mismo periplo de vida. Y tienen los que no siendo judíos han aceptado sus leyes para sí mismos y quienes no. Y la lucha consiste en convencer que Cristo vino a traer buenas noticias de paz a todos…, que por medio de Cristo, los unos y los otros podemos acercarnos al Padre por un mismo Espíritu.
La discriminación es mutante, cambia, pero no ha dejado de existir y nos somete a una lucha constante. Aquella comunidad levantaba muros argumentados en la necesidad de volverse primero judíos para luego sí ser aceptados como cristianos. Los muros van cambiando, pero la discriminación es la misma, y las justificaciones son por lo menos parecidas. Los derechos naturales y divinos están conmigo y los que son como yo; el resto tiene la opción de imitarme o permanecer excluido. Aceptar que Dios no hace acepción de personas, implica un camino que muchas veces pasa por la lucha con nosotros mismos y nuestros prejuicios.
Pablo mismo recuerda que en otro tiempo estaba sin Cristo. Luchó contra el orgullo de haber sido circuncidado a los ocho días de nacer, ser hebreo, de la tribu de Benjamín, del partido fariseo. Eso perdió valor cuando Cristo lo encontró y él lo aceptó.
La discriminación sigue viva, pero el mensaje de paz de Cristo que nos ha llamado a la vida plena, mucho más. Basta recordar de dónde hemos venido.
Oscar Geymonat
Efesios 2,11-22