Jesús bebió el vino agrio, y dijo: Todo está cumplido. Luego inclinó la cabeza y entregó el espíritu.
Juan 19,30
¿Quién es ese que muere en la cruz?
Si es el Hijo de Dios, es una barbaridad.
Si es un ser humano común y corriente, también es una barbaridad.
Silla eléctrica, garrote, horca, fusilamiento, inyección letal, gas…
En cualquier caso es víctima de la crueldad humana, increíble crueldad.
Bombas, guerras, homicidios, violaciones, mutilaciones. Niños, mujeres, cadáveres descuartizados a lo largo de toda la historia humana.
Pequeña ironía: el pequeño cerro fuera de Jerusalén se llama ‘Calavera’. Podía haberse llamado patíbulo, campo de concentración, Auschwitz, Dachau y Buchenwald, el Olimpo, la ESMA y un demasiado largo etcétera.
Si es el Hijo de Dios, ¿por qué su padre celestial lo abandona?
Si es un simple humano, ¿por qué su creador lo abandona?
¿Es tan importante cumplir las promesas?
Para las personas no; para Dios, evidentemente, sí.
Todo está cumplido, ¿todo?
La muerte consuma la vida, le da cumplimiento y sentido.
El hijo de Dios muere como vulgar humano. No cualquier humano, el humano vencido, derrotado, crucificado.
Violenta muerte, injusta muerte, patética derrota, víctima inocente.
Como tantos otros miles de millones en la historia humana. Como los judíos, los pueblos originarios de América, los armenios, los aborígenes australianos.
Si Dios ha muerto ha sido junto a ellos y no hay excusas.
Para nosotros los cristianos ya no hay alternativa, o estamos junto a Dios y rechazamos todo tipo de muerte injusta o matamos a Dios junto a los sacerdotes.
Carlos A. Duarte
Salmo 31,1.5.11-12.14-16.24; Isaías 52,13- 53,12; Hebreos 4,12-16; 5,7-9; Juan 19,16b-30; Agenda Evangélica: Hebreos 9,15.26b–28