Noemí - Toma, hijo. Confórmate con este pan y...
Abel - ¡Confórmate, confórmate! ¡Maldita sea, trabajar de sol a sol como un animal para esto, un pedazo de pan duro!
Noemí - Ay, hijo, ¿y qué hago yo si no hay más? Le debemos a todo el mundo, nadie quiere prestarnos un céntimo, yo no puedo.
Abel - No eres tú, mamá, no te lo digo a ti. Es que esto no hay quien lo aguante... Y mañana, vuelta a empezar, a seguir llenándole el granero a ese avaro de Eliazín, y volver aquí de noche a mascar un mendrugo. ¡Esto no es vida, maldita sea, esto no es vida!
Noemí - Abel, hijo, no maldigas así, que Dios nos puede castigar.
Abel - ¡Y encima eso! ¡Se pasa uno la vida reventado y atrás viene Dios a castigarnos! ¡Pues que nos castigue o que haga lo que le dé la gana, a mí qué me importa! ¡Al diablo con Dios y con Eliazín y con todos! ¡Ay! ¡Ay… este dolor!
Noemí - Hijo, hijo, ¿qué te pasa?
Abel - Nada... no es nada, mamá. Deja, me voy a acostar.
Noemí - ¿Te sientes mal, hijo?
Abel - Estoy cansado, como si me hubieran molido a palos... y un frío por todo el cuerpo...
Noemí - ¡Ay, Dios mío, Señor! ¿Cuándo te acordarás de nosotros, cuándo?
Al caer la tarde, Abel empeoró…
Vecina - Déjemelo ver, vecina. Ay, sí, este muchacho está ardiendo de fiebre... y tiene mala cara.
Noemí - ¡Ay, Dios santo! ¿Y qué hago yo? ¿Qué hago?
Vecina - No se desespere, vecina. Mire, ahora mismo voy y le preparo un cocimiento de limón agrio y ya usted verá cómo se mejora.
Noemí - ¿Usted cree, vecina?
Vecina - Ya verá que sí. Bueno, y si no, ¿qué le vamos a hacer? Usted no se angustie, Noemí, que lo que está para uno ni Dios lo quita ni el diablo lo pone.
Aquella noche vino el médico...
Médico - El muchacho está grave, mujer. Estas fiebres negras le han agarrotado todo el cuerpo.
Noemí - Hace dos días que no dice una palabra, doctor. Ya no sabe ni quién soy... ¡Ay, mi hijo, mi hijo!
Médico - No puedo hacer nada por él.
Noemí - ¿Y... se morirá?
Médico - Saber de la muerte es cosa de Dios y no de nosotros los médicos.
Noemí - Si se me muere, ¿qué voy a hacer yo? Él es lo único que tengo, lo único.
Lo único que tenía Noemí era aquel muchacho. Hacía varios años que su marido había muerto. Desde entonces, para criar a su hijo, Noemí había trabajado en el campo sacando fuerzas de donde podía. Sus manos estaban llenas de callos y su cara todavía joven, llena de arrugas. Aquel año, como en tantas otras casas de Israel, el hambre había llegado a casa de Noemí. Y con el hambre, la enfermedad. A la madrugada de aquel día, llegó la muerte.
Noemí - ¡Abel, hijo! ¡Abel!... ¡Abel!
Vecina - No lo llames, Noemí. El muchacho ha muerto.
Noemí - ¡No puede ser! ¡No puede ser!
Vecina - Resígnate, mujer: Dios te lo dio, Dios te lo quitó.
Noemí - ¡Pero yo lo necesitaba! Era lo único que tenía... Yo vivía para él! Ahora, ¿para qué quiero vivir ya, para qué?
Vecina - Confórmate, Noemí, ten paciencia.
Noemí cerró los ojos de su hijo Abel y, ayudada por sus vecinas, lavó su cuerpo y lo envolvió en un lienzo blanco y limpio. Al poco rato, aparecieron por allí las plañideras, aquellas mujeres que lloraban a nuestros difuntos y avisaban a todos con sus cantos tristes la llegada de la muerte. En todas las casas del pequeño pueblo de Naím, se oyeron sus gritos de dolor.(1) Y los amigos de Noemí fueron a consolarla y a preparar el entierro de su hijo.
Vecina - Ay, Noemí, pero si tu Abel estaba hasta hace una semana trabajando contigo en el campo... ¡Así, tan de repente!
Noemí - Fueron las fiebres negras. Hace cuatro días cayó en cama y ya no se levantó más. ¡Ay, ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!
Noemí se revolvía los cabellos y se arañaba la cara, llorando sin consuelo. Junto al muerto, las plañideras hacían lo mismo.(2) Algunos hombres tocaban con sus flautas viejas la música triste de los velorios. Mientras tanto, otros preparaban la camilla donde iban a colocar al muchacho para llevarlo a enterrar.
Vecina - Es el destino, Noemí. El destino de cada uno está escrito en el libro del cielo. Por más que llores, tus lágrimas no lo podrán borrar. Confórmate.
Noemí - ¡Me quedo sola! ¡Me he quedado sola! ¡No tengo marido que me dé otros hijos! ¡Ni tengo otros hijos que me den nietos! ¿Para qué me sirven mi vientre y mis pechos y mis manos? ¡Para nada!
Vecina - Resígnate, mujer, es el destino.
Noemí - ¿Por qué? ¿Por qué a mi? ¡Era lo único que yo tenía!
Vecina - Las fiebres negras son malas fiebres.
Noemí - Pero él era muy joven. ¡No tenía que morir! ¡No tenía que haber muerto!
Vecina - Confórmate, mujer, confórmate...
Por aquellos días de hambre, Pedro y yo fuimos con Jesús hasta Nazaret. Jesús quería llevarle a María, su madre, un poco de dinero y ver cómo estaba. Antes de regresar a Cafarnaum, pasamos por Naím. Allí vivía un primo de Jesús, y María nos había dado un encargo para él. Naím es un pueblo pequeño, pegado a las faldas del monte Gabial y custodiado muy de cerca por la altura del Tabor. Cuando nos acercábamos a Naím, oímos a lo lejos la música triste de las flautas y los lamentos de las mujeres.
Pedro - ¡Maldición! Ya es el tercer muerto que nos encontramos por estos caminos. Desde que salimos de Cafarnaum, no hacemos otra cosa que toparnos con entierros.
Juan - Habrán sido otra vez esas fiebres negras. Debe ser una epidemia.
Jesús - ¡Qué epidemia! Es el hambre, Juan, el hambre. Los pobres nos estamos muriendo de hambre. No ha habido cosecha, los precios han subido, los impuestos también. ¿Cómo no se va a morir la gente? ¡Y a eso lo llamamos fiebres negras!
Por el camino que sale del pueblo, el entierro se acercaba a nosotros. Delante de todos, las plañideras, vestidas de saco, se golpeaban con fuerza el pecho desnudo y se tiraban de los pelos mientras gritaban angustiosamente. Detrás, sostenido en una camilla por cuatro hombres, venía el muerto. Iba envuelto en un lienzo blanco. Entonces, lo vimos. Era un muchacho joven. No había aún barba en su rostro. Al lado, la que debía ser su madre, con la cara llena de arañazos, lloraba y se rasgaba los vestidos levantando sus brazos al cielo. La acompañaban muchos hombres y mujeres del pueblo. Cuando el cortejo pasó cerca de nosotros, nos unimos a él.
Vecina - ¡Ay, Dios mío! ¡Pobre Noemí! ¡Pobre Noemí!
Juan - ¿Quién es el muerto, mujer?
Vecino - Abel, el hijo de Noemí. Su madre es viuda desde hace seis años. Este era el único hijo que tenía. ¡Qué desgracia! ¡Morir tan joven!
Jesús - Este muchacho no tenía que morir.
Vecina - ¡Claro que tenía que morir! Fueron las fiebres negras. Esa enfermedad no perdona. ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Señor!
El cortejo iba por el camino estrecho y polvoriento que bordea la colina de Naím y sale al fondo, donde quedaba el pequeño cementerio.
Vecina - ¡Murió esta mañana, cuando salía el sol!
Jesús - No murió, mujer. No digas que murió. Di mejor que lo mataron. ¡Sí, sí, a este muchacho lo han matado los que subieron los precios del poco trigo que nos dejaron las lluvias! ¡Lo han matado los que siguen enriqueciéndose mientras los hijos de Israel se mueren de hambre!
Los que iban al final del cortejo, se volvieron a mirar a Jesús, que había dicho aquellas palabras alzando su voz por encima de los lamentos y de las flautas. Al momento, el revuelo se fue extendiendo entre aquella caravana y los que llevaban al muerto se detuvieron también. Todos nos miraban.
Vecino - Pero, ¿qué están gritando esos forasteros ahí atrás? ¡Más respeto, caramba!
Vecina - Este hombre dice que a Abel lo han matado, que no han sido las fiebres negras ni ninguna otra fiebre, sino que se murió de hambre.
Comadre - ¿Y ya qué importa? El muerto, muerto está.
Noemí - ¡Mi hijo! ¡Ay, mi hijo!
Vecino - ¡Sigan adelante! ¡Basta de palabrerías! ¡A ver! ¡Sigan tocando las flautas!
Noemí - Dios mío, ¿por qué me lo quitaste, por qué?
Jesús, sin decir una palabra más, empezó a abrirse paso entre los tañedores de flauta y los campesinos de Naím. Pedro y yo lo seguimos. Cuando llegamos junto a la madre del muchacho, Jesús se detuvo y empezó a rezar en voz baja la plegaria por los muertos de Israel. A su lado, las plañideras seguían llorando, cumpliendo con su oficio.
Noemí - ¡Mi hijo! ¡Se me ha muerto mi hijo! ¡Y era lo único que tenía!
Vecina - Y ustedes, ¿qué pasa con ustedes que vienen a estorbar el entierro?
Jesús se acercó a la madre del muchacho...
Jesús - Vamos, mujer, no llores más.
Los ojos de Noemí, arrasados de lágrimas, dejaron de mirar al cielo cerrado y oscuro y se volvieron hacia Jesús.
Noemí - ¡He perdido todo lo que tenía! ¡Todo!
Vecina - Vamos, Noemí, confórmate.
Noemí - ¡No quiero que haya muerto! ¡No quiero, no quiero!
Jesús - Dios tampoco quiere que tu hijo haya muerto. Dios tampoco se conforma.
Juan - Vamos, Jesús, vámonos de aquí ya. No podemos hacer nada.
Jesús - No, Juan, déjame verlo...
Entonces Jesús se acercó a la camilla donde llevaban al muchacho muerto y se quedó mirándolo. También él tenía lágrimas en los ojos. Las plañideras rodearon el cadáver, con sus pelos revueltos y sus gritos de dolor. No dejaban de lamentarse.
Jesús - ¿Cómo se llamaba tu hijo?
Noemí - Abel, se llamaba Abel...
Jesús - Claro, Abel… La historia sigue repitiéndose. Abel... ¿Dónde están los caínes que te mataron? ¿Hasta cuándo, Dios de Israel? ¿Hasta cuándo estarás sordo al grito de tantos hijos y de tantas hijas tuyas que se mueren de hambre? ¿Hasta cuándo nuestras madres llorarán a sus hijos que mueren antes de tiempo? La sangre de este Abel clama a Dios desde la tierra. Este muchacho no tenía que morir, no puede morir. ¡Abel, levántate, Abel!
Jesús se inclinó sobre el muchacho muerto, lo tomó por un brazo y lo incorporó. Y Abel abrió los ojos, unos ojos muy grandes y asustados, como si se despertara de una larga pesadilla.
Noemí - ¡Hijo, hijo mío!
Al ver aquello, los hombres que llevaban la camilla la dejaron caer en el suelo y echaron a correr enloquecidos. Detrás de ellos, corrieron también las plañideras y los tocadores de flauta y los vecinos de Naím. Corrían y gritaban espantados. Pedro estaba blanco como el polvo del camino y a mí me temblaban las piernas. Con nosotros sólo quedó la madre que miraba a su hijo con los ojos todavía llenos de lágrimas, sin atreverse a tocarlo.
Noemí - ¡Abel, Abel, hijo mío!
Jesús parecía cansado, como el que acaba de pelear una dura batalla. En toda Galilea se supo muy pronto lo que había pasado en Naím. Y la gente decía: “Tenemos un profeta entre nosotros. Dios ha venido a ayudar a su pueblo”.
Lucas 7,11-17
1. Naím es una pequeña ciudad situada a 15 kilómetros de Nazaret, en las faldas del monte Gabial y custodiada de cerca por la altura del monte Tabor. Su nombre significa “Bonita”. Actualmente, una pequeña iglesia franciscana recuerda el paso de Jesús por esta aldea.
2. No sólo lloraban al difunto sus vecinos y parientes. También acudían las plañideras, que tenían por profesión llorar a los muertos e incluso recibían dinero por hacerlo. Los israelitas expresaban su dolor ante la muerte con distintos gestos: se rasgaban los vestidos, se dejaban sueltos los cabellos, se daban golpes de pecho, se echaban ceniza en la cabeza. Desde que se tenía noticia de la muerte de alguien hasta el entierro del cadáver, que solía hacerse ocho horas después del fallecimiento, se lloraba al muerto con un llanto ritual, a menudo escandaloso. El velorio y el entierro lo acompañaban generalmente tañedores de flauta. Los familiares varones cargaban el cadáver en un féretro o en parihuelas, precedidos por las mujeres. Las plañideras lloraban, gritando o cantando las lamentaciones, que casi siempre comenzaban con un “ay”. Aún después del entierro, estos lamentos se repetían a lo largo de siete días, tiempo que duraba el duelo en Israel.