Ya marido y mujer, durante cierto tiempo, todos veían cómo la pareja compartía su vida marchando juntos en el espacio. Todo era apacible. Había armonía y felicidad.
Pero algo fue cambiando. Con el tiempo Antú se volvió desamorado y muy caprichoso, tanto que no aceptó la queja de Cuyén ante el primer reproche y reaccionó con violencia.
Ya separados, él siguió como único astro del día y dueño del universo. En cambio, ella, sola, taciturna, con la huella de las cicatrices en su cara, en sus rondas nocturnas solía acariciar la nieve, internarse en las frondas, besar con ternura las flores silvestres, y observar su tristeza en los lagos que la reflejaban o en los que recostaba su angustia.
Mas un día, sin rencores y dispuesta a perdonar, aceleró su viaje para encontrar a su amado antes de que él se ocultara para el reposo nocturno; y cuando estaba por rendirse ante su inolvidable Antú, descubrió cómo éste besaba apasionadamente al lucero de la tarde. Lloró tanto tanto, que sus lágrimas al caer en esa tierra de Neuquén formaron el lago Aluminé.
Por eso dicen que río y lago, desde su nacimiento, tienen la pureza y la dulzura de la diosa que los creó.