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131- UN NIÑO VA A NACER
131- UN NIÑO VA A NACER
Descripción:

Nos acusaron de herejes y de vulgares.Pero en los campos del Baoruco dominicano y en los barrios de Managua la gente descubría un nuevo rostro de Jesús de Nazaret, moreno y sonriente. Un tal Jesús fue primero una radionovela en doce docenas de capítulos. Nuestro desafío era grande: poner humor y lenguaje cotidiano en los esquemáticos relatos del Evangelio, presentar a Jesús como un hombre real apasionado por la justicia, reconstruir el escenario histórico y cultural en que vivió. Y a todo esto, ponerle un punto de sal latinoamericana.

Libreto:
Siete semanas después de la Pascua se celebra en nuestro país la fiesta de las primicias, la del inicio de la cosecha. Y a Jerusalén fuimos a celebrarla los once y las mujeres. Llegamos a la ciudad de David un par de días antes, cuando las calles ya empezaban a llenarse de peregrinos tostados por el sol de la siega, adornados con coronas de espigas y flores. Como otras veces, nos hospedamos en casa de Marcos. Recuerdo que en aquellos tiempos, después que Dios había levantado a Jesús de entre los muertos, nació en todos nosotros un gran deseo por saber más cosas de su vida. Fue en una de aquellas noches anteriores a la fiesta de Pentecos­tés cuando María rebuscó en los recuerdos que guardaba en su corazón para contarnos los primeros años de la historia de su hijo.(1)

María - ¿Lo que me acuerde? Pero, qué curiosos son ustedes, ¡caramba! Qué sé yo, tanto tiempo, tantas cosas. Se me confunden en la cabeza y... Bueno, está bien, está bien, habrá que empezar por José. Sí, por él hay que empezar.

José - ¡A los buenos días, María! ¡Dichosos los ojos que te ven! ¡Y más dichosos si esos ojos son los míos!

María - Ya salió éste con sus cosas... ¡Ay, José, tú no tie­nes arreglo!

José - ¿Y cómo voy a tenerlo, si eres tú la que me tienes estropeado? Mira, muchacha, si yo fuera de cera me derretiría con una mirada tuya. Pero es que si fuera de piedra, me pasaría lo mismo. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga?

María - Pero, si me 1o has dicho ya sepetecientas veces y todavía no te derrites. Anda, sigue, sigue tu camino, cuentista.

José - ¡Pues claro que voy a seguir! Voy a seguir diciéndote que eres el lucero de mis noches y la cataplasma de mis heridas, sandalia de mi camino, fuente de mi desierto, harina de mi pan, agua de mi gaznate...

María - Pero, ¿qué te pasa a ti hoy, José? ¿Te has vuel­to loco?

José - ¡De remate! ¡Y la culpa la tiene la nazarena más linda de este país!

Nazaret era un pueblito de nada. Más pequeño que una nuez. Jóvenes casamenteros había en aquel tiempo cuatro, que yo recuerde. Y muchachas, éramos tres. A mí me gustaba mucho José, aquel muchachote que lo mismo pegaba una puerta que pisaba uvas en el lagar que le ponía herraduras a un mulo. Desde niños habíamos jugado juntos. Luego, cuando fuimos creciendo, nos empe­zamos a querer. Me acuerdo que, al principio, nos poníamos colorados cuando nos encontrábamos en el campo y entonces a él se le soltaba la lengua y empezaba a decirme cosas y se reía mucho. Y yo me reía todavía más. A mi padre, Joaquín, también le gustaba José, porque era muy traba­jador. Por eso, se fue un día a ver a su padre. Iban a hacer el trato para la boda.(2)

Compadre - Bueno, compadre Joaquín, con dos ojos que uno tenga en la cara ve que estos muchachos nuestros están por lo que están. ¿No le parece a usted?

Joaquín - Me parece, compadre. Yo digo que es tiempo de que los dátiles entren en sabor y los muchachos en amor, como decía el difunto Rubén.

Compadre - No es por nada, compadre, pero mi José será lo que sea, un poco alocado como toda la gente joven de hoy, pero honrado lo es. Su muchacha se lleva un hombre de una pieza.

Joaquín - Pues mire, compadre, que yo no me quedo atrás. Mi hija tendrá lo suyo, que no hay mujer que no lo tenga, pero más derecha y más alegre que una flauta, así es ella. ¡Y llena de gracia mis que ninguna!

Compadre - Entonces, compadre Joaquín, por mí ya está todo dicho.

Joaquín - Y por mí no hay nada más que decir. ¿Trato hecho?

Compadre - ¡Trato hecho! ¡Y que Dios le arranque los bi­gotes al que no lo cumpla!

Joaquín - Ahora lo que hace falta es que ese par de tórto­los tengan muchos hijos y nos llenen la casa de nietos, ¿no cree usted?

Compadre - ¡Claro que sí! Y, por cierto, hablando de hijos, ¿sus ovejas ya le parieron, compadre? Porque las mías ya están a punto...

A los pocos días nos hicimos novios.(3) Yo tenía quin­ce años y José, dieciocho.

José - ¡Ahora sí que no te me escapas, María! ¡Estoy más contento que un arco iris!

Después de la fiesta del compromiso, la vida si­guió más o menos lo mismo. José buscaba trabajo hasta debajo de las piedras, en la finca de don Ananías o más lejos, en Caná o en Séforis. Dios le echaba una mano y, a veces, tenía suerte. Quería ahorrar algunos denarios para cuando nos casáramos. Yo seguía haciendo lo de siempre: ayudar con mis dos hermanas mayores a mi madre, Ana, que estaba medio enferma por entonces. En casa había queha­cer para dar y tomar, porque éramos muchos. Todo seguía igual, pero para mí todo había cambiado. Ya no era una niña. Tenía novio, me iría pronto de casa. Estaba muy contenta por aquel tiempo.

Vecina - María, muchacha, has tenido suerte. Ese José te quiere más que a la niña de sus ojos. No hace más que decir cosas bonitas de ti.

María - Es un cuentista, eso es lo que pasa.

Vecina - Un poco feúcho sí es, pero lo que tiene de feo lo tiene de honrado.

Muchacha - ¡Mira tú ésta por dónde sale ahora! ¿José feo? Con esas espaldotas como una muralla y esos ojos tan así que tiene…

Vecina - Cuidadito, María, ¡que ésta te va a levantar el novio! ¡Óigame, Tina, no empuje, que el pozo no se va a secar!(4) Pasa tú, muchacha, que te toca a ti y tu madre te estará esperando.

Me acerqué al brocal del pozo y empecé a tirar de la cuerda para sacar el agua. Ya ni me acuerdo cómo pasó. Vi estrellitas en los ojos y después todo se me borró de delante.

Vecina - ¡Eh, que esta niña se ha desmayado!

Muchacha - ¡Agarra su cántaro, Sara, y ayúdame a llevar­la a casa!

Comadre - Échenle fresco. Eso es un mareo. ¡Con este calor, cualquiera!

Pasaron las semanas y me siguieron dando mareos. No me sentía bien. Se me aflojaban las piernas por cual­quier cosa. Mi madre me ponía emplastos de albahaca en la frente y me daba cocimientos de todas las yerbas. Pero seguía igual. Un día ya me di cuenta de lo que me estaba pasando. Ay, caramba, por las noches daba vueltas y vuel­tas en la estera y me amanecía sin haber pegado un ojo. Le rezaba fuerte a Dios para que me ayudara. Me acuerdo que lloraba mucho. Quería hablar con mi madre, pero no me atrevía. No sabía ni por dónde empezar. ¡Dios mío, qué asustada estaba! ¡Qué angustia! Un día tragué en seco, hice de tripas corazón, y me fui a ver al abuelo Isaías. Creo que mi abuelo era el hombre más viejo de Nazaret. Vivía en una casita muy pequeña, a la salida del pueblo. A pesar de los años, estaba más fuerte que un olivo y tenía muy pocas canas en aquella barba tan larga. Nunca usaba sandalias. Trabajaba en el campo durante todo el día y al caer el sol se sentaba a la puerta de su choza, a mascar dátiles y a tomar el fresco. Así lo encontré yo aquella tarde...

Isaías - ¡Miren quién viene por aquí! ¡Saludos, Ma­ría! Oye, muchacha, me ha dicho tu madre que andas con malestares, ¿no? ¿Cómo es eso, tan joven? Ana está preocupada contigo.

María - Sí, un poco.

Isaías - ¿Un poco? Un mucho. A ver, saca la lengua.

María - Ahhh...

Isaías - Pues la tienes limpia. ¿Y esos ojos? Vamos a ver... Colorados como una manzana. Ya le dije yo a Ana que te diera cáscaras de algarrobos. Son buenas. Tengo por aquí. ¿Quieres algunas?

María - Bueno.

Pero el abuelo no se levantó de la piedra en la que estaba sentado. Escupió una semilla y me sonrió.

Isaías - Te conozco, muchacha, te vi nacer. A ver, ¿qué es lo que me quieres contar? Porque tú has venido a de­cirme algo medio importante, ¿no es así?

María - Sí, abuelo, pero...

Isaías - Dime lo que te pasa. Ya sabes que la lengua la hizo Dios para moverla.

María - Abuelo Isaías, yo creo que no estoy enferma, sino...

Isaías - Claro, te pones a pensar en la boda, ¿no? Eso es natural, mi hija. Todas las muchachas se asustan cuando les llega la hora. Pero ya verás que todo sale bien.

María - No, abuelo, no es eso... Bueno, sí, sí es eso, pero...

¡Madre mía, cómo me costaba decírselo! El abue­lo me miraba con sus ojos grises y húmedos, como un cielo en día de lluvia, y seguía sonriéndome.

Isaías - ¿Qué pasa entonces, María? ¿Te da vergüenza decírmelo, verdad?

María - Sí, abuelo.

Isaías - Pues entonces, suéltalo rápido y sin pensarlo.

María - Abuelo... yo... ¡yo lo que estoy es preñada!

Isaías - ¿Cómo has dicho, hija?

María - Lo que usted oyó, abuelo.

Isaías - ¡María, muchacha! Pero, ¿es que ese granuja de José no sabe tener paciencia? ¡Estos jóvenes de ahora! ¿Por qué no le dijiste que se esperara a la boda?

María - No, abuelo, no. Yo no he estado con José. No, no es cosa de él.

Isaías - Entonces, ¿de quién, hija? ¿Qué te ha pasado?

María - No sé, no sé... no entiendo.

Isaías - Pero, ¿quién ha sido? ¿Timoteo, el de Ezequías? ¿Benjamín? ¡Esos dos son buenos pillos!

María - No, abuelo, ellos no. No ha sido nadie. Yo no... No ha sido nadie. ¡De verdad que yo no he estado con ningún hombre! ¡Lo juro!

Isaías - Bueno, muchacha, no llores. Será entonces que te has hecho la idea y no estarás preñada.

María - Lo estoy, abuelo, lo estoy. Ya siento al niño den­tro. Estoy segura.

Isaías - ¿Estás segura, María?

María - Sí, estoy segura.

Isaías - ¿Y qué te ha dicho tu madre?

María - No se lo he contado, no me atrevo.

Isaías - ¿Y a tus hermanas?

María - Tampoco, tampoco. A usted es al primero al que se lo digo. ¡Ayúdeme, abuelo, ayúdeme!

El abuelo me pasó una mano por los hombros y me acercó a él.

Isaías - Vamos a ver, María… Esos camelleros que estu­vieron parando en casa de ustedes, de camino a Séforis. ¿No será que…? Fue hace unos meses, ¿no? Te lo digo porque esos hombres usan unas yerbas raras, que traen de no sé dónde. Duermen a la gente con ellas. ¿No será que alguno…?

María - No, no, yo no tomé nada. Yo no lo recuerdo. Bueno, yo creo que no... ¡Ay, abuelo, yo no sé ya ni lo que creo! ¡Ayúdeme, abuelo! ¿Qué va a pensar José de mí? No querrá casarse conmigo. Me dejará. Nadie querrá casarse conmigo cuando lo sepan. Yo no entiendo esto, abuelo, no entiendo. Se lo juro, le juro que yo no he hecho nada malo, ¡se lo juro!

Isaías - Y yo te creo, Mariíta, yo te creo. Vamos, tranquilízate.

María - Pero nadie me lo va a creer. Dirán que soy una tal y una cual… Yo quiero a José y él me va a dejar. No me volverá a mirar la cara. ¡Y yo entonces me voy a volver loca! ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué, abuelo? Cuando lo sepan mis amigas... Me dirán que me saque al niño, que lo mate, para que nadie se entere... ¿Y yo qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer, abuelo?

Lloraba sin consuelo, agobiada por el peso de aquel niño que llevaba dentro. A través de mis lágrimas, alcé la cara, buscando en el abuelo una respuesta. No decía nada, pero me miraba sereno, contento, con una sonrisa que yo nunca olvidé en tantos años… Era la misma cara con la que yo pienso que Dios nos mira cuando estamos solos, cuando no sabemos... Después me levantó del suelo, me agarró por los hombros y me puso en pie. Yo sentí su fuerza y su esperanza.

Isaías - ¡Alégrate, María! ¡Alégrate, no me llores así, que Dios está contigo! Nadie se ha muerto, muchacha. Al contrario, un niño te va a nacer, se te va a dar un hijo. No hay alegría mayor que ésa, María. Con cada niño que viene a esta tierra es como si Dios empezara el mundo otra vez. ¡Alégrate, María, no tengas miedo!

Era como si aquellas palabras vinieran de lejos, de muy lejos, atravesando los montes y las colinas que abra­zan a Nazaret. Habían esperado mucho tiempo para ser dichas.

María - Pero... pero, ¿cómo es posible esto si yo no he estado con ningún hombre?

Isaías - Para Dios todo es posible, muchacha. Y él siempre se trae cosas grandes entre manos. Ve tú a saber lo que querrá hacer contigo y con ese niño que te ha dado. Acuérdate de Sara. Con las entrañas secas, con la esperan­za muerta, con tantos años encima. Y Dios la hizo reír y le regaló a Isaac. Acuérdate de la madre de Samuel y de la de Sansón. Eran tierra que no daba fruto. Y Dios se acordó de ellas y les puso un niño en los brazos. Dios es grande, María, y hace cosas maravillosas. Y no sólo en los tiempos antiguos, sino también ahora. ¿No has sabido que tu tía Isabel, con lo vieja que está ya, anda esperando un hijo?

María - Entonces, abuelo, ¿usted cree que Dios anda por medio?

Isaías - ¡Claro que sí, muchacha! Anda, dile que sí a ese niño, María. Tráelo a la vida. Dile que sí a Dios. Sea lo que sea, todo será para bien.

Y temblando, le dije que sí.(5) Y el aliento de Dios, la fuer­za de su espíritu, aleteó sobre mi cuerpo, como al principio del mundo. El abuelo Isaías tenía los ojos aguados cuando me despidió.(6) Yo volví a casa repitiendo una a una sus palabras. Aquel día florecieron en Nazaret los primeros almendros.

¡Alégrate, hija de Sión!

¡Alégrate y lanza gritos de júbilo, hija de Jerusalén!

Porque el Señor tu Dios está en ti,

el Rey de Israel, un poderoso Salvador.

Lucas 1,26-38

1. Contar los hechos de la infancia de Jesús al final de su vida permite entender mejor el origen que tuvieron estos relatos en los evangelios de Mateo y Lucas. Ni Marcos ni Juan cuentan absolutamente nada de la in­fancia de Jesús.

Los evangelios no fueron escri­tos en el orden de capítulos en el que se leen hoy. El relato de la pasión y muerte de Jesús fue lo primero en ponerse por escrito. Después se fueron añadiendo los relatos de las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos -cada evangelista eligió algunos-. Se consideraba que los hechos de la muerte y resurrección de Jesús constituían la esencia de la fe cristiana. Eran, además, los que habían quedado más vivos en la memoria de mayor número de gente. Posteriormente, se fue estructurando una vida de Jesús basada en las distintas etapas de su actividad profética: en Galilea, en Jerusalén, frases, discursos, curaciones. Esta estructura no es la misma en los cuatro evangelios. Sólo al final de la redac­ción, tanto Mateo como Lucas añadieron a esta historia de Jesús adulto algunos relatos para ilustrar su infancia. Y así, lo que se lee primero en estos dos evangelios fue lo último en escribirse.

Es muy posible que de los primeros años de la vida de Jesús, de cómo fue o de lo que hacía, casi nadie supiera nada cuando los evangelios se escribieron. Ninguno de los discípulos de Jesús o de los primeros cristianos había estado cerca de él en aquellos años. Hasta que fue al Jordán a ver a Juan el Bautista, la vida de Jesús no tuvo ningún relieve especial, nada que la distinguiera de la vida de muchos de sus paisanos. Pero después que comenzó a anunciar el Reino de Dios y sobre todo, después de su muerte y de la experiencia que de su resurrección tuvieron los discípulos, éstos comenzaron a interesarse por conocer más cosas sobre su vida.

Pudo ser María, la madre de Jesús, quien narrara a los evangelistas la infancia de su hijo. Pero, tanto Lucas como Mateo no quisieron reflejar en los acontecimientos de la infancia hechos históricos exactos. Ya de entrada, buscaron orientar al lector sobre cuál iba a ser el destino de aquel niño. Por eso, al escribir, utilizaron recursos literarios típicamente orientales y bíblicos: ángeles, señales, sueños, profecías del Antiguo Testamento que se van cumpliendo, estrellas, revelaciones, magos. Dibujaron un escenario “maravilloso” para que los lectores comprendieran quién había sido Jesús.

2. En los tiempos de Jesús y en la mayoría de los países de Oriente era el padre quien decidía con quién habían de casarse sus hijas. En Israel esto sólo era válido antes de que la muchacha cumpliera doce años. A partir de esta edad, era necesario el consentimiento de la hija para concertar el compromiso. En cual­quier caso, la dote del matrimonio, era siempre responsabilidad del padre de la muchacha. La cantidad variaba mucho de unos pueblos a otros y dependía de las posibilidades de la familia.

3. El matrimonio era precedido siempre por los esponsales o desposorio, que no era como el noviazgo actual. Estar desposados era prácticamente estar casados. Los desposados se llamaban «esposo» y «esposa». Y la infidelidad de la mujer durante el tiempo de esponsales era consi­derada ya como adulterio, aunque la unión entre los desposados no se hubiera consumado. Los esponsales eran algo más que una pa­labra dada. Creaban una relación jurídica y familiar muy fuerte. No se sabe con exactitud el tiempo que mediaba entre los esponsales y el matrimonio. Lo más ordinario era un año, pero dependía de los lugares, de las costumbres familiares y de la época del año.

Los esponsales preparaban el paso de la muchacha del poder de su padre al de su esposo. A veces, se celebraban cuando la novia era aún una niña de seis u ocho años. La edad más normal era a los doce o doce años y medio. A esa edad la muchacha era considerada ya una mujer adulta. En Israel las mujeres se casaban muy jovencitas. Los trece o catorce años eran edades muy frecuentes. Los hombres lo hacían con algunos años más: diecisiete o dieciocho. En las ciudades se daban muchos casos de matrimonios con pa­rientes, pues como las mujeres vivían muy encerradas era difícil que conocieran con cierta libertad a otros muchachos en edad de casarse. En el campo era diferente. Mujeres y hombres traba­jaban juntos desde pequeños en la recolección, en la siembra, y podían trabar amistad con más normalidad.

4. En el actual Nazaret brota aún agua del pozo que había en la aldea en tiempos de María, a donde ella tuvo que ir cientos de veces con sus amigas y vecinas. Está en el interior de una pequeña y hermosa iglesia ortodoxa griega, dedi­cada al arcángel Gabriel. Parte del agua de esta fuente se ha canalizado a otra, construida más recientemente en plena calle, en donde los nazarenos beben y llenan sus cubos de agua. Todos lo llaman «el pozo de María».

5. El texto de la anunciación y del sí de María elaborado por Lucas está inspirado literariamente en varias profecías: Sofonías 3, 14-18; Isaías 7, 14 y 9, 6. A lo largo de todo el Antiguo Testamento aparecen niños que nacen de forma sorprendente, como un regalo de Dios para sus madres, que eran estériles o viejas, sin esperanzas ya de engendrar. Es el caso de Isaac, patriarca del pueblo, hijo de la anciana Sara y de Abraham (Génesis 18, 9-14). El de Sansón, el gran juez de Israel, hijo de una mujer estéril (Jueces 13, 1-7). El de Samuel, primer rey de Israel, hijo de Ana, otra mujer estéril que pedía a Dios continuamente el regalo de un niño (1 Samuel 1, 1-18). Ya en el Nuevo Testamento, será el caso de Juan el Bautista, hijo de Isabel, una mujer anciana. Ante la gran personalidad de hombres como Isaac o Sansón o Samuel, los relatores de sus vidas quieren indicar, desde que cuen­tan su origen, que fueron un don de Dios para el pueblo, más que fruto del acto por el que sus padres los engendraron. Cuando Lucas escribió su evangelio tuvo presentes todas estas historias del Antiguo Testamento y elaboró un relato que las evocara. María no conoce varón, es virgen, y a pesar de eso va a tener un hijo, que viene de Dios y que será el mayor don de Dios a la historia humana.

6. En el nombre del abuelo Isaías hay un símbolo, igual que Lucas creó un símbolo en el ángel Gabriel. Isaías fue el profeta que anunció 800 años antes de Jesús a un niño que traería a Israel la paz y la justicia, un niño que se llamaría Emmanuel, que significa «Dios con nosotros» (Isaías 7, 13-14; 9, 5-6).

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