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120- ESTE ES EL HOMBRE
120- ESTE ES EL HOMBRE
Descripción:

Nos acusaron de herejes y de vulgares.Pero en los campos del Baoruco dominicano y en los barrios de Managua la gente descubría un nuevo rostro de Jesús de Nazaret, moreno y sonriente. Un tal Jesús fue primero una radionovela en doce docenas de capítulos. Nuestro desafío era grande: poner humor y lenguaje cotidiano en los esquemáticos relatos del Evangelio, presentar a Jesús como un hombre real apasionado por la justicia, reconstruir el escenario histórico y cultural en que vivió. Y a todo esto, ponerle un punto de sal latinoamericana.

Libreto:
Era cerca del mediodía. Con una multitud de peregrinos galileos y de vecinos de Jerusalén, apiñados frente a la Torre Antonia, seguíamos pidiendo a gritos la libertad para Jesús.

Centurión - ¡Si no se callan, daré orden a mis lanceros de atravesarlos a todos como a perros!

Las amenazas del centurión no lograban calmar los ánimos. Tampoco la lluvia que seguía cayendo, fina y persistente, sobre la ciudad de David, mojándolo todo y calándonos hasta los huesos. El cielo estaba completamente cerrado, tanto como las ventanas y las puertas de la fortaleza romana, donde se protegía el goberna­dor Poncio Pilato.

Centurión - Gobernador: el pueblo sigue muy excitado.

Pilato - No hace falta que venga a decírmelo, centurión. Desde aquí, oigo perfectamente la bulla.

Centurión - ¿Los disuelvo, gobernador?

Pilato - ¡Los disuelves y volverán a juntarse! ¡Son como una pla­ga de mosquitos: matas uno y vienen cien, matas cien y vienen mil! ¡Tercos! Estoy hasta el último pelo de esta gente. Hace siete años que levanto cruces y los clavo en ellas y les tapo la boca con piedras y tierra, y ahí tienes los resultados: ¡nada! ¡No se consigue nada! ¡Maldito pueblo!

Un grupo de soldados arremetió contra la muchedumbre enardecida. Pero enseguida se congregó una multitud mayor.

Centurión -¿Los disuelvo, gobernador?

Pilato - ¿Qué diablos pasa ahora? Ya les solté un preso, el que ellos pidieron. ¿Qué más quieren?

Centurión - Siguen con lo mismo, gobernador. Los de atrás pidiendo la libertad para ese fulano de Nazaret. Los de delante, pi­diendo la muerte.

Pilato - Pues que se las entiendan ellos entonces y a mí que me dejen en paz. Entrégales el prisionero. Y que hagan con él lo que quieran.

A esa misma hora, en una casucha del barrio de Ofel, Judas, el de Kariot, discutía con uno de los líderes zelotes.

Judas - ¡Ustedes me lo prometieron y ahora no pueden echarse atrás!

Zelote - Pero, Judas, compañero, compréndelo. Ha habido como cincuenta heridos frente al palacio de Herodes. Hasta a un niño le cortaron las manos de un tajo. Yo lo vi.

Judas - No me importa lo que viste, sino lo que ustedes me prometieron antes.

Zelote - Pero antes no estaba la ciudad como está ahora. Jerusalén parece un cuartel. Hay más soldados que nunca. Ni cuando lo de la torre de Siloé salieron tantos a la calle. Al que se mueva...

Judas - Frente a la Torre Antonia hay miles de personas gritando. Só1o necesitan armas. ¿Dónde están? ¡Ahora es el momento de hacer algo!

Zelote - Ahora es el momento de estarse quietos, Judas, y espe­rar a que pasen las fiestas.

Judas - Maldita sea, pero ¿no decían ustedes mismos que había que aprovechar esta oportunidad?

Zelote - Sí, es verdad, pero, ya ves, los planes han cambiado. Compañero: hay que ser realistas.

Judas - ¿Realistas? ¡Cobardes! Eso es lo que son ustedes, cobardes y traidores. Ustedes me han traicionado. Yo entregué a mi jefe porque era necesario para levantar al pueblo. ¿Qué hago yo ahora, eh? ¿Qué hago yo ahora?

Zelote - Tranquilízate, Judas. Sí, tú hiciste lo que pudiste. No­sotros también. Pero la política es así, como un juego. A veces se gana, a veces se pierde.

Judas - Ese juego le ha costado la vida a un hombre, ¿me oyes?

Zelote - Créeme que lo siento, compañero. Lo siento de veras. Jesús era un buen tipo, sí, pero ahora... ahora ya no podemos ha­cer nada por él.

Judas - ¡Maldita sea, si ustedes no hacen nada, yo sí que voy a hacer, ahora verás lo que voy a hacer!

Zelote - ¡Espérate, compañero, espérate!

El gobernador Pilato dio un portazo y bajó rápidamente las esca­leras de la fortaleza hasta llegar al patio Enlosado donde una masa de hombres y mujeres gritábamos furiosamente desde hacía un buen rato. También el gobernador estaba encolerizado. Cuando lo vimos entrar, creció el alboroto.

Hombre - ¡Libertad para Jesús! ¡Libertad para los presos!

Juan - ¡Pilato tendrá que dar su brazo a torcer!

Magdalena - ¡Y si no lo tuerce, se le van a reventar las orejas, ca­ramba, porque al moreno tienen que soltarlo! ¡Y tú, María, deja ya de lloriquear y ponte a gritar con todos, vamos!

Juan - No te desesperes, María, que a Jesús no pueden hacerle nada... ¡para eso estamos nosotros aquí!

Cada vez se juntaba más gente frente a los portones de la Torre Antonia. María, la madre de Jesús, y la otra María, la magdalena, estaban conmigo, una a cada lado. Tratamos de avanzar entre aquel mar de cabezas, pero la camarilla de los sacerdotes y la barrera de los soldados no nos dejaban llegar adelante.

Magdalena - Demonios, ¿cuánto le habrán pagado a estos ba­bosos?

Juan - Déjalos que chillen, magdalena. ¡Nosotros somos mayo­ría! ¡Pilato tendrá que hacernos caso a nosotros!

Hombre - ¡Eh, amigo, andan diciendo que el gobernador ha dado orden de soltar al nazareno!

Magdalena - ¿De veras, paisano?

Hombre - ¡Sí, sí, parece que lo van a sacar fuera!

Magdalena - Ya ves, María, ¿no te lo dijimos? ¡Tanto da la gota de agua en la piedra!

Juan - ¡Mira, mira, ya están abriendo la puerta!

Nosotros no sabíamos aún que Jesús había sido mandado a azo­tar ni torturado. Por eso, cuando se abrió la puerta pequeña que daba a los fosos de la torre, y lo vimos aparecer, todos nos tapa­mos la cara horrorizados. Nunca olvidaré aquel momento. María, a mi lado, se puso lívida y se agarró fuertemente de mi brazo para no caer. No, aquel guiñapo no podía ser Jesús. Lo arrastraban dos soldados, sujetándolo por debajo de los brazos y lo dejaron en medio del patio. Todos callamos ante aquella figura encorvada, con un casquete de espinas en la cabeza y un manto rojo sobre el cuerpo desnudo y empapado en sangre. Jesús, que apenas podía mantenerse en pie, trató de alzar la vista, pero no pudo. Fue Poncio Pilato quien se acercó a él y con la punta de la espada pegada en la barbilla, le levantó la cabeza para que todos pudiéramos reconocer al prisionero.

Pilato - ¡Este es el hombre! ¡Aquí lo tienen, se lo regalo! ¡Hagan con esta piltrafa lo que les dé la gana y no me molesten más!

Entonces empujó brutalmente a Jesús hacia la turba que se agolpaba junto a los portones de hierro. Se levantó un griterío en­sordecedor. Nosotros, los de atrás, intentamos saltar la barrera de los soldados, vociferando y manoteando para abrirnos paso y rescatar a Jesús. Pero no podíamos llegar hasta allí. Enton­ces la barra de las primeras filas, como las fieras cuando huelen la sangre, se abalanzaron sobre él y lo empujaron nuevamente hacia el Enlosado.

Varios - ¡Crucifícalo, crucifícalo!

Jesús resbaló sobre las piedras mojadas del patio, cayó al suelo, y quedó como un perro apaleado, dejando ver la espalda, un ama­sijo de carne destrozada, donde afloraban algunas costillas.

Varios - ¡Crucifícalo, crucifícalo!

Como el alboroto crecía, la tropa romana apretó los escudos y le­vantó las lanzas, esperando la orden del gobernador. Mientras tanto, en el barrio de Ofel…

Judas - A Jesús lo matarán, ¡pero antes yo degollaré a una docena de estos canallas!

Poco después de abandonar la barraca del líder zelote, Judas, tem­blando de rabia, salió corriendo hacia el palacio del sumo sacerdo­te Caifás, buscando al comandante de la guardia del Templo.

Comandante- Te esperábamos, lorito. ¿Qué? ¿Vienes a buscar las otras treinta monedas?

Judas - No, vengo a devolver éstas…

Judas arrojó en el suelo los siclos de plata y sacó un cuchillo de debajo de la túnica.

Judas - ¡Y también a matarlos!

Se lanzó contra el comandante de la guardia. Estaba enloquecido y no sabía ni lo que hacía. Después de forcejear unos momentos, el comandante le arrancó el cuchillo y lo sacó a patadas por la puerta.

Comandante- ¡Lárgate de aquí, imbécil! ¿Ahora vienes con remordimientos? El pájaro ya está en la jaula. Lo demás, ¡es problema tuyo!

Los soldados romanos, con las lanzas y los garrotes, lograron con­tener la avalancha de gente que empujábamos desde atrás, luchan­do por entrar al patio Enlosado. Poncio Pilato iba de una punta a otra del tribunal, cada vez más irritado con aquella situación. Los de delante, el grupito comprado por los sacerdotes y los ma­gistrados, se encararon con el gobernador.

Hombre - ¡Ese hombre es un blasfemo, debe morir!

Varios - ¡Crucifícalo, crucifícalo!

Mujer - ¡Se ha burlado del Templo!

Anciano - ¡Se hace llamar rey de los judíos!

Pilato - Pues si es el rey de ustedes, ¡llévenselo y déjenme en paz!

Mujer - ¡Nuestro rey es el César de Roma! ¡Si sueltas a ése, te puedes buscar un lío con Roma!

Varios - ¡Crucifícalo, crucifícalo!

Pilato - ¡Basta ya, hijos de perra, basta ya!

El gobernador Pilato dobló con violencia la fusta que tenía entre las manos y miró coléricamente a la turba.

Pilato - ¡Irá a la cruz, sí, irá a la cruz y que los infiernos se lo traguen de una vez a él y a todos ustedes!

En medio de aquella turba de gritos y maldiciones, Poncio Pilato subió al estrado y se sentó en el sillón del tribunal. Sobre el alto respaldo, la figura del águila romana, brillante y dorada, extendía sus alas.

Pilato - ¡Escriba, tráigame inmediatamente la tablilla!

El escriba se la acercó. El gobernador la marcó con el sello de su anillo y se la devolvió. Entonces el escriba le hizo señas al prego­nero y el pregonero, subido en una columnata de piedra, leyó en voz alta la sentencia.

Pregonero - «El gobernador de Judea, representante en esta provincia del emperador Tiberio, condena a muerte a este rebelde lla­mado Jesús, por grave delito de conspiración contra la autoridad romana. Lo firmo yo, Poncio Pilato, en esta ciudad de Jerusalén, hoy, viernes 14 del mes de Nisán».

Cuando iba corriendo hacia la Torre Antonia, Judas, el de Kariot, se enteró de la sentencia. También le dijeron que a Jesús lo habían destrozado con los azotes. Sintió que la tierra se abría bajo sus pies. No se atrevió a llegar hasta la fortaleza. Echó a correr por las calles mojadas y salió fuera de la ciudad. Cruzó el puen­te del Cedrón, llegó jadeando al huerto donde unas horas antes había visto por última vez a Jesús, donde lo había entregado a los guardias del Templo.

Judas - ¿Por qué todo salió al revés? ¿Por qué? Jesús, compañero, perdóname. Perdóname y déjame a mí ir por delante…

Nadie oyó el llanto de Judas. Nadie estuvo con él cuando se arrancó de la cintura la cuerda con que se ceñía la túnica, se trepó a un olivo, la amarró en una de sus ramas retorcidas y haciendo un nudo se lo pasó por el cuello.

Judas - ¡Dios! ¡Si tú eres Padre, como decía Jesús, tú sabrás comprenderme!

No dijo más. Saltó y se ahorcó.(1) Todavía llevaba atado al cuello el pañuelo amarillo que le había regalado un nieto de los macabeos.

Mientras tanto, en la Torre Antonia...

Claudia - Pero, Poncio, por todos los dioses, ¿qué has hecho?

Pilato - Lo que tenía que hacer. Condenarlo a muerte.

Claudia - Te dije que no te mancharas las manos con la sangre de ese hombre.

Pilato - No me lo digas a mí. Ve y díselo a los que están ahí afue­ra gritando.

Claudia - ¿Has firmado otras sentencias?

Pilato - Sí, dos más. Un tal Gestas, conspirador. Y otro llamado Dimas, también metido en política. Con la del nazareno, han sido tres.

Claudia - No debiste hacer lo del nazareno. Espérate ahí, Poncio, por favor, no te muevas.

Claudia Prócula, la esposa del gobernador romano, fue a buscar de prisa un jarro con agua y un cuenco.

Pilato - ¿Para qué traes eso?

Claudia - Para conjurar la sangre. Ven, lávate las manos... ¡y que los dioses nos protejan!(2)

Pilato - ¡Al diablo con los dioses y con tus miedos!

Claudia - La sangre trae mala suerte, Poncio.

Pilato - No, Claudia. La sangre trae sangre... y más sangre. Sólo eso.

Abajo, en el patio, un cordón de soldados empujaba hacia atrás a los que seguíamos protestando y lanzando maldiciones contra el gobernador Pilato. El centurión dio la orden y subieron desde los fosos a los otros sentenciados, Dimas y Gestas, dos jóvenes zelotes que también iban a ser crucificados aquella mañana. Los ver­dugos ya tenían listos los tres gruesos maderos que servirían para el último tormento.

Mateo 27,3-5 y 15-26; Marcos 15,6-15; Lucas 23,13-25; Juan 18,39-40 y 19,4-16.

1. El suicidio de Judas es el único suicidio que se relata en el Nuevo Testamento y prácticamente en toda la Biblia. Hay otro único caso en el Antiguo Testamento. Judas ha sido hasta tal punto presentado como el Malo por excelencia, que en cierta tradición cristiana se afirma que si de alguien se puede afirmar con cer­teza que está en el infierno, es de él. Se apoyan en una frase de Jesús sobre Judas en la última cena: “Más le valiera no haber nacido” (Mateo 26, 24). Pero esta frase no es sino un añadido en forma de dramática advertencia a las primeras comunidades cristianas para que no traicionaran a sus compañeros. Mateo y Marcos la in­corporaron a sus evangelios, poniéndola en boca de Jesús -para dar­le más autoridad- y relacionándola con Judas para que tuviera un marco histórico. Eran tiempos de clandestinidad y de durísimas persecuciones contra los cristianos dentro del imperio romano. A veces, se producían delaciones y cualquier descuido podía ser causa de muerte para alguno de la comunidad. La frase enuncia un principio general que se leería, no como un «infierno» para el individuo Judas, sino como una norma esencial para la colectividad: más vale no haber nacido a la comunidad cristiana si al final se traiciona a los hermanos.

2. Aunque se lavó las manos, Pilato fue el último responsable de la muerte de Jesús, ya que sin su aprobación la sentencia del Sanedrín no hubiera tenido validez. Así consta en la historia y así quedó fijado en la fórmula del Credo de los cristianos: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato». Máximos responsables fueron también las autoridades religiosas de Jerusalén. No fue el pueblo judío el que mató a Jesús. No pudo el pueblo ser el respon­sable de la muerte de quien consideraba su profeta. Todo antisemitismo ba­sado en la idea de que el pueblo judío «mató a Dios», no sólo es injusto, sino también expresión de ignorancia histórica. Sin embargo, esta errada idea ha calado durante siglos en la mente de los cristianos, se ha hecho casi un dogma y desgraciadamente ha traído horrorosas consecuen­cias para los judíos de todos los tiempos: discriminaciones, odios, persecuciones.

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