- ¡Fuera, sarnosos, fuera! ¡Maldita chusma!
¡Detrás de ellos van a ir todos ustedes a la
cruz! ¡Dejen el paso libre, desgraciados!
Varios soldados romanos, a caballo, empuñaban sus látigos
tratando de dispersar a la multitud que se apretujaba junto
a los portones de la Torre Antonia. La sentencia de muerte
de Jesús ya estaba firmada. Llenos de ira y de decepción,
no nos resignamos fácilmente y continuamos protestando
delante de la fortaleza romana.
María
- ¡Ya no podemos hacer nada, Juan, nada!
Juan
- ¡Canallas, canallas!
Magdalena - ¡Las pagarán todas juntas, sinvergüenzas,
romanos de mala madre!
La magdalena, enfurecida, no dejaba de gritar. Yo estaba
con ella y con las otras mujeres muy cerca de la puerta
principal del Enlosado. María, la madre de Jesús, con los
ojos enrojecidos, se arañaba la cara, llorando sin
consuelo. Susana y Salomé la sostenían. Había llegado la
hora mala de acompañar a los condenados hasta el lugar del
último suplicio. Los soldados luchaban a empujones y a
latigazos contra la multitud enardecida.
Hombre
Juan
Soldado
- ¡Pilato asesino!
- ¡Abajo Caifás y toda su pandilla!
- ¡Acaba de una vez con esa chusma! ¡Échales
encima los caballos! ¡Fuera de aquí, malditos!
¡Despejen la calle!
Descargados con furia por los soldados, los látigos
restallaban sobre las piedras mojadas y hacían huir entre
alaridos a la gente. Pero cuando los caballos se alejaban
un poco, la multitud volvía a agolparse. Roncos de gritar,
empapados por aquella lluvia terca que no cesaba de caer
sobre la ciudad, desafiamos a los soldados hasta el último
momento.
Hombre
- ¡Asesinos! ¡La sangre del profeta caerá sobre
sus cabezas!
Juan
- ¡Algún día le cortaremos las alas al águila
romana!
Mujer
- ¡Y derribaremos la Torre Antonia!
Magdalena - ¡Desde los cimientos!
En el Enlosado, la tropa, con sus corazas de metal y sus
mantos rojos, rodeaba a Jesús y a los dos zelotes para
impedir que la avalancha rompiera el cerco y se lanzara
sobre ellos. Ya iba a ponerse en marcha el piquete.
Soldado
- ¡Tengan su trofeo, malditos! ¡Ustedes se la
buscaron, pues a cargar con ella! ¡Arriba los
brazos! ¡Vamos, tú!
Entre la nuca y los brazos, como si fuera un yugo, los
soldados les amarraron los palos transversales de las
cruces a los tres condenados a muerte.(1)
Soldado
- ¡Ahora tú, desgraciado!
Dimas y Gestas eran dos muchachos tan jóvenes como Jesús.
(2) Habían estado pocas horas en los calabozos de la
fortaleza romana y, aunque torturados, no habían pasado por
el terrible suplicio de los azotes.
Soldado
- ¡Te toca el turno, nazareno!
Los dos sostuvieron bien el madero, pero Jesús no pudo con
él. Se tambaleó. El peso de aquel palo negro, manchado con
la sangre de otros crucificados, fue demasiado para él y
cayó de bruces sobre las piedras del patio.
Soldado
- Pero, ¿de qué pasta está hecho este «profeta»?
¡A ver, levántate! Trae una cuerda, tú.
Entre dos
soldados pusieron
a Jesús
en pie,
sin
desenyugarle los brazos del madero. El centurión le pasó
entonces una gruesa cuerda por la cintura para tirar de él
y la amarró a la silla de uno de los caballos.
Soldado
Soldado
- ¡Sooo! ¡Caballoo!
- ¡Andando! ¡Al Gólgota!
Cuatro soldados, a caballo, chasqueando sus látigos a un
lado y a otro, abrían la marcha. Entre ellos, el pregonero,
haciendo sonar una matraca, anunciaba a toda la ciudad el
delito de los reos. Detrás, Dimas, Gestas y Jesús, con los
palos de las cruces sobre los hombros, custodiados por una
doble fila de guardias.
Mujer
- ¡Arriba el profeta de Galilea!
Cuando Jesús atravesó el portón del Enlosado y salió a la
calle, la gente comenzó a aplaudir y los aplausos crecieron
incontenibles entre la multitud. El pueblo, que lo quería y
que sólo unos días antes lo había aclamado en el templo,
tan cerca de aquella odiada fortaleza romana, trataba de
alentarlo y darle fuerzas en su camino a la muerte.
Hombre
Mujer
- ¡Has sido un valiente, nazareno!
- ¡Que el Señor te sostenga hasta el final y que
se apiade de nuestro pueblo!
Juan
- ¡Desgracia de país! Todos los que dicen la
verdad terminan mal!
La tropa que acordonaba a los sentenciados, temerosa de una
revuelta, nos empujaba con los escudos. Muchos, resbalando,
caían al suelo. Apretados por una masa incontenible, sin
importarnos las armas romanas, echamos a andar detrás de
los condenados. Cuando el piquete enfiló la calle del
mercado, Poncio Pilato, que lo había presenciado todo desde
uno de los balcones, cerró con desgana la ventana del
pretorio.
Pilato
Soldado
Pilato
Soldado
- ¡Uff! ¡Por fin!
- Gobernador, ahí fuera hay un grupo de
magistrados que desean hablar con usted.
- ¿Y qué es lo que quieren ahora?
- Es en relación con lo que usted mandó escribir
en la tablilla de cargos del prisionero.
Al salir del Enlosado, Jesús, como todos los condenados a
muerte, llevaba al cuello una tablilla de madera con la
causa de su sentencia.(3) En aquel letrero se podía leer
esta frase: «El rey de los judíos», escrita en latín, en
griego y en hebreo.
Magistrado- Nos parece de capital importancia aclarar este
punto.
Pilato
- ¿Qué punto, maldita sea?
Magistrado- No es correcto que su excelencia haya mandado
escribir: «El rey de los judíos».
Pilato
- ¿Y se puede saber por qué no es correcto?
Magistrado- Todos nosotros creemos que hubiera sido mejor
escribir: «Este ha dicho: yo soy el rey de los
judíos». Usted lo comprenderá, gobernador: ¿cómo
va a ser rey ese piojoso? Precisamente su delito
es «haberse declarado» rey. ¿Me he explicado,
excelencia?
Pilato
- Usted se ha explicado muy bien. ¡Pero yo estoy
harto de ese galileo y de todos ustedes! ¡Así
que, váyanse al infierno todos! ¡Lo escrito,
escrito está, y no pienso cambiar ni una sola
letra!
Pregonero - ¡Así terminan todos los que se rebelan contra
Roma! ¡Así terminarán sus hijos si siguen
conspirando contra el águila imperial! ¡Viva el
César y mueran los rebeldes!
El pregonero, un hombre bajito y calvo, ahuecaba las manos
junto a la boca, anunciando a todos el delito de los
prisioneros. Su voz gangosa se perdía en el griterío de la
multitud agolpada a lo largo del camino que los condenados
a muerte tenían que recorrer. En una esquina descubrí a
Pedro y a Santiago. Me miraron con ojos de espanto,
derrotados. Más adelante vi también a otros del grupo,
perdidos entre la gente.
Hombre
- Ahora sí que se le acabó el cuento a este
«Mesías».
Magistrado- ¡Bendito sea Dios que hemos podido cortar por
lo sano!
Hombre
- Mire la chusma, magistrado. Si esto hubiera
seguido así, no sé a dónde hubiéramos ido a
parar.
El cortejo había avanzado muy poco trecho cuando Jesús, que
iba el último, agotado hasta el extremo, cayó sobre el lodo
resbaladizo de la calle.
Mujer
Soldado
Soldado
Soldado
-
-
-
-
Pero, ¿no les da lástima de ese hombre?
¡En pie, nazareno, que tenemos prisa! ¡Vamos!
Este no puede dar un paso más. ¡Está reventado!
Ya verás que sí. ¡Toma!
Dos soldados le entraron a puntapiés a Jesús para que se
levantara. El que sostenía la cuerda tiró de ella,
intentando izarlo. La gente se arremolinó a su alrededor.
Entonces nos acercamos un poco más. A través de la túnica
hecha jirones, pudimos verle el cuerpo machacado, hecho una
llaga.
Soldado
- Quítale el leño de encima, a ver si se levanta
de una vez.
Soldado
- Este hombre está muriéndose...
El centurión mandó quitarle el madero
Jesús, en el suelo, jadeaba ahogándose.
de
los
hombros.
Soldado
- Así no va a llegar al Gólgota. Se nos muere
el camino.
Soldado
- ¡Nada de eso! ¡A éste hay que colgarlo de
cruz! ¡Son las órdenes! Eh, tú, tú... sí,
mismo, el grandote ése... ¡Ven acá!
Cireneo
- ¿Qué pasa conmigo?
Soldado
- Ya puedes ir quitándote el manto.
Cireneo
- Pero, si yo no he abierto la boca. Yo no
hecho nada.
en
la
tú
he
Soldado
Cireneo
Soldado
acá!
-¡Lo vas a hacer ahora, imbécil! ¡Vamos, a cargar
con este palo! Esta piltrafa tiene que llegar
viva allá afuera.
- Oiga usted, soldado, yo vengo de arar mi campo.
¡Le juro que en mi vida me he metido en política!
- ¡Al diablo con este tipo! ¡Guardias, tráiganlo
Simón, un campesino ancho y fuerte de la región de Cirene,
con la piel curtida por el sol, quiso escabullirse entre la
gente, pero dos soldados lo agarraron enseguida y lo
trajeron a empujones.(4) El centurión lo obligó a cargar
con el leño que Jesús había llevado hasta allí.
Cireneo
- ¡Maldita sea! ¿Pero que habré hecho yo para que
me metan en esto?
El piquete de ejecución siguió su camino bajo la lluvia.
Simón, con el palo de la cruz a cuestas, iba detrás de
Jesús, que andaba casi arrastrándose. Sus pies, descalzos y
heridos, resbalaban continuamente en la calle mojada. Al
llegar al barrio de Efraín, ya cerca de las murallas de la
ciudad, en la esquina que llaman de la Higuera, vimos a un
grupo de mujeres de la Cofradía de la Misericordia, con sus
mantos negros empapados en agua, llorando y dándose fuertes
golpes de pecho.(5)
Mujeres
- ¡Ten compasión de ellos, Dios de Israel! ¡Ten
piedad de los reos! ¡No te acuerdes de sus muchos
pecados!
El piquete se detuvo. Era la costumbre. Aquellas mujeres,
de las clases más ricas de la capital, salían a la calle,
por caridad, a llorar por los condenados con grandes gritos
y lamentos. Jesús alzó la cabeza. Con sus ojos hundidos,
cubiertos de sangre, intentó mirarlas...
Mujeres
Jesús
Soldado
- ¡No te acuerdes de sus pecados, Dios de Israel!
¡Perdona sus rebeldías!
- ¡Mejor sería que lloraran por ustedes mismas y
por sus maridos, que son los culpables de que
esto pase! ¡Y prepárense, señoras, que si así le
han hecho a los árboles verdes, a los que son
árboles secos les pasará mil veces peor!
- ¡Cállate la boca! ¡Mira con lo que sale éste
ahora! ¡Vamos! ¡Caminen, caminen! ¡En marcha!
Cuando llegamos a la Puerta de Efraín, la multitud se
apretujó para poder salir de la ciudad detrás de los
condenados.(6) Pero los soldados se metieron por medio y
con sus lanzas atravesadas no nos dejaban pasar.
Soldado
- ¡Por aquí no se puede! ¡Está prohibido!
¡Ordenes del gobernador!
Soldado
- ¡Dense la vuelta y lárguense a sus casas! ¡Se
acabó la fiesta!
Pero la gente empujó con fuerza y en el primer momento los
soldados, desconcertados, tuvieron que apartarse. La
magdalena, María y yo, logramos atravesar el cerco y pasar
al otro lado de la muralla con un puñado de hombres y
mujeres. María echó a correr hacia Jesús, que había caído
nuevamente al suelo. Se inclinó y trató de levantarlo.
María
Soldado
María
- Jesús, hijo...
- Déjalo, mujer, no puedes acercarte.
- Soy su madre. Jesús...
Jesús, haciendo un gran esfuerzo, se irguió lentamente para
mirar a su madre. Luego se desplomó sin fuerzas sobre la
tierra mojada. Dos soldados apartaron a María de un
empujón. En la cima pelada del Gólgota, sólo cubierta de
hierbajos secos, ya estaban levantados los palos de las
cruces.
Mateo 27,31-32;
19,17.
Marcos
15,20-21;
Lucas
23,26-32;
Juan
1. Era costumbre de los romanos que el reo que iba a ser
ajusticiado llevara hasta el lugar del suplicio no la cruz
entera, como suele aparecer en las imágenes, sino sólo el
palo transversal, al que se llamaba «patibulum». Este
leño, a menudo de madera de olivo, era colocado tras la
nuca, sobre los hombros, y debía ser sostenido con los
brazos, que eran amarrados a él, como si fuera un yugo.
Para un hombre que había sido torturado, aquella postura
resultaba dolorosísima. Esto explica la enorme fatiga que
sufrió Jesús y que llevó a los soldados a pedir la ayuda
de Simón de Cirene.
2. Con Jesús fueron llevados a crucificar dos zelotes. No
eran simples ladrones, eran reos políticos. La palabra
griega empleada en el evangelio es «lestai», la misma que
se usaba para designar a los militantes de este grupo
guerrillero. Los nombres de Dimas y Gestas no son
históricos. Los maderos que llevaron sobre sus hombros los
tres condenados a muerte de aquel día rezumarían la sangre
de otros muchos condenados. Jesús no fue el único
crucificado de la historia. Ni siquiera aquel día su caso
fue excepcional.
3. Sobre una tablilla, llamada el “título”, se escribía la
razón por la que el reo era condenado. La llevaba un pre-
gonero delante del reo o se colgaba al cuello de éste.
Atravesar las calles de la ciudad con el patíbulo en los
hombros y el título al cuello era la última humillación a
la que se sometía al reo antes de su muerte. Se hacía así
para que sirviera de escarmiento y advertencia a posibles
futuros alborotadores. La tablilla que llevó Jesús,
escrita por Pilato, señalaba con esta fórmula la razón de
la condena: “Jesús el Nazareno, el rey de los judíos”.
Así, la acusación última contra Jesús fue de tipo
político. La tablilla indicaba que era ajusticiado por
pretender ser el representante del pueblo de Israel. En
“rey de los judíos” los contemporáneos de Jesús leían el
“Mesías”. Políticamente,
el «rey» de los judíos era
entonces el César de Roma y pretender cualquier liderazgo
al margen de esta realidad, era atentar contra el imperio.
El título de Jesús fue escrito en tres lenguas: hebreo,
latín y griego. En la lengua de Israel, en la lengua del
imperio y en la
lengua de los griegos, extranjeros presentes durante las
fiestas. Era importante para Roma que esta tablilla fuera
bien comprendida por los miles de visitantes que había en
Jerusalén. Debía quedar bien claro para todos el poder con
que Roma castigaba a los agitadores. El INRI que aparece
en la tablilla
de casi todos los crucifijos es la
abreviatura de la condena escrita en latín: «Iesus
Nazarenus Rex Iudaeorum».
4. El evangelio de Marcos precisa que Simón de Cirene era
padre de Alejandro y Rufo (Marcos 15, 21). Seguramente
estos dos muchachos formaban parte de las comunidades
cristianas para las que se escribió este evangelio. En una
de sus cartas, Pablo menciona a un tal Rufo, que podría
ser el hijo de este Simón (Romanos 16, 13). Cirene, su
lugar de origen, era una zona de África, situada donde hoy
está Libia. En aquella colonia extranjera, que había sido
griega y que después fue provincia romana, habitaban
muchos judíos. Algunos venían a las fiestas de Pascua y
otros, nacidos allí, residían en Jerusalén habitualmente.
5. Las damas de Jerusalén formaban una especie de cofradía
benéfica. Además de dar limosna, tenían la obligación de
rezar por la conversión de los condenados a muerte y de
llevarles al patíbulo vino mezclado con incienso, que
actuaba como narcótico, para atenuar sus dolores.
6. El camino que Jesús recorrió hasta el Calvario, el
viacrucis, iba desde la salida de la Torre Antonia, al
lado del Templo y, atravesando la ciudad por los barrios
del norte, llegaba hasta la Puerta de Efraín, por la que
se salía fuera de las murallas, donde estaba la colina del
Gólgota. Actualmente, una larga y retorcida calle de
Jerusalén, empinada como todas las de la vieja ciudad,
lleva el nombre de Vía Dolorosa. Termina en la Basílica
del Santo Sepulcro. Resulta difícil asegurar que el
trazado de esta calle corresponda al recorrido exacto que
hizo Jesús hace dos mil años. A lo largo de la Vía
Dolorosa, distintas iglesias y lugares recuerdan las 14
estaciones que la tradición, desde hace siglos, fijó como
pasos en el camino de Jesús a la cruz. Algunas de estas
estaciones tienen base en los textos del evangelio y otras
-la Verónica, el encuentro con María y las tres caídas-
tienen su origen en la tradición cristiana.