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121-- EL CAMINO DEL GÓLGOTA
121-- EL CAMINO DEL GÓLGOTA
Descripción:

Nos acusaron de herejes y de vulgares.Pero en los campos del Baoruco dominicano y en los barrios de Managua la gente descubría un nuevo rostro de Jesús de Nazaret, moreno y sonriente. Un tal Jesús fue primero una radionovela en doce docenas de capítulos. Nuestro desafío era grande: poner humor y lenguaje cotidiano en los esquemáticos relatos del Evangelio, presentar a Jesús como un hombre real apasionado por la justicia, reconstruir el escenario histórico y cultural en que vivió. Y a todo esto, ponerle un punto de sal latinoamericana.

Libreto:
Soldado

- ¡Fuera, sarnosos, fuera! ¡Maldita chusma!

¡Detrás de ellos van a ir todos ustedes a la

cruz! ¡Dejen el paso libre, desgraciados!

Varios soldados romanos, a caballo, empuñaban sus látigos

tratando de dispersar a la multitud que se apretujaba junto

a los portones de la Torre Antonia. La sentencia de muerte

de Jesús ya estaba firmada. Llenos de ira y de decepción,

no nos resignamos fácilmente y continuamos protestando

delante de la fortaleza romana.

María

- ¡Ya no podemos hacer nada, Juan, nada!

Juan

- ¡Canallas, canallas!

Magdalena - ¡Las pagarán todas juntas, sinvergüenzas,

romanos de mala madre!

La magdalena, enfurecida, no dejaba de gritar. Yo estaba

con ella y con las otras mujeres muy cerca de la puerta

principal del Enlosado. María, la madre de Jesús, con los

ojos enrojecidos, se arañaba la cara, llorando sin

consuelo. Susana y Salomé la sostenían. Había llegado la

hora mala de acompañar a los condenados hasta el lugar del

último suplicio. Los soldados luchaban a empujones y a

latigazos contra la multitud enardecida.

Hombre

Juan

Soldado

- ¡Pilato asesino!

- ¡Abajo Caifás y toda su pandilla!

- ¡Acaba de una vez con esa chusma! ¡Échales

encima los caballos! ¡Fuera de aquí, malditos!

¡Despejen la calle!

Descargados con furia por los soldados, los látigos

restallaban sobre las piedras mojadas y hacían huir entre

alaridos a la gente. Pero cuando los caballos se alejaban

un poco, la multitud volvía a agolparse. Roncos de gritar,

empapados por aquella lluvia terca que no cesaba de caer

sobre la ciudad, desafiamos a los soldados hasta el último

momento.

Hombre

- ¡Asesinos! ¡La sangre del profeta caerá sobre

sus cabezas!

Juan

- ¡Algún día le cortaremos las alas al águila

romana!

Mujer

- ¡Y derribaremos la Torre Antonia!

Magdalena - ¡Desde los cimientos!

En el Enlosado, la tropa, con sus corazas de metal y sus

mantos rojos, rodeaba a Jesús y a los dos zelotes para

impedir que la avalancha rompiera el cerco y se lanzara

sobre ellos. Ya iba a ponerse en marcha el piquete.

Soldado

- ¡Tengan su trofeo, malditos! ¡Ustedes se la

buscaron, pues a cargar con ella! ¡Arriba los

brazos! ¡Vamos, tú!

Entre la nuca y los brazos, como si fuera un yugo, los

soldados les amarraron los palos transversales de las

cruces a los tres condenados a muerte.(1)

Soldado

- ¡Ahora tú, desgraciado!

Dimas y Gestas eran dos muchachos tan jóvenes como Jesús.

(2) Habían estado pocas horas en los calabozos de la

fortaleza romana y, aunque torturados, no habían pasado por

el terrible suplicio de los azotes.

Soldado

- ¡Te toca el turno, nazareno!

Los dos sostuvieron bien el madero, pero Jesús no pudo con

él. Se tambaleó. El peso de aquel palo negro, manchado con

la sangre de otros crucificados, fue demasiado para él y

cayó de bruces sobre las piedras del patio.

Soldado

- Pero, ¿de qué pasta está hecho este «profeta»?

¡A ver, levántate! Trae una cuerda, tú.

Entre dos

soldados pusieron

a Jesús

en pie,

sin

desenyugarle los brazos del madero. El centurión le pasó

entonces una gruesa cuerda por la cintura para tirar de él

y la amarró a la silla de uno de los caballos.

Soldado

Soldado

- ¡Sooo! ¡Caballoo!

- ¡Andando! ¡Al Gólgota!

Cuatro soldados, a caballo, chasqueando sus látigos a un

lado y a otro, abrían la marcha. Entre ellos, el pregonero,

haciendo sonar una matraca, anunciaba a toda la ciudad el

delito de los reos. Detrás, Dimas, Gestas y Jesús, con los

palos de las cruces sobre los hombros, custodiados por una

doble fila de guardias.

Mujer

- ¡Arriba el profeta de Galilea!

Cuando Jesús atravesó el portón del Enlosado y salió a la

calle, la gente comenzó a aplaudir y los aplausos crecieron

incontenibles entre la multitud. El pueblo, que lo quería y

que sólo unos días antes lo había aclamado en el templo,

tan cerca de aquella odiada fortaleza romana, trataba de

alentarlo y darle fuerzas en su camino a la muerte.

Hombre

Mujer

- ¡Has sido un valiente, nazareno!

- ¡Que el Señor te sostenga hasta el final y que

se apiade de nuestro pueblo!

Juan

- ¡Desgracia de país! Todos los que dicen la

verdad terminan mal!

La tropa que acordonaba a los sentenciados, temerosa de una

revuelta, nos empujaba con los escudos. Muchos, resbalando,

caían al suelo. Apretados por una masa incontenible, sin

importarnos las armas romanas, echamos a andar detrás de

los condenados. Cuando el piquete enfiló la calle del

mercado, Poncio Pilato, que lo había presenciado todo desde

uno de los balcones, cerró con desgana la ventana del

pretorio.

Pilato

Soldado

Pilato

Soldado

- ¡Uff! ¡Por fin!

- Gobernador, ahí fuera hay un grupo de

magistrados que desean hablar con usted.

- ¿Y qué es lo que quieren ahora?

- Es en relación con lo que usted mandó escribir

en la tablilla de cargos del prisionero.

Al salir del Enlosado, Jesús, como todos los condenados a

muerte, llevaba al cuello una tablilla de madera con la

causa de su sentencia.(3) En aquel letrero se podía leer

esta frase: «El rey de los judíos», escrita en latín, en

griego y en hebreo.

Magistrado- Nos parece de capital importancia aclarar este

punto.

Pilato

- ¿Qué punto, maldita sea?

Magistrado- No es correcto que su excelencia haya mandado

escribir: «El rey de los judíos».

Pilato

- ¿Y se puede saber por qué no es correcto?

Magistrado- Todos nosotros creemos que hubiera sido mejor

escribir: «Este ha dicho: yo soy el rey de los

judíos». Usted lo comprenderá, gobernador: ¿cómo

va a ser rey ese piojoso? Precisamente su delito

es «haberse declarado» rey. ¿Me he explicado,

excelencia?

Pilato

- Usted se ha explicado muy bien. ¡Pero yo estoy

harto de ese galileo y de todos ustedes! ¡Así

que, váyanse al infierno todos! ¡Lo escrito,

escrito está, y no pienso cambiar ni una sola

letra!

Pregonero - ¡Así terminan todos los que se rebelan contra

Roma! ¡Así terminarán sus hijos si siguen

conspirando contra el águila imperial! ¡Viva el

César y mueran los rebeldes!

El pregonero, un hombre bajito y calvo, ahuecaba las manos

junto a la boca, anunciando a todos el delito de los

prisioneros. Su voz gangosa se perdía en el griterío de la

multitud agolpada a lo largo del camino que los condenados

a muerte tenían que recorrer. En una esquina descubrí a

Pedro y a Santiago. Me miraron con ojos de espanto,

derrotados. Más adelante vi también a otros del grupo,

perdidos entre la gente.

Hombre

- Ahora sí que se le acabó el cuento a este

«Mesías».

Magistrado- ¡Bendito sea Dios que hemos podido cortar por

lo sano!

Hombre

- Mire la chusma, magistrado. Si esto hubiera

seguido así, no sé a dónde hubiéramos ido a

parar.

El cortejo había avanzado muy poco trecho cuando Jesús, que

iba el último, agotado hasta el extremo, cayó sobre el lodo

resbaladizo de la calle.

Mujer

Soldado

Soldado

Soldado

-

-

-

-

Pero, ¿no les da lástima de ese hombre?

¡En pie, nazareno, que tenemos prisa! ¡Vamos!

Este no puede dar un paso más. ¡Está reventado!

Ya verás que sí. ¡Toma!

Dos soldados le entraron a puntapiés a Jesús para que se

levantara. El que sostenía la cuerda tiró de ella,

intentando izarlo. La gente se arremolinó a su alrededor.

Entonces nos acercamos un poco más. A través de la túnica

hecha jirones, pudimos verle el cuerpo machacado, hecho una

llaga.

Soldado

- Quítale el leño de encima, a ver si se levanta

de una vez.

Soldado

- Este hombre está muriéndose...

El centurión mandó quitarle el madero

Jesús, en el suelo, jadeaba ahogándose.

de

los

hombros.

Soldado

- Así no va a llegar al Gólgota. Se nos muere

el camino.

Soldado

- ¡Nada de eso! ¡A éste hay que colgarlo de

cruz! ¡Son las órdenes! Eh, tú, tú... sí,

mismo, el grandote ése... ¡Ven acá!

Cireneo

- ¿Qué pasa conmigo?

Soldado

- Ya puedes ir quitándote el manto.

Cireneo

- Pero, si yo no he abierto la boca. Yo no

hecho nada.

en

la



he

Soldado

Cireneo

Soldado

acá!

-¡Lo vas a hacer ahora, imbécil! ¡Vamos, a cargar

con este palo! Esta piltrafa tiene que llegar

viva allá afuera.

- Oiga usted, soldado, yo vengo de arar mi campo.

¡Le juro que en mi vida me he metido en política!

- ¡Al diablo con este tipo! ¡Guardias, tráiganlo

Simón, un campesino ancho y fuerte de la región de Cirene,

con la piel curtida por el sol, quiso escabullirse entre la

gente, pero dos soldados lo agarraron enseguida y lo

trajeron a empujones.(4) El centurión lo obligó a cargar

con el leño que Jesús había llevado hasta allí.

Cireneo

- ¡Maldita sea! ¿Pero que habré hecho yo para que

me metan en esto?

El piquete de ejecución siguió su camino bajo la lluvia.

Simón, con el palo de la cruz a cuestas, iba detrás de

Jesús, que andaba casi arrastrándose. Sus pies, descalzos y

heridos, resbalaban continuamente en la calle mojada. Al

llegar al barrio de Efraín, ya cerca de las murallas de la

ciudad, en la esquina que llaman de la Higuera, vimos a un

grupo de mujeres de la Cofradía de la Misericordia, con sus

mantos negros empapados en agua, llorando y dándose fuertes

golpes de pecho.(5)

Mujeres

- ¡Ten compasión de ellos, Dios de Israel! ¡Ten

piedad de los reos! ¡No te acuerdes de sus muchos

pecados!

El piquete se detuvo. Era la costumbre. Aquellas mujeres,

de las clases más ricas de la capital, salían a la calle,

por caridad, a llorar por los condenados con grandes gritos

y lamentos. Jesús alzó la cabeza. Con sus ojos hundidos,

cubiertos de sangre, intentó mirarlas...

Mujeres

Jesús

Soldado

- ¡No te acuerdes de sus pecados, Dios de Israel!

¡Perdona sus rebeldías!

- ¡Mejor sería que lloraran por ustedes mismas y

por sus maridos, que son los culpables de que

esto pase! ¡Y prepárense, señoras, que si así le

han hecho a los árboles verdes, a los que son

árboles secos les pasará mil veces peor!

- ¡Cállate la boca! ¡Mira con lo que sale éste

ahora! ¡Vamos! ¡Caminen, caminen! ¡En marcha!

Cuando llegamos a la Puerta de Efraín, la multitud se

apretujó para poder salir de la ciudad detrás de los

condenados.(6) Pero los soldados se metieron por medio y

con sus lanzas atravesadas no nos dejaban pasar.

Soldado

- ¡Por aquí no se puede! ¡Está prohibido!

¡Ordenes del gobernador!

Soldado

- ¡Dense la vuelta y lárguense a sus casas! ¡Se

acabó la fiesta!

Pero la gente empujó con fuerza y en el primer momento los

soldados, desconcertados, tuvieron que apartarse. La

magdalena, María y yo, logramos atravesar el cerco y pasar

al otro lado de la muralla con un puñado de hombres y

mujeres. María echó a correr hacia Jesús, que había caído

nuevamente al suelo. Se inclinó y trató de levantarlo.

María

Soldado

María

- Jesús, hijo...

- Déjalo, mujer, no puedes acercarte.

- Soy su madre. Jesús...

Jesús, haciendo un gran esfuerzo, se irguió lentamente para

mirar a su madre. Luego se desplomó sin fuerzas sobre la

tierra mojada. Dos soldados apartaron a María de un

empujón. En la cima pelada del Gólgota, sólo cubierta de

hierbajos secos, ya estaban levantados los palos de las

cruces.

Mateo 27,31-32;

19,17.

Marcos

15,20-21;

Lucas

23,26-32;

Juan

1. Era costumbre de los romanos que el reo que iba a ser

ajusticiado llevara hasta el lugar del suplicio no la cruz

entera, como suele aparecer en las imágenes, sino sólo el

palo transversal, al que se llamaba «patibulum». Este

leño, a menudo de madera de olivo, era colocado tras la

nuca, sobre los hombros, y debía ser sostenido con los

brazos, que eran amarrados a él, como si fuera un yugo.

Para un hombre que había sido torturado, aquella postura

resultaba dolorosísima. Esto explica la enorme fatiga que

sufrió Jesús y que llevó a los soldados a pedir la ayuda

de Simón de Cirene.

2. Con Jesús fueron llevados a crucificar dos zelotes. No

eran simples ladrones, eran reos políticos. La palabra

griega empleada en el evangelio es «lestai», la misma que

se usaba para designar a los militantes de este grupo

guerrillero. Los nombres de Dimas y Gestas no son

históricos. Los maderos que llevaron sobre sus hombros los

tres condenados a muerte de aquel día rezumarían la sangre

de otros muchos condenados. Jesús no fue el único

crucificado de la historia. Ni siquiera aquel día su caso

fue excepcional.

3. Sobre una tablilla, llamada el “título”, se escribía la

razón por la que el reo era condenado. La llevaba un pre-

gonero delante del reo o se colgaba al cuello de éste.

Atravesar las calles de la ciudad con el patíbulo en los

hombros y el título al cuello era la última humillación a

la que se sometía al reo antes de su muerte. Se hacía así

para que sirviera de escarmiento y advertencia a posibles

futuros alborotadores. La tablilla que llevó Jesús,

escrita por Pilato, señalaba con esta fórmula la razón de

la condena: “Jesús el Nazareno, el rey de los judíos”.

Así, la acusación última contra Jesús fue de tipo

político. La tablilla indicaba que era ajusticiado por

pretender ser el representante del pueblo de Israel. En

“rey de los judíos” los contemporáneos de Jesús leían el

“Mesías”. Políticamente,

el «rey» de los judíos era

entonces el César de Roma y pretender cualquier liderazgo

al margen de esta realidad, era atentar contra el imperio.

El título de Jesús fue escrito en tres lenguas: hebreo,

latín y griego. En la lengua de Israel, en la lengua del

imperio y en la

lengua de los griegos, extranjeros presentes durante las

fiestas. Era importante para Roma que esta tablilla fuera

bien comprendida por los miles de visitantes que había en

Jerusalén. Debía quedar bien claro para todos el poder con

que Roma castigaba a los agitadores. El INRI que aparece

en la tablilla

de casi todos los crucifijos es la

abreviatura de la condena escrita en latín: «Iesus

Nazarenus Rex Iudaeorum».

4. El evangelio de Marcos precisa que Simón de Cirene era

padre de Alejandro y Rufo (Marcos 15, 21). Seguramente

estos dos muchachos formaban parte de las comunidades

cristianas para las que se escribió este evangelio. En una

de sus cartas, Pablo menciona a un tal Rufo, que podría

ser el hijo de este Simón (Romanos 16, 13). Cirene, su

lugar de origen, era una zona de África, situada donde hoy

está Libia. En aquella colonia extranjera, que había sido

griega y que después fue provincia romana, habitaban

muchos judíos. Algunos venían a las fiestas de Pascua y

otros, nacidos allí, residían en Jerusalén habitualmente.

5. Las damas de Jerusalén formaban una especie de cofradía

benéfica. Además de dar limosna, tenían la obligación de

rezar por la conversión de los condenados a muerte y de

llevarles al patíbulo vino mezclado con incienso, que

actuaba como narcótico, para atenuar sus dolores.

6. El camino que Jesús recorrió hasta el Calvario, el

viacrucis, iba desde la salida de la Torre Antonia, al

lado del Templo y, atravesando la ciudad por los barrios

del norte, llegaba hasta la Puerta de Efraín, por la que

se salía fuera de las murallas, donde estaba la colina del

Gólgota. Actualmente, una larga y retorcida calle de

Jerusalén, empinada como todas las de la vieja ciudad,

lleva el nombre de Vía Dolorosa. Termina en la Basílica

del Santo Sepulcro. Resulta difícil asegurar que el

trazado de esta calle corresponda al recorrido exacto que

hizo Jesús hace dos mil años. A lo largo de la Vía

Dolorosa, distintas iglesias y lugares recuerdan las 14

estaciones que la tradición, desde hace siglos, fijó como

pasos en el camino de Jesús a la cruz. Algunas de estas

estaciones tienen base en los textos del evangelio y otras

-la Verónica, el encuentro con María y las tres caídas-

tienen su origen en la tradición cristiana.

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