Judas - Oigan, compañeros, como esto va para largo, habrá que comprar un poco más de vino, digo yo.
Marcos - No creo que haga falta, Judas. Tengo media tinaja más en la cocina.
Judas - Pero siempre es mejor que sobre a que falte, ¿no es eso?
Jesús - ¿Qué te pasa, Judas?
Judas - Nada, Jesús. ¿Qué me va a pasar?
Judas estaba muy nervioso. Jesús también, aunque trataba de disimularlo. Ya se lo había advertido yo, que el iscariote andaba muy raro desde hacía unos días. Por lo que pudiera pasar, me llevé la mano al cuchillo que tenía bajo la túnica y apreté con fuerza el mango.
Jesús - Siéntate, Judas. ¿No quieres un poco más de salsa? Está muy buena.
Jesús mojó un pedazo de pan en la salsa roja y se lo alargó a Judas...
Judas - Gracias, moreno. Bueno, entonces, yo voy a comprar alguna cosa que...
Juan - ¡Maldita sea, iscariote, tú no vas a ninguna parte!
Judas - ¿Qué te pasa, Juan? Déjame salir.
Jesús - Sí, Juan, déjalo que vaya.
Juan - Pero, Jesús...
Jesús - Déjalo salir, Juan. Judas, compañero, ve y vuelve pronto.
Judas abrió la puerta, se echó al hombro su manto de rayas y bajó lentamente la escalera de piedra que daba al patio. Jesús se quedó un rato silencioso, con la mirada perdida en el cuadro negro de la puerta. Era de noche.
Pedro - Pero, ¿qué diablos está pasando aquí caramba? ¡Hablen claro!
Marcos - Tú, Juan, ¿qué te traes con Judas? ¿Por qué no querías que saliera, eh? Vamos déjate de misterios.
Mateo - Hablen de una vez, caramba. ¿Qué es lo que quieren, que el cordero se nos atragante?
Volví a sentarme en el suelo mirando a Jesús, sin atreverme a decir nada.
Andrés - ¿Qué es lo que pasa, moreno? Desembucha, hombre.
Jesús alzó los ojos del plato. Nos miraba con tristeza, con preocupación.
Jesús - Cuando viene el lobo, cada oveja tira para su lado. Compañeros, las cosas se han puesto difíciles, más difíciles que nunca.
Jesús se quedó un momento callado. Su frente ancha estaba marcada de arrugas y empapada en sudor. Todos estábamos inquietos. La Magdalena comenzó a sollozar apretándose contra María.
Pedro - Diablos, Jesús, ¿por qué dices esto ahora?
Jesús - Porque cualquiera de nosotros puede fallar.
Andrés - ¿Por quién lo dices? ¿Por Judas?
Jesús - No. Lo digo por todos.
Andrés - ¡No lo dirás por mí, moreno! No, no me mires así...
Mateo - Ni por mí, supongo. Yo soy un cobarde, es verdad, pero yo... yo...
Pedro - ¡Que se hable claro de una vez, maldita sea! Está bien, está bien, cualquiera puede fallar. ¡Pues que cada cual responda por su pellejo! ¡Yo respondo por el mío, y te digo que aunque todos éstos se fueran ahora mismo y te dejaran solo, yo nunca! Lo juro por la Rufina y por todos mis hijos.
Jesús - No jures, Pedro.
Pedro - ¡Lo juro porque es verdad lo que digo! ¡Como que me llamo Simón!
Jesús - No, Pedro, tú también puedes fallar, igual que cualquiera. No te llenes la boca con juramentos. Sí, tú, tú… Si esta noche las cosas se pusieran feas, antes de cantar los gallos ya te habrías olvidado de que nos conocías.
Pedro - ¡Caramba contigo, moreno! ¡Eres tú el que no me conoce entonces! ¡A mí me matan antes de fallarte! ¡Llueve sobre mojado y juro sobre jurado! ¡Y todos ustedes son testigos!
Juan - Jesús, no seas aguafiestas, hombre. Claro que las cosas están malas, pero ten por seguro que aquí ninguno se va a echar atrás.
Magdalena - Lo que dice Juan, lo decimos nosotros también, ¡qué caray! Y no te pongas tan sombrío, Jesús, que ya la ensalada está bastante amarga.
No se me borra del recuerdo aquella hora. Jesús, con las piernas cruzadas sobre la estera, nos fue mirando a todos, uno a uno, y cuando empezó a hablar sentimos que sus palabras venían de lo más hondo de su corazón.
Jesús - Compañeros, quiero darles las gracias por todo lo que hemos podido hacer juntos durante este tiempo. El camino ha sido muy corto, pero muy difícil. Hasta aquí hemos estado unidos. Ustedes han sido mis amigos, han estado a mi lado en los momentos malos y en tantos buenos momentos. De verdad, los he querido con toda mi alma.
Jesús dejó caer las manos sobre las rodillas. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Jesús - Tenemos que seguir unidos, hasta el final, pase lo que pase.
María - Pero, Jesús, hijo, ¿por qué hablas así? ¿Qué es lo que va a pasar?
Jesús - No lo sabemos, mamá. Pero pase lo que pase, tenemos que mantenernos unidos y apretarnos unos contra otros. En grupo, siempre en grupo.
Entonces Jesús, con sus manos grandes y callosas, tomó una de las tortas de pan que había sobre la estera.
Jesús - Apretarnos unos contra otros, como se apretaron los granos de trigo para formar este pan. Las espigas estaban dispersas por las colinas y los montes y se unieron para hacer esta masa. Nosotros debemos estar unidos, así, igual que se unieron estos granos.
Jesús miraba el pan dorado y crujiente que las manos de su madre habían amasado, el pan ázimo de la fiesta grande de la Pascua.
Jesús - Amigos, nuestros padres comieron en Egipto un pan de aflicción. En una noche como ésta, también ellos sentían angustia y tenían miedo y se reunieron a comerlo de prisa, esperando el paso de Dios por aquella tierra de esclavitud y miseria. Y Dios pasó y aquel pan fue para ellos un pan de libertad. Durante muchos meses hemos anunciado la buena noticia de que Dios está de nuestra parte, de que Dios nos escogió a nosotros, los pobres de este mundo, para darnos su Reino, a nosotros que hemos amasado con sudor y con lágrimas este pan. Durante muchos meses hemos luchado para que las cosas cambien, para que el pan llegue a todos. Puede que ésta sea la última vez que comemos juntos... Está bien, no importa. ¡Pongo mi suerte en las manos de Dios y pongo mi vida en este pan! Acuérdense de mí cuando se reúnan para compartirlo. Cuando lo hagan, yo siempre estaré con ustedes.
Jesús partió la torta de pan ázimo en muchos pedazos y todos comimos un trozo.(1) Después agarró con mano firme una garrafa y llenó con ella la jarra que tenía delante. En el vino, rojo y fresco, se reflejaban las luces de las lamparitas.
Jesús - ¿Cómo podremos pagar al Señor todo lo bueno que nos ha hecho? ¡Alzaremos esta copa de liberación y nos alegraremos en su nombre! Amigos, cuando Dios sacó a nuestros padres de la esclavitud de Egipto, los llevó a la montaña del Sinaí y allí hizo una alianza con ellos. Un pacto de sangre. Con la sangre de muchos animales, Moisés roció al pueblo. Ya no hace falta la sangre de más animales. Este vino está hecho con el jugo de muchas uvas pisadas y aplastadas en el lagar. Es la sangre de todos los inocentes que han muerto, volviendo sus ojos al cielo, sin saber por qué morían. Es la sangre de todos los que han caído luchando por la libertad de sus hermanos. Yo también pongo mi sangre en este vino. Con esta sangre Dios hace una nueva alianza para liberar al pueblo de todas las esclavitudes.(2)
Jesús me pasó la jarra llena hasta los bordes y yo la pasé a Pedro y Pedro a María... Todos bebimos un trago de aquel vino fuerte y oloroso.
Jesús - Sí, de verdad, yo siempre estaré con ustedes y ustedes siempre estarán conmigo, como estamos esta noche comiendo del mismo pan y bebiendo de la misma jarra.(3) Tenemos que queremos mucho unos a otros, estar dispuestos a jugarnos la vida por los demás. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por su pueblo. Sí, tenemos que estar dispuestos a que partan nuestro cuerpo como se parte el pan y a que derramen nuestra sangre, como se derrama el vino. Hoy celebramos la fiesta de la liberación de nuestro pueblo. No podemos perder la esperanza en Dios. También nosotros, un día, alcanzaremos la libertad.
María - Ay, hijo, no sé, pero has estado hablando como si te despidieras.
Jesús - Mamá, ya les dicho que las cosas están mal.
Juan - Jesús, por Dios, no des más rodeos y dilo de una vez.
Pedro - ¡Dale con lo mismo! Pero, ¿qué es lo que pasa, hombre?
Todos teníamos los ojos clavados en Jesús.
Jesús - Compañeros... ha habido traición.
Pedro - Pero, ¿qué dices? ¿De quién estás hablando? De Judas, ¿verdad?
Juan - Sí, sospechamos de él. El iscariote anda muy extraño estos días. ¿O es que ustedes no tienen ojos?
Pedro - Y, ¿a dónde ha ido ese condenado, eh? ¿Dónde ha ido?
Jesús - No lo sabemos, Pedro. No sabemos qué planes tiene.
Mateo - Si hubiera sido yo... Yo que tan buenos amigos he tenido siempre entre los de arriba. Pero, Judas, ¿por qué él?
Todos miramos a Mateo, el cobrador de impuestos. Con los ojos brillantes, parecía pedirnos perdón a todos por una traición que había tenido siempre al alcance de la mano, mucho más que ninguno de nosotros.
Marcos - Ahora no importa por qué lo ha hecho. Ahora lo que importa es irnos de esta casa enseguida.
Pedro - ¡Es verdad! Si Judas ha ido a dar el soplo, vendrán a buscarnos aquí.
Marcos - ¡Arriba, no hay tiempo que perder!
Andrés - Al diablo contigo, moreno, ¿por que no lo dijiste antes ¡A estas horas ya estarán siguiéndonos la pista!
Marcos - ¡Pronto, agarren los mantos y vámonos!
María - Pero, ¿a dónde... a dónde se van a ir?
Magdalena - ¡Ay, Dios bendito, ampáranos!
Marcos - La mujeres que se queden. Con ustedes no va a meterse nadie. Aquí estarán más seguras. ¡Nosotros al monte, al huerto ése que tengo yo por el Cedrón! Allí hay grutas para escondernos.
Pedro - Es buena idea, Marcos.
Marcos - No se hable más. Esta noche hay que pasarla fuera de esta casa. Y les digo una cosa: mañana, antes de que amanezca, se van para Galilea. Yo me encargo de sacarlos de la ciudad. Aquí en Jerusalén no pueden quedarse ni un día más.
Magdalena - ¡Sí, a Galilea! ¡Esta ciudad está maldita por las cuatro puntas!
Jesús - Yo no voy a volver a Galilea. Aún nos quedan muchas cosas por hacer en Jerusalén.
Andrés - ¡Oye, moreno, no seas loco!
Marcos - Jesús, si sacas la cabeza te agarrarán y si Judas se ha ido de la lengua, te buscarán hasta encontrarte.
María - Pero, Dios mío, ¿cómo va a ser posible que ese muchacho haya hecho una cosa así?
Marcos - No le des más vueltas, María. Sea lo que sea, lo que hace falta es largarse de aquí ¡Ea, vámonos ya!
Juan - ¡Pedro, agarra esas dos espadas por lo que pueda pasar!
Pedro - ¡Maldición con Judas! ¡Lo haría pedazos!
Marcos - Iremos por el camino más corto. Ustedes tranquilas, mujeres, que a ustedes no les pasará nada. ¡Y no se les ocurra decirle a nadie dónde estamos! ¡Ni al mismísimo ángel del cielo que venga! ¡Andando, compañeros! ¡Y separados, sin formar grupo! ¡Vamos, pronto!
Salimos de prisa, sin mirar atrás, como lo habían hecho nuestros padres la noche en que Dios pasó por Egipto, con mano fuerte y brazo extendido, para sacarlos de la esclavitud del faraón.
Mateo 26,26-35; Marcos 14,22-31; Lucas 22,19-23 y 31-38; Juan 13,21-38 y 15,4-15.
1. Era habitual en todas las comidas que quien presidía la mesa, generalmente el padre de familia, partiera el pan y diera un trozo a cada comensal. Lo mismo con el vino. Se usaba una copa común, que pasaba de mano en mano durante la comida y de la que todos bebían. Estos gestos no eran ni especiales ni «misteriosos». Eran algo totalmente cotidiano y todos los que cenaron con Jesús en la noche de la Pascua lo habían visto hacer desde la infancia. Además de ser gestos familiares a todos, se entendía que al comer el pan y al beber el vino todos participaban de la bendición pronunciada antes de distribuirlos.
Era costumbre en la cena de Pascua que quien presidía la celebración -el padre de familia, o si no estaba, la madre o el de más edad en el grupo-, explicara paso a paso el rito de la cena pascual a los demás. El más joven preguntaba al mayor el significado simbólico de las oraciones, del cordero, de los panes. Y el de más edad explicaba el sentido de cada cosa. Las palabras de Jesús en la cena, dando al pan y al vino el sentido de ser su cuerpo y su sangre, hay que encuadrarlas en esta costumbre de siglos. No estuvieron aisladas del resto del rito pascual. Era coherente con las tradiciones de la cena que quien presidía explicara qué significado tenía el pan y el vino que estaban comiendo reunidos aquella noche.
2. De los textos que se conservan sobre la última cena de Jesús y de las palabras dichas por él aquella noche, a partir de las cuales los cristianos empezaron a celebrar la fracción del pan, que después llamaron eucaristía, el más antiguo de todos es el que recoge Pablo (1 Corintios 11, 23-25). En la fórmula que conservó Pablo se habla de la nueva alianza. En un momento fundacional en la historia de Israel, Moisés roció al pueblo con la sangre del sacrificio de novillos inmolados en el monte Sinaí y consagró a los israelitas como pueblo de Dios (Éxodo 24, 1-8). En la teología cristiana, Jesús, con su vida entregada hasta el derramamiento de la sangre, inauguró una nueva alianza entre Dios y los hombres. Alianza porque la fe de los cristianos debe ser un compromiso. Nueva porque con Jesús todos los cultos y sacrificios de la religión antigua han quedado superados.
3. Israel y otros pueblos orientales creían que comer juntos unía a los comensales en comunidad. Comer juntos vinculaba a unos con otros y era signo de una fraternidad que permanecía más allá del momento de la comida. Cuando el que presidía la mesa bendecía el pan, para dar inicio a la comida, quedaba constituida la comunidad.