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109- CORDERO Y PANES ÁZIMOS
109- CORDERO Y PANES ÁZIMOS
Descripción:

Nos acusaron de herejes y de vulgares.Pero en los campos del Baoruco dominicano y en los barrios de Managua la gente descubría un nuevo rostro de Jesús de Nazaret, moreno y sonriente. Un tal Jesús fue primero una radionovela en doce docenas de capítulos. Nuestro desafío era grande: poner humor y lenguaje cotidiano en los esquemáticos relatos del Evangelio, presentar a Jesús como un hombre real apasionado por la justicia, reconstruir el escenario histórico y cultural en que vivió. Y a todo esto, ponerle un punto de sal latinoamericana.

Libreto:
Desde el domingo, después de lo del templo, no habíamos vuelto a asomar las orejas por Jerusalén. A Jesús lo buscaban por la ciudad y todos estábamos en peligro. Nuestro amigo Lázaro nos escondió a los doce y a las mujeres en un sótano de su taberna en Betania.

Lázaro - ¿Qué tal se vive en esta ratonera, eh, muchachos?

Juan - No está mal, Lázaro. ¿Qué más queremos? Techo, comi­da y amigos para conversar.

Lázaro - ¡Uff! Me quedo un rato con ustedes. Ah, caramba, ¿y qué extravagancia estará pensando esta pandilla de galileos? A ver, cuéntenme...

Pedro - Lo que estamos pensando es qué diablos vamos a hacer mañana, Lázaro, porque…

Santiago - ¡Psst! ¡Calla la boca, Pedro! ¡Si sigues gritando, lo que haremos será jugar a los dados en el calabozo!

Pedro - Bueno, pues lo digo bajito. ¿Qué es lo que vamos a hacer mañana?

Juan - Pues comer la Pascua, digo yo, como todos los buenos israelitas. Celebraremos la fiesta escondidos en una cueva si hace falta, pero la celebraremos, ¡qué caray!

María - Mañana ya la cena de la Pascua... Qué pronto han pasado los días, ¿verdad, muchachos?

Magdalena - Y dígalo, doña María.

Pedro - Miren, camaradas, si nos descuidamos nos vamos a quedar sin cordero. Nuestros paisanos son los primeros en comprar­los, se llevan los más gordos y luego vas tú y te quieren vender unos borregos que parecen un saco de huesos.

Comenzaba a oscurecer, pero no encendimos ninguna luz para no llamar la atención. Era miércoles 12 de Nisán. Al día siguiente, los galileos que habíamos ido a Jerusalén para la fiesta comeríamos la gran cena de Pascua.(1)

Lázaro - Amigos, perdonen que les eche arena sobre el fuego, pero yo pienso que ustedes no deberían celebrar aquí la cena.

Santiago - Yo estoy con Lázaro. Cada día que pasa esta taberna es un lugar más peligroso. Betania está repleta de peregrinos. Y donde hay mucha gente, hay muchas lenguas.

Lázaro - Con soplones o sin soplones, tarde o temprano vendrán a buscar aquí a Jesús. Y la noche de Pascua es buena ocasión para esos tipos. Saben que pueden encontrar a todas las palomas en el palomar. ¿Quieren mi consejo? Váyanse a otro sitio. Yo lo siento por Marta y María, que tenían muchas ganas de prepararles el cordero, pero no, éste no va a ser lugar seguro mañana jueves.(2)

Susana - Pues si no es aquí, ¿a dónde rayos nos vamos a me­ter, eh?

Pedro - ¡Yo tengo una idea!

Juan - ¡Psst! ¡No grites más, Pedro!

Santiago - ¿Qué has pensado, tirapiedras?

Pedro - Hablar con mi amigo Marcos. Él nos prestará su casa. No es muy grande, pero cabremos todos.

Juan - Eso es una locura, narizón. La casa de Marcos está muy cerca del palacio de Caifás.(3)

Pedro - Por eso mismo, Juan. ¿A quién se le va a ocurrir que nos tienen tan cerca? Es el último lugar en donde nos buscarán.

Santiago - Es verdad. Además, si el viernes vamos a juntarnos de­lante del palacio de Caifás, podemos ir viendo el terreno y ha­blando con los vecinos.

Susana - Pero, ¿ustedes no escarmientan? ¿O es que se les aflojaron los sesos? ¿Ustedes piensan armar otro alboroto como el del domingo?

Jesús - Claro, Susana. El viernes iremos donde Caifás y luego donde los otros grandes de Jerusalén y les diremos lo que hay que decirles. Ahora que hemos comenzado no podemos echarnos atrás.

Juan - Sí, Jesús, pero un lío como el del domingo no se puede repetir. Te juegas la cabeza, moreno.

Jesús - Nos la jugamos todos, Juan. Pero hay que ir adelante. El que no arriesga no pierde, pero tampoco gana.

Lázaro - Adelante sí, Jesús, pero entrando por aquí y saliendo por allá, como hace la culebra cuando camina. Ahora hay que ir con mucha astucia.

María - Ay, hijo, por Dios, ¿tú crees que pase algo malo? Cuando los oigo hablar así se me pone el corazón en la boca.

Jesús - No tengas miedo, mamá. Ya verás cómo todo va a salir bien. Dios meterá su mano por nosotros. Dios no va a fallarnos, estoy seguro. El guardián de Israel no duerme y no dejará que resbalen nuestros pies.

Pedro - Bueno, pues dicho y hecho. Mañana, antes de que amanezca, Juan, estamos tú y yo hablando con Marcos y comprando el cordero. Las mujeres, que madruguen también para ir a preparar la comida.

Lázaro - Y los que se queden aquí, ¡como muertos! ¡Con la boca cerrada hasta la hora de la cena!

El sol de aquel jueves empezaba a dorar las murallas de Jerusalén cuando Pedro y yo llegamos al templo. A pesar de la hora, había ya cientos de personas en la gran explanada de mosaicos blancos y tuvimos que abrirnos paso a empujones.

Juan - Ea, tirapiedras, tú entiendes más de animales. Elige tú el cordero.

Pedro - ¡Mira aquél, Juan! Parece una buena pieza. ¡Ven! ¡Eh, tú paisana!

Vendedora - ¿Qué pasa?

Pedro - Paisana, ¿cuánto me pides por el animalito éste?

Vendedora - ¡Catorce denarios y te lo llevas!

Pedro - ¿Catorce qué? ¡Mira tú, con ese dinero compro yo todo el rebaño! ¡No, no, no, toma, aquí tienes seis denarios y no ha­blemos más!

Vendedora - ¿Seis denarios? ¡Jamás de los jamases! ¡Dame doce y en paz!

Pedro - ¡Pero, qué dices! ¡De siete no paso!

Vendedora - ¡Escucha, narizón, porque me caíste bien, lo deja­mos en nueve y se acabó!

Al fin, compramos nuestro cordero. De un año, macho, sin nin­gún defecto, como mandaba la ley de Moisés. Con él a cuestas, su­bimos las gradas de mármol, atravesamos la Puerta Hermosa y nos fuimos acercando a codazo limpio hasta llegar al atrio de los israelitas. Cientos de galileos se agolpaban allí, esperando turno. Junto a la piedra de los holocaustos, los sacerdotes, con sus túnicas empapadas en sangre, degollaban uno tras otro los corderos que el pueblo presentaba como sacrificio de Pascua.

Pedro - ¡No empuje, paisano, que los cuchillos no van a perder el filo!

Viejo - Oye, tú, galileo, ¿tú no eres uno de los que estaban el domingo con el profeta de Nazaret?

Pedro - ¿Yo? Bueno, yo... la verdad...

Viejo - Sí tú mismo. Y tú también. A mí no se me despintan las caras. Soy de confianza, descuida. Yo me quedé ronco aquí en el Templo gritando hosannas con todos ustedes. ¡El día más gran­de de mi vida, sí señor! Bueno, si ustedes ven al profeta, díganle de parte de este viejo que en mi barrio todos andamos esperando la próxima. Si el domingo éramos mil, cuando vuelva a alzar la voz seremos cien mil. ¡Ah, caramba, quién me iba a decir a mí que antes de morir le vería las barbas al Mesías!

La mañana del jueves, mientras Pedro y yo estábamos comprando el cordero, las mujeres fueron a donde vivía Marcos en el barrio de Sión para preparar la comida de la noche. La casa de Marcos tenía dos plantas. En el piso de arriba, en un cuarto pequeño de paredes encaladas y suelo de madera, íbamos a celebrar la cena de la Pascua.

Susana - ¡Tú, Magdalena, a barrer bien la casa! Mete la escoba por todos los rincones, muchacha. Mira que está mandado que no quede ni una pizca de levadura por ningún lado.

Magdalena - ¡Uff! Yo digo que tanto barrer y barrer segurito que se le ocurrió a Moisés porque no era él el que tenía que darle a la escoba, sino su mujer, claro.

Susana - Esta masa ya está, María, mira.

María - Yo creo que te salió muy gorda, Susana. Échale un poquito más de agua, que después, sin la levadura, los panes que­dan muy duros.

Susana - No serán más duros que la cabeza de tu hijo, María. No hago más que decirme: pero, ¿cómo va a ser cierto que ese moreno que yo he visto nacer sea... sea... el Mesías, como gritaba la gente el domingo? ¿No será que en este país todo el mundo se ha vuelto loco, María? ¿Tú qué crees?

María - No sé, Susana, yo no sé ni qué pensar. Pero, mira, también parecía que nuestro pueblo se había vuelto loco allá en Egipto, cuando Moisés. Y la locura que tenían era que querían ser libres.

Susana - Ahí sí llevas razón. Cuando la gente busca la libertad es que Dios anda por medio. ¡Ay, hija, yo creo que a mí lo que me está flaqueando es la fe, Dios santo!

María, la madre de Jesús, y Susana, en cuclillas en el suelo amasaban la harina y el agua de los panes ázimos.(4) Según la tradición de nuestros padres, los panes que se comían en la cena pascual se preparaban sin levadura, en recuerdo del pan que las mujeres de Israel habían amasado con prisa, sin tiempo de esperar a que fermentara, la noche que salieron de Egipto.

Pedro - ¡Eh, mujeres, aquí está el rey de la fiesta!

María - ¡No armes tanto alboroto, Pedro! Nadie tiene que enterarse de que estamos aquí!

Pedro - Bueno, bueno, es que uno viene de esa gritería de la calle y se le olvida. Eh, ¿qué les parece el cordero? Salió ba­rato y, ya ven, pura carne.

Susana - Magdalena, muchacha, si ya acabaste de barrer, ayuda a Salomé a lavarlo, anda.

Pedro - ¡No le toques ni una tripa, María, que hoy hay que comérselo todo, hasta las pezuñas!

Mi madre y la magdalena comenzaron a preparar el cordero. En la noche de la Pascua se asaba al fuego, sin partirle ni un solo hueso. Había que comérselo entero, con entrañas y todo. Y lo que sobraba no se guardaba para el día siguiente, sino que se quemaba al amanecer.

Susana - ¿Se acordaron de traer la sangre para las puertas, Pedro?

Pedro - Aquí está. Vamos, Juan, ayúdame, y enseguida volve­mos a Betania. Tengo ganas de ver a Jesús para contarle.

Magdalena - Antes cuéntanos a nosotras, caramba.

María - ¿Qué hay por la ciudad, Pedro?

Pedro - ¿Qué hay? Que no se habla de otra cosa que de tu hijo, María. Todo el mundo se pregunta dónde diablos andará escondido. En el momento en que asome las orejas, toda Jerusalén se pondrá en pie como un solo hombre.

Juan - Dicen que ayer estuvieron dando pregones por las esquinas, para ver si salta algún soplón. Pero, qué va, el pueblo está con él. No hay por qué preocuparse.

Susana - ¡Basta ya de conversaciones, y a trabajar! ¡Ea, Pedro, a las puertas!

En la fiesta de la Pascua, pintábamos las hojas y el dintel de las puertas de las casas con la sangre del cordero sacrificado, igual que nuestros padres habían hecho en Egipto.(5) Aquella era la sangre de la alianza que Yavé, nuestro Dios, había sellado con su pueblo, al pasarlo aquella noche de la esclavitud a la libertad.

Magdalena - ¡Uff! ¡Cómo pica! A ver, un poco más de ce­bolla... ¡Está buenísima! El cordero va agradecer esta salsa más que la lluvia de primavera. ¡La verdad es que esta ensalada le quita el hipo al que lo tenga!

La tarde de aquel jueves, la casa de Marcos olía a panes recién hechos y a cordero asado. La magdalena había preparado las hier­bas que, según la tradición debían comerse aquella noche. Era una ensalada amarga en recuerdo de las lágrimas y los sufrimientos de nuestros padres en Egipto.(6) La madre de Jesús y Susana hicieron la salsa picante en la que se mojaba el pan. Una salsa roja, del mismo color de los ladrillos que los israelitas habían fabricado en tierras egipcias cuando eran esclavos del faraón.(7)

Marcos - ¡Bueno, a ver qué han hecho estas mujeres tanto tiempo juntas además de darle a la lengua!

Susana - ¡Ya está todo listo, Marcos!

Marcos - ¡Sí, sí, ya está todo listo, hasta los guardias! Maldita sea, pero, ¿cómo me habré dejado yo convencer por ese narizón de Pedro? ¡Mira que venir a meterse esta pandilla de agitadores en mi casa! Bueno, ustedes récenle alguna oración al arcángel Miguel para que nos preste su espada cuando vengan a llevarnos presos a todos, ¡ajajay!

María - ¡Psst, Marcos, no hagas bulla! Digo yo que cuándo acabarán de llegar los muchachos. Ya deberían estar aquí.

Susana - Esperarán a que sea un poco más oscuro. Tienen que tener cuidado. Las puertas de la ciudad están muy vigiladas.

Marcos - Bueno, bueno, ¿se ha acordado alguna de ustedes de lo más importante?

Magdalena - ¿Lo más importante? ¿Es que no tienes hocico? ¡El cordero estará listo dentro de un momento!

Marcos - Esta noche tan importante es el cordero como el vino. ¿A que se les olvidó?

Magdalena - ¡El vino! ¡Es verdad! ¡No tenemos vino! Y aho­ra, ¿a dónde vamos a ir a comprarlo?

Marcos - Tranquila, mujer, tranquila. ¡Abajo tengo una tinaja así de grande llena hasta el tope! ¡Nos podemos emborrachar todos y aún sobra para brindarle al profeta Elías cuando venga! ¡Esta noche hay que levantar las jarras bien alto y brindar por la liberación de nuestro pueblo!

Susana - Levantar la jarra y bajar la voz, Marcos, ¡caramba con­tigo, muchacho, qué escandaloso eres!

A pesar del miedo y del peligro, aquella tarde todos estábamos contentos, dispuestos a celebrar la fiesta más grande del año.(8) Es­perábamos contra toda esperanza que Dios metiera su mano por nosotros y que, en aquella Pascua, rompiera de una vez las cade­nas que hacían esclavo a nuestro pueblo.

Mateo 26,17-19; Marcos 14,12-16; Lucas 22,7-13.

1. La fiesta de la Pascua era la más solemne de las fiestas de Israel. Se celebraba en el primer mes del año judío, el mes de Nisán, correspondiente a una fecha situada entre mediados de marzo y mediados de abril. La fiesta duraba siete días, pero se consideraba día de Pas­cua el 14-15 de Nisán, cuando se comía la cena pascual. Las indi­caciones para celebrar la fiesta se transmitieron de genera­ción en generación y quedaron fijadas en el libro del Éxodo (12, 1-28). Desde varios siglos antes de Jesús, la fiesta de la Pascua quedó unida a la fiesta de los ázimos (Éxodo 13, 3-10). En su origen, antes de Moisés, la Pascua fue una fiesta de pastores, en la que se comía cordero, y la de los ázimos, una fiesta de agricultores, en la que se comía el pan de la nueva cosecha. Después de Moisés, ambas fiestas se relacionaron con la liberación del pue­blo de la esclavitud de Egipto. Y esto fue lo que Israel conmemoró durante siglos hasta los tiempos de Jesús. La Pascua era la fiesta de la independencia nacional. Una celebración patriótica y religiosa.

2. El centro de la fiesta de Pascua era la cena. Y en el centro de la cena estaba el cordero. En tiempos de Jesús, el cordero se compraba generalmente en los atrios del Templo y se sacrificaba allí mismo. Los sacerdotes, descalzos, con las vesti­duras propias del culto, degollaban ante el altar, uno tras otro, los corderos que los israelitas varones llevaban hasta el atrio. Después de que la sangre hubiera corrido ante el altar, como sacrificio agradable a Dios, devolvían las víctimas a sus dueños, que las llevaban a su casa o a hornos colectivos que había en las calles para asarlos.

3. Como el libro de los Hechos de los Apóstoles dice que las primeras comuni­dades cristianas se reunían a orar en casa de Marcos, una antigua tradición fijó allí el lugar donde Jesús habría celebrado la cena pascual en las vísperas de su muerte. Como ha sido imposible localizar este lugar en la Jerusalén de hoy, otra tradición más reciente sitúa el «cenáculo» en una amplia habitación de un segundo piso de un templo levantado en el monte Sión, al suroeste de la ciudad. En los bajos de este edificio los judíos veneran la tumba del rey David. Ni un lugar ni otro tienen autenticidad histórica.

4. El pan que se comía durante los siete días de las fiestas de Pascua debía amasarse sin levadura. Eran los «massot» o panes ázimos. Estaba también prescrito que se barrieran todos los rincones de las casas, para que no quedara ni un polvillo de levadura dentro. La mentalidad primitiva veía en el proceso de fermentación del pan un símbolo de descomposición y muerte. Por eso, la costum­bre de comer panes más «puros» en la fiesta. Los panes ázimos se hacían en forma de torta, algo gruesa. Recordaban los panes que los israelitas se habían llevado de Egipto en su huida, sin tener tiempo de esperar a que la masa creciera y fermentara.

5. En la noche de la cena de Pascua, algunos israelitas conservaban la antigua costumbre de señalar con la sangre del cordero sacrificado las puertas del lugar en donde se reunían para cenar. En la noche en que Israel había salido de Egipto, la sangre en los dinteles de las puertas fue la señal para distinguir las casas de los opresores de las de los oprimidos, para que Dios liberara a éstos y castigara a aquellos (Éxodo 12, 2-13).

6. En los días pascuales, los mercados de Jerusalén rebosaban de los productos típicos para la cena central de la fiesta. La verdura que estaba pres­crita para la ensalada era la lechuga. Pero podía hacerse también con achicoria, berros, cardos u otras hierbas amargas. La amargura era un recuerdo del dolor y las lágrimas del pue­blo cuando fue esclavo en Egipto.

7. La salsa o mermelada ritual de la cena pascual se llamaba «haroset». Se hacía con distintas frutas -higos, dátiles, pasas, manzanas, almendras-, varios condimentos -canela, sobre todo- y vinagre. Servía como aperitivo, untándola en pan. Su consistencia y su color recordaban a los israelitas la arcilla con la que sus antepasados esclavos en Egipto habían amasado ladrillos para las construcciones del faraón.

8. Los judíos continúan celebrando anualmente, hasta el día de hoy, la fiesta de la Pas­cua, con un rito bastante similar al que conoció Jesús, en cuanto a la comida, oraciones y cantos. Pascua, en hebreo «pésaj», significa «paso». Yavé pasó por Egipto en la noche de la liberación del pueblo. Pasó de largo por las casas de los hebreos señaladas con sangre y castigó a los egipcios y el pueblo liberado pudo así pasar por las aguas del Mar Rojo, del color de la sangre, hacia una nueva tierra.

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