Juan - ¿A dónde, vieja?
Salomé - ¿Cómo que a dónde? A la casa de Simón el fariseo. Hoy presenta a su hijo en la sinagoga y da una fiesta para celebrarlo.
Juan - ¡Para fiestas estoy yo! ¡Y menos en casa de ese tipo!
Santiago - Vamos, Juan, anímate. Donde Simón siempre hay buenos pasteles. ¿Y tú, Pedro? ¿Tampoco quieres venir?
Pedro - ¿Y qué se me ha perdido a mí en casa de ese viejo roñoso?
Salomé - Tú dirás que es un tacaño, Pedro, pero mira, ha invitado a toda la familia. Y como aquí en Cafarnaum, el que no es nieto es sobrino del viejo, imagínate, media ciudad irá hoy a comer allá.
Santiago - Sí, hombre, vamos, no sean desabridos. Pedro, avísale a Rufina. Y tú, Andrés, no te quedes ahí como un espantapájaros. Jesús, ¿qué pasa contigo? ¿No vienes?
Jesús - Yo iría, Santiago, pero ni soy nieto ni sobrino de ese tal Simón.
Santiago - Bah, eso da lo mismo, moreno. Tú eres amigo nuestro y los amigos de la familia son familiares también. Te digo que la casa va a estar más llena de gente que un barril de aceitunas. ¡Ea, muchachos, a divertirnos!
El pelirrojo nos animó a todos. Y al poco rato, estábamos en la calle de los prestamistas, frente a la casa de Simón, el fariseo.(1) Mientras esperábamos a que abrieran la puerta, vimos allí, junto al muro, a dos mujeres que todos conocíamos.(2) Una de ellas, la más joven, empezó a hacerle señas a Jesús.
María - ¡Psst! ¡Eh, tú, el de Nazaret! ¡Psst! ¿Qué tal? Este es un amigo mío, Selenia, no te metas con él.
Selenia - ¿Y quién es, tú?
María - Bah, un chiflado.
Jesús - ¡Caramba, María! Ya tenía ganas de saber de ti. ¿Cómo te va la vida?
María - En el negocio, paisano. ¡Hay que aprovechar las oportunidades! ¿Verdad, Selenia?
Jesús - ¡Y ustedes las aprovechan bien porque desde la otra calle vengo oliendo el perfume!
Selenia - ¡Ay, sí, paisano, como nosotras trabajamos de noche, no nos ven, pero nos huelen!
María - Sí, ríete ahora, tonta, que después a lo mejor te tienes que pasar tres horas aquí, arrimada al muro. Y total, para nada.
Selenia - Bueno, no te quejes, que con este moreno ya tú resolviste la noche.
María - No metas el hocico, Selenia. Ya te dije que esto es otra cosa.
Jesús - Es que María y yo somos amigos, ¿sabes?
Selenia - Sí, ya lo estoy viendo. Lo que pasa es que María se echa encima mucho colorete y muchos potingues y me saca ventaja. Está bien, colega, me ganaste, me rindo.
María y Selenia llevaban colgado al cuello un frasco pequeño lleno de aceite de jazmín. Era el perfume que usaban siempre las prostitutas.
Juan - ¡Eh, tú, Jesús, ven, ya van a abrir la puerta!
Jesús - ¡Ya voy, Juan, espérate!
María - Tú siempre con esos tipos, vaya manía que tienes con ellos. ¡Vete, vete con tus amigos, que si no empujas, te dejan fuera!
Jesús - ¿Y qué? ¿Ustedes no entran?
María - ¿Nosotras? ¡Ja! ¿No te lo dije, Selenia? ¡Este tipo está tururú!
Jesús - No, María, te hablo en serio. ¿Por qué no entran con todos?
María - ¡Qué más quisiera una! ¡Al menos para comer pasteles! Pero nuestro sitio está aquí afuera. ¿Cómo vamos a entrar? Esta es una casa muy honrada y muy limpia, la casa del fariseo Simón... ¡Que el diablo se lo trague de un bocado, maldito viejo!
Jesús - ¿Por qué hablas mal de él? ¿Te ha hecho algo a ti?
María - A mí, no. Pero a todos los desgraciados que le deben dinero! ¡Así se ha hecho rico pronto: prestando diez y cobrando veinte, y agarrando por el gañote a los infelices que no pueden pagarle a tiempo!
Juan - ¡Eh, Jesús!, ¿qué pasa contigo? ¿No vienes?
Jesús - Oye, Juan, ¿y estas muchachas no pueden entrar también a la fiesta?
Juan - ¿Quiénes? ¿Estas dos mariposas?
María - Sí, hombre, cuélanos. Ya ves, el negocio está malo... ¡Y ahí dentro por lo menos nos zampamos algo caliente!
Jesús - ¿Qué te parece, Juan? ¿Las podremos pasar?
Juan - Sí, hombre, nadie se va a dar cuenta. Ea, vengan con nosotros y se disimulan en medio del grupo.
María - ¡Ay, caramba, esto sí que tiene gracia! ¡Bueno, ya dicen que más vale llegar a tiempo que ser convidado! ¡Vamos, Selenia, movilízate!
Selenia - No, no, María. Yo mejor me quedo fuera por si cae algún cliente. Ve tú. Y cuando te aburras, sales y te cambias conmigo.
María - Bueno, colega, tú te lo pierdes. ¡Hasta pronto!
Selenia - Hasta pronto, ¡Y no te olvides de traerme un pastelito!
Nos juntamos con Pedro y los demás y ya estábamos cruzando la puerta de entrada cuando uno de los sirvientes con cara muy seria le cortó el paso a María, la magdalena.
Sirviente - Eh tú, buena zorra, ¿y por dónde te piensas colar, eh? Esta es una casa decente, ¿lo oyes? ¡Vete, vete, fuera!
Jesús - Oye, amigo, ¿esta mujer te ha molestado en algo a ti? No la molestes tú tampoco a ella.
Sirviente - Mira, nazareno... Claro, tú no eres de aquí y no sabes. Pero esta tipa que tienes al lado es una fulana. Entonces...
Jesús - Entonces, nosotros que estamos con ella seremos también unos fulanos. ¿Tienes algo más que decir?
Sirviente - ¡Al cuerno contigo, forastero! Está bien, entren con ella. Pero te lo advierto, descarada: no armes ningún lío. ¡Y ustedes, límpiense cuando salgan para que no apesten a jazmín!
María - Hijo de mala perra... ¡Puah! Esta es una casa decente... Sí, sí, ahora no se mancha los ojos mirándome. ¡Pero ve mañana a mi casa y será el primero aporreándome la puerta! ¡Asco de tipo!
Jesús - Déjalo, María. Si no quieres que se metan contigo, no te metas tú tampoco con ellos. ¡Ven, vamos dentro!
El patio de la casa era muy grande y cabía mucha gente en él. A los del barrio nos sentaron hacia el fondo, sobre esteras de paja, y nos dieron dátiles para entretener el estómago. Las mesas de delante, muy adornadas, y con la mejor comida, eran para los comerciantes y los parientes ricos de Simón, el fariseo. Uno de ésos se acercó a donde estábamos.
Hombre - ¡Vaya, María, buena pieza en el anzuelo! ¿Cómo conseguiste al de Nazaret?
María - ¡Condenado asqueroso! ¡Vete, vete de mi lado, que ahora no estoy trabajando!
Hombre - Está bien, muchacha, no te pongas así. Era una broma...
María - ¿No te lo dije, Jesús? Nuestro sitio es afuera.
Jesús - Tú te lo buscas, María. ¿Quién te manda a echarte tanto perfume encima? ¡Ni con un cepillo de carpintero se te raspa! Anda, olvídate de eso y come algo.
Entonces llegó el cojo Benito, haciendo eses y con una jarra de vino a medio terminar.
Benito - ¡Pero mira la sirena que se asoma en esta playa! ¡Hip! ¡Mariíta de mi alma, tanto tiempo buscándote y al fin te encuentro! ¡Hip!
María - ¡Sigue tu ruta, viejo verde, y lárgate a dormir la mona!
Benito - No me trates así, preciosa. A mí me sobra vino... y a ti te sobra ropa! ¡Hip! ¿No es cierto, amigo? ¡Esta está mejor sin tanto traperío!
EL cojo Benito se lanzó sobre María. De un tirón, le rompió el vestido. Entonces Jesús empujó al borracho y éste resbaló y cayó de espaldas. Enseguida se armó el revuelo en aquel rincón del patio. Para colmo, el frasco de jazmín que María llevaba al cuello, rodó por el suelo, se hizo añicos y aquello comenzó a oler como una feria.
Sirviente - ¿Qué diablos pasa aquí? ¡Te lo avisé, ramera, que no quería líos!
Jesús - El lío lo han armado ustedes.
Sirviente - ¡Tú, forastero, cállate! ¡Y tú, maturranga, ahora vas a saber quién soy yo!
El sirviente levantó el cacharro que llevaba en las manos con un gesto de amenaza. María se agachó y se tiró a los pies de Jesús buscando protección.
Sirviente - ¡Quítate, que a ésta la voy a enseñar yo a respetar las casas decentes!
Jesús - ¡Santiago, Juan, ayúdenme!
Mi hermano y yo caímos sobre el sirviente, pero otros vecinos cayeron sobre nosotros…
Un hombre - ¡Toma, por entrometido!
La cosa se hubiera complicado, si en ese momento no llega a aparecer, alarmado por el alboroto, Simón el fariseo, el dueño de la casa.
Simón - ¿Pero, qué pasa aquí? ¿No podemos tener la fiesta en paz?
Jesús - Aquí no pasa nada. Conversando solamente.
Simón - ¿Conversando? Y ésa que está en el suelo, ¿está conversando también?
Sirviente - Esa es una tipeja de la calle de los jazmines.
Simón - ¿Anjá? ¿Y qué hace una fulana aquí en mi casa? ¿Quién la dejó entrar?
Jesús - Fui yo, Simón. Entró conmigo.
Simón - ¿Y quién eres tú para ensuciar mi casa?
Sirviente - Este es el forastero de Nazaret, seguramente ya habrá oído hablar de él. Tiene fama de profeta.
Simón - ¡Pues vaya profeta! Yo no sabía que los profetas de ahora se dejaban sobar por las rameras. ¡Vamos, vamos, saquen a esta fulana de mi casa! ¡Prefiero oler los orines de gato que los perfumes de pecadoras!
María continuaba en el suelo. Lloraba avergonzada a los pies de Jesús con todo el pelo revuelto.
Simón - ¡He dicho que saquen a esta fulana! ¡Mi casa es una casa decente!
Jesús - Simón, con tu permiso, ¿me dejas preguntarte una cosa?
Simón - ¿Qué quieres tú, forastero? Habla pronto. Este perfume me da náuseas.
Jesús - Oye esta historia, Simón: dos hombres le debían dinero a un prestamista. Uno le debía cincuenta denarios y el otro quinientos. Pero los dos perdieron la cosecha y ninguno tenía un céntimo para pagarle.
Simón - Y el prestamista los metió en la cárcel, como se merecían.
Jesús - No, al revés, sintió lástima y perdonó a los dos la deuda. Ahora, dime, Simón: ¿Cuál de los dos hombres tendrá más agradecimiento al prestamista?
Simón - ¡Vaya pregunta! El de los quinientos denarios. Le perdonó más, le agradece más. ¿Qué tiene que ver eso con esta fulana?
Jesús - Tiene mucho que ver. Pero no sé si tú lo entenderás. Porque tú nunca has perdonado a nadie ni nunca tampoco has necesitado perdón. Esta sí. Y por eso, sabe agradecer.
Simón - ¿Qué es lo que tiene que agradecer?
Jesús - A ti, desde luego, nada. Cuando entramos nosotros, los del barrio, nos pusiste aquí atrás, no viniste a saludarnos y ni siquiera nos diste agua para lavarnos las manos. A ti, nada. A Dios, sí. A Dios le tiene que dar las gracias, porque le ha perdonado toda la deuda que tenía con él.
Entonces Simón, el fariseo, apretó la empuñadura de su bastón y miró a Jesús con una mueca de desprecio...
Simón - ¡Charlatán! Saquen a esta fulana de aquí. Y al nazareno también. Y a todo el que apeste a jazmín. ¡Prefiero oler los orines de gato que el perfume de las pecadoras!
Jesús levantó del suelo a María y salió con ella a la calle. Nosotros también nos fuimos de allí. Y otros más del barrio. Yo creo que fue desde aquella fiesta en casa de Simón, cuando María, la de Magdala, empezó a cambiar.
Lucas 7,36-50
1. Los fariseos no eran solamente hombres de la clase alta. Abundaban entre la clase media y los había también entre las clases más sencillas. Con sus enseñanzas, los fariseos habían ganado muchos adeptos entre la población rural. Lo que los caracterizaba a todos era la soberbia con la que se creían la comunidad de los elegidos de Dios por cumplir escrupulosamente las leyes y las costumbres religiosas. Por eso despreciaban a los inmorales y los consideraban malditos de Dios. A lo largo de todo el evangelio Jesús les echó en cara su hipocresía.
2. Un viejo proverbio de los rabinos en tiempos de Jesús decía: “No debe hablarse mucho con una mujer en la calle”. No sólo con una prostituta -que ya era el colmo-, sino con cualquier mujer. Jesús rompió en multitud de ocasiones las costumbres de su pueblo con respecto a la relación con las mujeres. Y dentro de esta libertad suya frente a las tradiciones, trató con especial preferencia a las “malas mujeres”, con lo que escandalizó profundamente a las “buenas” mujeres y hombres de su tiempo.