Juan - Yo es que me acuerdo y me río... Mira que cuando ese viejo Ananías levantó el bastón... Estaba furioso. Se puso colorado como... como...
Jesús - ¡Como tu nariz, Juan! La tienes que parece un pimiento.
Juan - La verdad, Jesús, y no es porque sean vecinos ni parientes tuyos, pero esa gente de Nazaret se las trae... ¡caramba con ellos! Son unos muertos de hambre igual que nosotros y uno les dice que viene el Año de Gracia y que habrá liberación para todos, y en vez de alegrarse te sacan a patadas. ¡Ni el diablo los entiende!
Jesús - Las leyes de Moisés son muy antiguas, Juan, pero como nunca se cumplieron, parecen nuevas. Y el vino, cuando es muy nuevo, revienta los pellejos.(1) Eso es lo que pasa. Claro, siempre nos han dicho que unos tienen más y otros menos porque así es la vida y así lo quiere Dios, y que paciencia y más paciencia. Y, de repente, cuando se grita que no, que si se cumplieran las leyes de Dios el mundo alcanzaría para todos, son los mismos pobres los que se asustan y se tapan las orejas. ¡Bueno, dicen que también nuestros abuelos se le quejaban a Moisés y suspiraban por los ajos y las cebollas de Egipto!
Juan - No me hables de comida ahora, moreno, que tengo la tripa pidiendo auxilio. ¡Ea, apura el paso, a ver si llegamos a tiempo para la sopa!
Aunque veníamos cansados y golpeados, el camino se nos hizo corto. Teníamos ganas de contarles a nuestros compañeros todo lo que había pasado en Nazaret. Después de unas cuantas horas atravesando el valle, cuando ya era mediodía, divisamos las palmeras de Cafarnaum.
Zebedeo - ¡Pero, miren los tunantes que por ahí se asoman! ¡A buen tiempo, muchachos!
Juan - ¡Ya estamos de vuelta, viejo!
Jesús - ¿Cómo va esa vida, Zebedeo?
Zebedeo - Muy bien, Jesús, mejor que la de ustedes, seguramente. ¡Ah, caray, por acá pensábamos que los soldados les habían echado mano!
Juan - Los soldados, no. ¡Los vecinos de este moreno que son más ariscos que una gata parida!
Zebedeo - ¡Salomé, mujer, deja el fogón y ven acá, corre, que llegó tu hijo Juan y el nazareno! ¿Y qué, cómo andan las cosas por tu tierra, Jesús?
Jesús - Ahí, ahí, Zebedeo. ¡Nos pasó lo que al rey Nekao, que fue por lana y volvió trasquilao!
Salomé - Ay, Juan, mi hijo... Y tú, Jesús... Pero, ¿qué les ha pasado a ustedes? Parece que vienen de una guerra.
Juan - La guerra de los sopapos, vieja. ¡Allá en Nazaret nos han dado una paliza de las buenas!
Salomé - ¿Anjá? ¿Y se puede saber por qué motivo?
Juan - Por nada, mamá. En realidad, nosotros...
Salomé - ¿Por nada? ¡Jum! Por algo sería, digo yo.
Jesús - Nos invitaron a hablar, doña Salomé... y hablamos.
Zebedeo - ¿Y qué demonios fue lo que dijeron?
Jesús - Nada. Dijimos que si hay pobres es porque hay ricos. Y que para subir a los de abajo hay que bajar a los de arriba.
Salomé - ¡Y dice que nada! Pero, ¿dónde se habrá visto una lengua más larga que la tuya, nazareno?
Jesús - Pero si eso ya lo anunciaron Isaías y Jeremías, y Amós y Oseas, y todos los profetas.
Salomé - Lo que te dije, Zebedeo, que a éste cualquier día me lo cuelgan de un gancho como un pernil de cordero. Y mira también a este hijo tuyo... Mira cómo tienes la nariz, Juan, muchacho...
Juan - No te preocupes, mamá, ya no me duele.
Jesús - Fue una sandalia que nos zumbaron, doña Salomé. Yo me agaché a tiempo, ¡pero este zoquete casi se la traga!
Salomé - ¡Bendito sea Dios, ahora mismo voy a buscar un pedazo de carne cruda, a ver si se te baja la hinchazón!
Zebedeo - ¡Que no sea la carne que me tenga que comer yo luego, mujer!
Salomé - Vamos, vamos, adentro, a lavarse los pies y a curarse los moretones.
Zebedeo - ¡Y a contarnos esa trifulca en tu aldea! ¡Caracoles, si lo hubiera sabido, voy con ustedes!
Aquella noche nos reunimos para conversar de las mil cosas de siempre. Pero no estábamos sólo los del grupo. Por el barrio corrió que Jesús había vuelto y como era ya muy conocido también se colaron en casa algunos pescadores y otros vecinos del mercado.
Santiago - ¿Entonces qué, Jesús? ¿Te vienes a quedar fijo en Cafarnaum?
Jesús - ¡Bueno, si no me echan, aquí me quedo!
Zebedeo - ¡Yo creo que este moreno le cogió el gustico a la ciudad!
Jesús - No es eso, Zebedeo. Allá en Nazaret hay poco trabajo ahora y...
Rufa - ¡Poco trabajo y muchos pescozones! ¡Pobres muchachos, me los han madurado a palos!
Salomé - No les tenga lástima, vieja Rufa, que ya dicen que la sarna con gusto no pica. ¿Quién les mandó a meterse en ese lío, eh? Así que, ¡ahora que se aguanten!
Pedro - Pero, Salomé, ya su hijo le explicó que él y Jesús no hicieron nada.
Salomé - ¡Cállate tú también, Pedro, que ninguno de ustedes tiene cara de inocente! Díganlo, vecinos, ¿a quién se le ocurre en una sinagoga, delante de tanta gente, decir así, claro y pelado, que el mundo está al revés y que vamos a enderezarlo?
Jesús - ¿Y cómo hay que decirlo entonces, Salomé?
Salomé - No hay que decirlo. Eso no se puede decir, Jesús, porque en este país al que abre la boca le ponen bozal.
Juan - ¿Anjá? Entonces, según tú, vamos a dejar que unos cuantos sigan haciendo de las suyas y nosotros como la escoba, metidos en un rincón…
Salomé - ¿Y qué quieres hacer tú, Juan? Para que el mundo sea mundo tiene que haber ricos y pobres. ¡Hasta el rabino lo dice en la sinagoga!
Pedro - No, doña Salomé, no tiene que haberlos. Ese es el cuento que nos han hecho tragar para tenernos dormidos. Sí, sí, no ponga esa cara de pasmo. A ver, ¿qué decían las leyes de Moisés? Cada cincuenta años, un año de tregua. Romper los títulos de propiedad, olvidar las deudas, soltar los esclavos. Borrón y cuenta nueva. Todo como al principio. Todo de todos y de nadie. Eso era el Año de Gracia que quería Moisés, ¿me oye?, el Año de Gracia.
Salomé - ¡Pues qué gracia me da ese año! Mira, tirapiedras, desengáñate, desde que Eva dio el mordisco, las cosas son como son y así seguirán siendo. Eso es lo único que yo sé.
Santiago - Y yo lo que sé es que decir eso es muy cómodo. Claro, siempre es más fácil quejarse de que está oscuro que ponerse a encender un candil. Eso es lo que pasa.
Salomé - ¡No, lo que pasa no es eso, lo que pasa es que a ustedes se les ha metido últimamente un hormigueo en el cuerpo que a mí no me está gustando nada. Y la fiebre subió desde que llegó acá el de Nazaret. Sí, sí, no pongas esa cara, Jesús, que tú sabes de sobra que es verdad. Miren, muchachos, háganme caso, espanten esas ideas locas de la cabeza, que si esta vez les rompieron el hocico, para la próxima les desbaratan todos los huesos!
Jesús - Lo que te decía antes, Juan, que este vino es un vino muy nuevo.
Salomé - ¿De qué vino estás hablando tú ahora, so condenado?
Jesús - ¡Del Reino de Dios, Salomé, del Reino de Dios que ha llegado a la tierra y que revienta los odres viejos!
La luna había atravesado ya la primera guardia de la noche. Afuera comenzaba a soplar el viento cálido del sur. Los ojos de todos brillaban de curiosidad iluminados por la luz temblorosa de las lamparitas que colgaban de la pared. Jesús, sentado en el suelo, en medio de todos, con la piernas cruzadas, sudaba y sonreía.
Jesús - Amigos, a pesar de los golpes, Juan y yo vinimos muy contentos de Nazaret. Los dos tenemos dentro una alegría muy grande. Y no la queremos esconder ni guardar para nosotros solos. Es la buena noticia que escribió hace tantos años el profeta Isaías y que leímos allá en mi aldea y que se cumple ahora: ¡El Reino de Dios ha llegado! Sí, vecinos, sí, vecinas, el tiempo se ha cumplido. Cuando se cumple el tiempo de que la oveja tenga sus crías, los corderos nacen. Es su hora, no pueden esperar. Esta es la hora de Dios. Dios no espera más. ¡Aunque ahora estamos achicados, Dios nos irá abriendo camino y saldremos adelante si empujamos todos juntos!
Pedro - ¡Bien dicho! ¡Apoyo a Jesús!
Santiago - ¡Así se habla, moreno!
Salomé - ¡Un momento, un momento, escandalosos! Esa flauta suena muy bonita. Todo eso está muy bien. Y yo soy la primera que arrimo el hombro si hace falta, que si hay que pelear ya estoy entrenada con todos los sartenazos que le he tenido que dar al granuja de mi marido.
Zebedeo - Oye, oye, qué estás diciendo tú ahora que...
Salomé - No, viejo, es que hay que poner los pies en la tierra. ¿Quiénes van a enderezar el mundo? ¿Ustedes? ¿Con un agujero en cada sandalia y dos parches en el trasero? ¡Vamos, hombre, no suban tan alto que se les va a ver lo que no hay que ver!
Pedro - Bueno, doña Salomé, por algo hay que comenzar, ¿no?
Salomé - ¡Pues comiencen por estarse tranquilos, caramba, y no se metan donde no los llaman!
Zebedeo - No, vieja, tampoco así. Los muchachos tienen su razón. Nos pasamos todo el día y la mitad de la noche diciendo que las cosas van mal y que van peor, pero no meneamos ni el dedo chiquito para mejorarlas. Entonces, ¿qué?
Salomé - Pero, hombre de Dios, abre los ojos, que tú vas a acabar también tirado en el hoyo. Dime tú, ¿cuándo se ha visto a un pichoncito desafiando a un águila, dime? Los ricos siempre nos sacan ventaja. Métanse eso en la mollera, muchachos.
Felipe - Yo, por lo menos, ya me lo metí en la mía.
Felipe, el vendedor, que no había abierto la boca en todo el rato, se rascó su gran cabeza y nos miró a todos con cara de mal agüero.
Felipe - No es que yo quiera echar el barco a pique pero, siendo sincero... acá doña Salomé tiene más razón que un juez. ¿Qué diablos podemos hacer nosotros que somos los últimos de la cola, eh? Opino que lo mejor es dejar este negocio y que cada ratón vuelva a su cueva. Así que, si no mandan otra cosa...
Jesús - Espera, Felipe, no te vayas todavía. Ven acá, cabezón.
Felipe - ¿qué es lo que quieres ahora, Jesús?
Jesús - Que me digas una cosa que sea pequeña.
Felipe - No, no me vengas con tus cuentos, moreno, que ya nos conocemos.
Jesús - Que no, Felipe, que me digas una cosa que sea bien pequeña.
Felipe - Bueno, pues... ¿Una cosa pequeña? A ver... pues un peine.
Jesús - No, más pequeña todavía.
Felipe - ¿Más pequeña que un peine? Pues... qué sé yo... una sortija.
Jesús - Más pequeña aún.
Felipe - Bueno, entonces... ¡un alfiler! De todas las cosas que yo cargo en mi carretón es la más chiquita.
Jesús - Todavía es muy grande, Felipe. Piensa en algo que sea del tamaño de la cabeza de ese alfiler. ¿Qué es lo más pequeño que puede tener un campesino en su mano?
Felipe - Lo más pequeño...
Rufa - ¡Una semilla de mostaza!(2)
Jesús - Eso mismo, abuela Rufa, usted lo ha dicho. Una semilla de mostaza.
Rufa - Pero es que esa adivinanza estaba fácil, Jesús. La mostaza es la cosa más gurruminosa que hay en el mundo. Una semillita así, de nada, casi ni se ve.
Jesús - Pero cuando esa semillita cae en la tierra y prende, se convierte en un árbol grande, de la altura de dos hombres. Un árbol tan grande que los pájaros vienen hasta él buscando sombra y alimento.
Salomé - Ya te vi la oreja, moreno. Un grupo muy pequeñito, pero que puede hacer cosas muy grandes.
Jesús - Así mismo, Salomé. El Reino de Dios es como una semillita de mostaza.
Pedro - ¡Bien dicho! ¡Y aquí estamos nosotros, los sembradores, dispuestos a lo que sea! Y los cobardes, los que se quieran ir como Felipe, ¡que se queden un rato más, caramba, que ya bastante pocos somos!
Todavía seguimos hablando y discutiendo hasta muy tarde. Fuera, el viento de la noche removía las aguas del lago y hacía vibrar las hojas rugosas de los árboles de mostaza sembrados en sus orillas.
Mateo 13,31-32; Marcos 4,30-32; Lucas 13,18-19.
1. El concepto de Reino de Dios es uno de los más frecuentes en las palabras de Jesús conservadas en los evangelios. Jesús hizo varias comparaciones para dar a entender qué era el Reino que él anunciaba. Entre otras cosas, dijo que el Reino de Dios era un vino nuevo que rompía los odres viejos, una nueva forma de entender a Dios, una nueva forma de vivir. Esta comparación la hizo Jesús en los comienzos de su actividad pública, rescatando la importancia de las leyes sociales del tiempo de Moisés -el Año de Gracia entre ellas- que buscaban la igualdad entre los seres humanos y evitar que unos acumularan en exceso a costa de otros que se morían de hambre. Eran leyes antiguas que no se habían cumplido y que Jesús quiso rescatar con el vino nuevo del Reino de Dios. Jesús anunció que el Reino de Dios debe comenzar en la tierra borrando las diferencias entre pobres y ricos, entre hombres y mujeres, repartiendo equitativamente los bienes de la tierra, viviendo todos los seres humanos como hermanos y como hijos e hijas de un mismo Padre, con los mismos derechos y las mismas oportunidades. En la concepción de Jesús, cuando esto sucede, ha llegado el Reino de Dios.
2. La mostaza es una planta que crece de forma silvestre en toda Palestina. En las orillas del lago llegaba a alcanzar hasta tres metros de altura. La imagen de un árbol que sirve de cobijo a los pájaros y que da sombra a los que se acercan es un símbolo de la bondad y la generosidad de Dios (Ezequiel 17, 22-24). En los antiguos dichos de los rabinos judíos, la semilla de mostaza era considerada la más pequeña de las simientes conocidas. Y aunque el arbusto de la mostaza no llega a ser un árbol, Jesús lo llamó así, exagerando, para resaltar cómo los planes de Dios sorprenden a los seres humanos y superan toda imaginación.