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51- DOS MONEDITAS DE COBRE
51- DOS MONEDITAS DE COBRE
Descripción:

48- LOS TRECE Estaba ya cerca la fiesta de la Pascua.(1) Como cada año, al llegar la luna llena del mes de Nisán, los hijos de Israel volvíamos los ojos hacia Jerusalén, deseando celebrar dentro de sus muros la fiesta grande de la liberación de nuestro pueblo. En todas las provincias del país se organizaban caravanas. En todos los pue­blos se formaban grupos de peregrinos que se reunían para viajar a la ciudad santa. Jesús - ¿Por qué no vamos este año juntos, compañeros? Pedro - Apoyo la idea, Jesús. ¿Cuándo salimos? Jesús - Dentro de dos o tres días estaría bien, ¿no, Pedro? Juan, Andrés, ¿qué les parece a ustedes? Juan - No hay más que hablar. Vamos con los ojos cerrados. Pedro - ¿Y tú, Santiago? Santiago - Seremos muchos galileos en la capital para la fiesta. Algún lío podremos armar, ¿no? ¡En la Pascua es cuando las cosas se ponen calientes! Jesús - Entonces, ya somos cinco. Al día siguiente, era día de mercado, y Pedro fue a ver a Felipe el vendedor. Felipe - Bueno, bueno, pero ustedes van a Jerusalén ¿a qué? ¿A meterse en líos y hacer revolución... o a rezar? Aclárame eso, que yo entienda bien. Pedro - Felipe, vamos a Jerusalén y eso basta. ¿Vienes o no? Felipe - Está bien, está bien, narizón. Voy con ustedes. A mí no me pueden dejar fuera. Pedro - ¡Contigo ya somos seis! Y Felipe avisó a su amigo... Felipe - ¡Natanael, tienes que venir! Natanael - Pero, Felipe, ¿cómo voy a dejar el taller así? Además, todavía tengo callos de la otra vez, cuando fuimos al Jordán. Felipe - Aquel fue un gran viaje, Nata. Y éste será todavía mejor. Decídete, hombre. Si no vienes, te arrepentirás en todo lo que te resta de vida. Natanael - Bueno, Felipe, iré. ¡Pero entérate de que lo hago por Jerusalén, no por ti! Felipe - ¡Entonces seremos siete! En aquellos días, pasaron por Cafarnaum nuestros amigos del movimiento zelote, Judas, el de Kariot, y su compañero Simón. También se animaron a viajar a Jerusalén para la fiesta. Con ellos dos, ya éramos nueve. Juan - Oye, Andrés, me dijeron que Jacobo, el de Alfeo, y Tadeo, pensaban ir a la capital en estos días. ¿Por qué no les decimos que vengan con nosotros? Con Tadeo y con Jacobo, los dos campesinos de Cafarnaum, ya éramos once. Jesús - Oye, Mateo, ¿tú vas a ir a Jerusalén para la fiesta? Mateo - Sí, eso voy a hacer, Jesús. ¿Por qué me lo preguntas? Jesús - ¿Con quién vas, Mateo? Mateo - Conmigo. Jesús - Vas solo, entonces. Mateo - Me basto y me sobro. Jesús - ¿Por qué no vienes con nosotros? Estamos pensando en ir un grupo para allá. Mateo - ¡Puah! ¿Y quiénes son ese grupo? Jesús - Andrés, Pedro, los hijos de Zebedeo, Judas y Simón, Felipe... Ven tú también. Mateo - Esos amigos tuyos no me gustan nada. Y yo no les gusto nada a ellos. Jesús - Mañana salimos, Mateo. Si te decides, ven por la casa de Pedro y Rufina al amanecer. Te estaremos esperando. Mateo - Pues espérenme sentados para no cansarse. ¡Bah, eres el tipo más chiflado que me he topado en toda mi puerca vida! Tomás, el discípulo del profeta Juan, fue el último en enterarse del viaje. Su compañero Matías había regresado ya a Jericó mientras él se quedaba unos días más por Cafarnaum. Tomás - Yo tam-tam-también voy con ustedes. Me-me-me gusta mucho la idea. Aquel primer viaje que hicimos juntos a Jerusalén fue muy importante para todos. Pero, ¡qué ideas tan distintas teníamos entonces de lo que Jesús se traía entre manos, de lo que era el Reino de Dios! El sol todavía no asomaba por los montes de Basán, pero ya nosotros estábamos alborotando a todo el vecindario. Nos íbamos a Jerusalén a celebrar la Pascua. De nuestro barrio ya habían salido unos cuantos grupos de peregrinos. Y en los próximos días viajarían muchos más. Uno tras otro, con las sandalias bien amarradas para el largo camino, fuimos reuniéndonos aquella madrugada en casa de Pedro y Rufina. Pedro - Miren el que faltaba, compañeros… ¡Felipe! Oye, cabezón, ¿tú no venías a Jerusalén con nosotros? Felipe - Claro que sí, Pedro. Aquí me tienen. Uff, si me he demorado un poco, échenle la culpa a éste. No tiene grasa en las ruedas. Santiago - ¿Y para qué lo has traído? ¿No me digas que piensas ir a Jerusalén con ese maldito carretón? Felipe - Pues sí te lo digo, pelirrojo. Yo soy como los caracoles que viajan con todo lo suyo encima. Pedro - Pero, Felipe, ¿tú estás loco? Felipe - Estoy más cuerdo que ustedes. En estos viajes es cuando más se levanta el negocio, amigos. La gente lleva sus ahorritos a Jerusalén. Muy bien. Yo llevo mercancía. Ustedes rezando. Yo vendiendo. Un peine por acá, un collar por allá. A nadie le hago daño, que yo sepa. Santiago - No, no, no, Felipe. Quítatelo de la cabeza. No vamos a ir contigo empujando ese basurero. Ese carretón se queda. Felipe - ¡El carretón va! Santiago - ¡El carretón se queda! Felipe - ¡Si él se queda, me quedo yo también! Juan - Jesús, dile algo a Felipe a ver si lo convences. Tú te las entiendes bien con él. Entonces Jesús nos guiñó un ojo a todos para que le siguiéramos la corriente... Jesús - Felipe, deja el carretón y las baratijas. La perla vale más.(2) Felipe - ¿La perla? ¿De qué perla me estás hablando, Jesús? Jesús - ¡Shhh! Una perla grande y fina, así de gorda. Tú tienes buena nariz de comerciante. ¿Te interesa formar parte del negocio, sí o no? Felipe se rascó su gran cabeza y nos miró a todos con aire de cómplice. Felipe - Habla claro, moreno. Si hay que reunir dinero, yo vendo el carretón. Vendo hasta las sandalias si hace falta. Luego negociamos con ella y sacamos una buena tajada. ¿Cuánto piden por esa perla? Jesús - Mucho. Felipe - ¿Y dónde está? ¿En Jerusalén? Jesús - No, Felipe. Está aquí, entre nosotros. Felipe - ¿Aquí? ¡Ya entiendo, claro! Contrabando. ¿Tú la llevas, Juan? ¿Tú, Simón? Está bien, está bien. Juro silencio. Siete llaves en la boca. Ya está. Pueden confiar en mí. Pero, díganme, ¿cómo la consiguieron? Jesús - Escucha: Tadeo y Jacobo estaban trabajando en un campo. Metieron el arado para sembrarlo. Y de repente, se tropezaron con un tesoro escondido en la tierra. Felipe - ¿Un tesoro? ¿Y qué hicieron con él? Jesús - Lo volvieron a esconder. Fueron al dueño del campo y se lo compraron. Vendieron todo lo que tenían y compraron el campo. Así, el tesoro quedaba para ellos. Felipe - Pero, ¿cuál fue el tesoro que encontraron? Jesús - ¡La misma perla que te dije antes! Ellos la descubrieron. Felipe - ¿La perla? Las perlas se encuentran en el mar, no en la tierra. ¿Qué lío me estás armando tú, nazareno? Jesús - Escucha, Felipe: en realidad, la cosa comenzó en el mar, como tú dices. Pedro y Andrés echaron las barcas al agua. Y tiraron la red. Y la sacaron cargada de peces. Y cuando estaban separando los peces se llevaron una gran sorpresa porque... Felipe - ...porque ahí fue donde encontraron la perla. Jesús - Sí. Y lo dejaron todo, la red, las barcas, los peces. ¡Y se quedaron con la perla, que valía más! Felipe - Pero entonces, el tesoro del campo... Ah, claro, ya entiendo. Y entonces... Espérate. No entiendo nada. Cabeza grande, Jesús, pero poco seso. Aclárame el negocio. Jesús - El negocio, Felipe, es que todos nosotros hemos dejado nuestras cosas, nuestros campos, nuestras redes y nuestras casas por la perla. Deja tú también el carretón. Felipe - Está bien, está bien. Pero por lo menos enséñame la perla para... Jesús - La perla es el Reino de Dios, Felipe. Anda, deja tus cachivaches y ven a Jerusalén con las manos libres. Olvídate por unos días de tus peines y tus collares y celebra la Pascua con la cabeza despierta. Felipe - Así que, ni contrabando ni carretón. Pandilla de granujas, ¡si me siguen tomando el pelo, acabaré más calvo que Natanael! Está bien, está bien, lo dejaré al cuidado de doña Salomé hasta la vuelta. Cuando ya nos íbamos, llegó Mateo. Aunque todavía era muy temprano, ya andaba medio borracho. Santiago - ¿Qué se te ha perdido por aquí, apestoso? Jesús - Bienvenido, Mateo. Sabía que vendrías. Juan - ¿Que vendría a qué? Jesús - Mateo también viene con nosotros. ¿No se lo había dicho? Santiago - ¿Dices que este tipo viene con nosotros o es que he oído mal? Jesús - No, Santiago, oíste bien. Yo le dije a Mateo que viniera con nosotros. Santiago - ¡Al diablo contigo, moreno! ¿Y esto qué quiere decir? Jesús - Quiere decir que la fiesta de Pascua es para todos. Y que las puertas de Jerusalén, como las puertas del Reino de Dios, se abren para todos. Las palabras de Jesús y la presencia de Mateo nos sacaron de quicio. Santiago y yo estuvimos a punto de caerle a puñetazos. En medio del alboroto, Simón y Judas nos llevaron aparte. Judas - Cállate, pelirrojo. No grites más. ¿Es que no entiendes? Santiago - ¿Entender qué? Aquí no hay nada que entender. Jesús es un imbécil. Judas - Los imbéciles son ustedes. Jesús ha planeado la cosa demasiado bien. Juan - ¿Qué quieres decir con eso? Judas - La frontera de Galilea está muy vigilada, Juan. Temen un levantamiento popular. A todos nosotros nos tienen fichados. Y a Jesús, el primero. Yendo con Mateo, la cosa cambia. Llevamos más cubiertas las espaldas, ¿comprendes? Mateo conoce a todos esos marranos que controlan la frontera. Juan - ¿Y tú crees que Jesús lo haya invitado por eso? Judas - ¿Y por qué si no, dime? El tipo es astuto. Piensa en todo. Juan - Pero, Mateo, ¿por qué se presta al juego? Judas - Mateo es un borracho. Dale vino y te sigue como un carnero. Santiago - Tienes razón, Iscariote. Cada vez me convenzo más que con éste de Nazaret iremos lejos. ¡Es el hombre que necesitamos! ¡Ea, muchachos, vámonos ya! Tomás - No, no, espérense un po-po-poco. Juan - ¿Qué pasa ahora, Tomás? ¿Has olvidado algo? Tomás - No, no, no es eso. ¿Se han fi-fi-fijado ustedes cuántos somos? Santiago - Sí, somos trece. Con este puer... quiero decir, con este Mateo somos trece. Tomás - Di-di-dicen que ese número trae ma-ma-mala suerte. Pedro - Bah, no te preocupes por eso, Tomás. Cuando le corten el gañote a alguno de nosotros, seremos doce, número redondo, como las tribus de Israel. ¡Ea, compañeros, andando, Jerusalén nos espera! Éramos trece. Pedro, el tirapiedras, iba delante, con la cara curtida por todos los soles del lago de Galilea y la sonrisa ancha de siempre. A su lado, Andrés, el flaco, el más alto de todos, el más callado también. Mi hermano Santiago y yo, que soñábamos con Jerusalén como un campo de batalla en el que todos los romanos serían destruidos por la fuerza de nuestros puños. Felipe, el vendedor, llevaba en la cintura la corneta con que anunciaba sus mercancías y de vez en cuando la hacía sonar. No quiso separarse de ella. A su lado, como siempre, Natanael. El sol de la mañana relucía en su calva. Caminaba despacio, cansado antes de empezar la marcha. Tomás, el tartamudo, mirando a un lado y a otro con ojos curiosos. No hacía más que hablar con su media lengua del profeta Juan, su maestro. Mateo, el cobrador de impuestos, con los ojos rojos por el alcohol y el paso vacilante. Jacobo y Tadeo, los campesinos de Cafarnaum, caminaban juntos. Simón, aquel forzudo lleno de pecas, iba con Judas, el de Kariot, que llevaba al cuello su pañuelo amarillo, regalo de un nieto de los macabeos. Éramos doce. Trece con Jesús, el de Nazaret, el hombre que nos arrastró a aquella aventura de ir por los caminos de nuestro pue­blo anunciando la llegada de la justicia de Dios. Mateo 10,1-4; Marcos 3,13-19; Lucas 6,12-16. 48.1. Tres veces al año, con ocasión de las fiestas de Pascua, Pentecostés y las Tiendas, los israelitas tenían costumbre de viajar a Jerusalén. También viajaban hacia la capital multitud de extranjeros de los países vecinos. La fiesta de la Pascua era la que atraía el mayor número de peregrinos cada año. Como era en primavera, esto facilitaba el viaje, porque para febrero o marzo terminaba ya la época de las lluvias y los caminos estaban más transitables. Formaba parte esencial de los preparativos del viaje buscar compañía para el camino. Había muchos asaltantes de caminos y nadie se atrevía a hacer solo un viaje tan largo. Por eso se formaban siempre grandes caravanas para las fiestas. 48.2. Las perlas fueron un artículo muy codiciado en los tiempos antiguos. Simbolizaban la fecundidad: eran un fruto precioso de las aguas y crecían y se desarrollaban ocultas, como sucede con el embrión humano. Las pescaban buceadores en el Mar Rojo, en el Golfo Pérsico y en el Océano Índico y eran muy usadas en collares. Los tesoros escondidos son tema predilecto de los cuentos orientales. En el tiempo de Jesús tenían una base histórica. Las innumerables guerras que sacudieron Palestina a lo largo de siglos hicieron que mucha gente, en el momento de la huida, dejara escondido en la tierra sus posesiones más valiosas, hasta un posible retorno que no siempre ocurría. 48.3. El número doce tenía una significación especial en el antiguo Oriente. Seguramente, por el hecho de estar dividido el año en doce meses. En Israel, era considerada como cifra que designaba una totalidad y que sintetizaba, en un solo número, a todo el pueblo de Dios. Doce fueron los hijos de Jacob, los patriarcas que dieron nombre a las doce tribus que poblaron la Tierra Prometida. Una tradición muy antigua dentro de los evangelios recuerda en varias ocasiones que Jesús eligió a doce discípulos, como núcleo de sus muchos seguidores. Cuando en los textos del Nuevo Testamento se habla de “los doce”, se está haciendo referencia a doce personas individuales -de los que tenemos la lista de nombres- y a la vez, “los doce” es un símbolo de la nueva comunidad, heredera del pueblo de las doce tribus. El número doce es particularmente preferido en el libro del Apocalipsis: aparece en las medidas de la nueva Jerusalén y en el número de los elegidos, que serán 144 mil (12 × 12 × mil = totalidad de totalidades).

Libreto:
Aquella mañana, bien temprano, subimos al templo a rezar las oraciones de Pascua, según la costumbre de nuestros padres. Atravesamos el atrio de los gentiles y llegamos a la Puerta que llaman la Hermosa. Junto a ella, como siempre, una hilera de mendigos y de enfermos, levantaban sus manos suplicando una limosna.(1)

Mendigo - ¡Por el amor de Dios, una ayuda para este pobre ciego! ¡Dios se lo pagará, paisano, Dios se lo pagará!

Mendiga - ¡Forasteros, miren estas llagas y sientan lástima de mí!

Judas, el de Kariot, fue el primero en sacar un par de monedas y dárselas a aquella mujer que nos enseñaba sus piernas llenas de úlceras.

Mendiga - ¡Que Dios le dé larga vida y salud!

Judas - Vamos, Natanael, no seas tacaño. Dale algo tú también a esta infeliz.

Natanael - Si no es por no dárselo, Judas. Si a mí se me arruga el corazón como una pasa cuando veo esta miseria. Pero...

Felipe - Pero, ¿qué? Vamos, Nata, afloja el bolsillo. Nosotros estamos mal, pero estos infelices están peor.

Natanael - Ya lo sé, Felipe. Pero ése no es el problema.

Felipe - ¿Y cuál es el problema?

Natanael - ¿Qué se resuelve con un par de monedas, dime?

Felipe - Menos se resuelve con nada.

Natanael - ¿Y a quién le doy la limosna, Felipe? ¿A ésta de las piernas podridas o a aquel otro que está hinchado como un sapo o al ciego de allá o...?

Mendiga - ¡Por el amor de Dios, miren estas llagas y sientan lástima!

Felipe - Tú piensas mucho, Nata. Saca un denario y dáselo a esta pobre mujer. Hoy podrá echarse algo caliente en la tripa.

Natanael - Hoy, Felipe, hoy. Pero, ¿y mañana, eh?

Felipe - Mañana pasará otro por esta puerta y ya le dará otro denario.

Natanael - ¿Y si no se lo da?

Felipe - Bueno, Nata, ¿qué le vamos a hacer? Uno no puede echarse el mundo encima.

Natanael - Nosotros estaremos durmiendo tan tranquilos y esta infeliz aquí muriéndose de hambre.

Felipe - Está bien, me convenciste. Dale entonces dos denarios.

Natanael - ¿Y pasado mañana, Felipe?

Felipe - ¡Al cuerno contigo, Natanael! ¡Tú no sueltas un cobre y a mí me tienes atosigado! ¡Yo no soy el tesorero de los cielos!

Judas - Eh, ustedes, ¿qué les pasa? ¡Dense prisa!

Natanael - Ya vamos, Judas, ya vamos...

Pasamos la Puerta Hermosa y entramos en el atrio de las mujeres, donde está el Tesoro del Templo.(2) Allí, bajo un pequeño pórtico, se encontraban las cajas de bronce donde los israelitas entregábamos los diezmos. En aquellas alcancías también se recogían las ofrendas voluntarias de la gente. Durante los días de Pascua, eran muchos los peregrinos que venían a dar sus limosnas para el culto y el mantenimiento del Templo. Cuando nosotros llegamos, un rico comerciante, con turbante rojo y sandalias de seda, iba dejando caer en la alcancía, uno a uno, un puñado de siclos.

Rico - ¡Para que nuestro Templo brille siempre como brillan estas monedas de plata, amén!

Mujer - ¡Psst, vecina! ¿Sabes quién es ése? ¡Uno de los sobrinos del viejo Anás! Vive en la costa y le lleva el negocio del ganado por allá. ¡Mira qué anillo tiene! Con el precio de ese anillo le podría dar de comer a todos los infelices que están ahí junto a la puerta.

Vecina - Pues fíjate en aquel otro que está a su lado, el que va vestido de griego…

Hombre - ¿Ése no es el hijo del mercader Antonino?

Mujer - El mismito. Un buen hombre ése, sí señor.

Hombre - ¿Un qué? ¡Ja! ¡Que bien se ve que no lo conoces! ¡Ése trata mejor a sus caballos que a sus sirvientes! ¡Menudo señorito!

Mercader - ¡Para que nunca falte incienso en el altar de Dios, amén!

Mujer - ¡Oye a ése! ¡Aquí lo que falta es pan en la barriga de los pobres!

Vecino - ¡Cállate la boca, muchacha! ¿Cómo dices eso? Yo creo que tú estás perdiendo la fe. A mí me parece que ese novio tuyo te está metiendo unas ideas muy raras en la cabeza.

Nosotros también nos acercamos para echar nuestras limosnas en el Tesoro del Templo.

Felipe - ¡Vaya cola, compañeros! ¡Ni la del Leviatán!

Judas - Esto va para largo. Me parece que de aquí no salimos ni a la hora de nona.

Felipe - ¡Y con este sol! ¡Ea, Natanael, ponte un trapo en la cabeza, que ya te está brillando la calva! ¡Capaz de agarrar un tabardillo! Oye, pero, ¿quién me está metiendo la mano? ¿Qué pasa aquí? ¡No empujen, caramba, que no hay para donde moverse! ¡Tengo el cogote de este paisano metido en la boca y encima! Pero, ¿quién rayos me está haciendo cosquillas?

Natanael - Mírala, Felipe, es esta doña que se quiere colar por cualquier entresijo...

Viuda - A ver, mi’jo, déjame pasar... anda, sí, déjame pasar...

Felipe - Oiga, vieja, póngase en la fila como todos y no empuje.

Hombre - ¡Pero, mira a esta carraca! ¿Qué se habrá creído?

Viuda - Sé bueno, mi’jo, anda, déjame pasar, sí... que mis nietecitos me están esperando en casa.

Una vieja flaquísima se fue abriendo paso entre todos. Seguramente era viuda, porque iba vestida de negro y llevaba la cara cubierta con un velo también negro. Sin hacer caso de las protestas, la mujer se adelantó y logró ponerse frente a la caja de las ofrendas.

Hombre - ¡Caramba con esta vieja! ¡Llega la última y quiere ser la primera!

Mujer - ¡Bueno, si ya se salió con la suya, por lo menos dese prisa!

La viuda comenzó a buscar el pañuelo donde guardaba sus monedas...

Viuda - Espérate, mi’jo... ¿Dónde he puesto yo el dinero?

Y se registraba en los bolsillos de la falda, en el cinturón, en el escote, pero no encontraba su pañuelo. La gente comenzó a impacientarse.

Hombre - Pero, bueno, abuela, ¿usted vino a echar limosna o a rezar delante de la alcancía para que le den a usted?

Mujer - ¡Oye tú, saquen a esa vieja de ahí! ¿Qué se piensa? ¿Que nos va a tener esperando toda la mañana?

Viuda - Pero, ¿dónde puse yo mi dinero, mi’jo? ¿O será que me lo han robado, eh? ¡Ahora hay mucha gente mala en la ciudad, muchos ladrones!

Hombre - ¿Quién te va a robar nada a ti, saco de huesos? ¡Ni el diablo carga ya contigo!

Mercader - ¡Si no sabes dónde demonios guardaste el dinero, vete a tomar fresco y vuelve cuando lo encuentres!

Mujer - ¡Saquen a esa bruja de ahí!

Las protestas fueron subiendo de tono. Pero la viuda no perdió la calma por eso. Siguió buscando y rebuscando su pañuelo hasta que por fin lo encontró en una de las mangas del vestido.

Viuda - Aquí está, aquí está. Por eso decía mi padre que dinero bien guardado, es dinero asegurado.

Hombre - ¡Vamos, vieja, acabe de una vez y lárguese…!

La viuda desató con cuidado el pañuelo y dentro de él aparecieron los dos céntimos de cobre que venía a ofrecer.

Mercader - ¡Tanta historia para dos miserables céntimos! ¡Vete de aquí, roñosa, y no ensucies el Tesoro del Templo con tus cochinas monedas!

Viuda - ¿Cómo dices, mi’jo? Habla más alto que yo estoy un poco sorda.

Mercader - ¡Que mejor te tragas esas asquerosas monedas! ¡Aquí no hacen falta!

Viuda - ¿Que me trague las monedas? Pero, ¿qué estás diciendo tú, mi’jo? Un nietecito mío se tragó un día un céntimo y se le tupió esto de aquí y...

Mercader - ¡Al diablo contigo, maldita vieja! ¡Ya me acabaste la paciencia! ¡Vete, vete!

Viuda - Pero, mi’jo, yo...

Mercader - ¡Que te largues te digo!

EL hombre agarró a la viuda por un brazo y la empujó fuera del pórtico. Los dos céntimos rodaron sobre las baldosas del piso.

Mercader - ¡Ponte allá junto a la puerta con los otros mendigos, que ése es tu sitio!

Pero la viuda, agachada en el suelo, buscaba la dos moneditas que se le habían caído.

Jesús - ¡Aquí hay una, abuela! Tome usted.

Viuda - Ay, mi’jo, gracias, porque yo estoy ya más cegata que un topo... ¡Estos ojos míos!

Judas - ¡Aquí está la otra!

Viuda - ¡Ay, pero cuántas gracias les tengo que dar a ustedes!... ¡Qué muchachos tan educados!

Jesús - Guárdese las gracias, abuela, que le van a quitar el turno. Vamos, ustedes, córranse un poco...

La viuda se acercó nuevamente a la caja de las ofrendas, acompañada por Judas y Jesús, que le habían devuelto sus dos monedas de cobre.

Viuda - A ver, mi’jo, déjame pasar, anda, dame un lugarcito...

Mercader - ¿Otra vez? ¡Te dije que te fueras de aquí, vieja atravesada!

Jesús - ¿Y por qué se tiene que ir, si se puede saber?

Mercader - Porque ya me llenó la copa.

Jesús - Ella viene a dar su limosna al Templo como tú y como todos.

Mercader - Ella viene a dar dos céntimos sobados que no sirven ni para comprar la mecha de una de las velas del candelabro, ¿me oyes?

Jesús - Pues mira, esta vieja atravesada, como dices, va a echar en la alcancía más limosna que tú.

Mercader - ¿Ah, sí? ¿No me digas? ¿Y cómo sabes tú lo que voy a echar yo?

Jesús - No lo sé. Pero estoy seguro que tú echas de lo que te sobra. Y esta pobre viuda da lo poco que tiene para vivir. La limosna de ella vale más a los ojos de Dios.

Mercader - ¡Qué gracioso este galileo! ¡A los ojos de Dios, a los ojos de Dios! Pero ocurre que las cortinas y las copas del altar y los ornamentos de los sacerdotes no se pagan con centavitos de viuda sino con mucha plata y mucho oro.

Judas - ¿Y no te parece a ti que algo anda al revés en todo esto?

Judas, el de Kariot, se acercó al comerciante...

Judas - El templo de Dios tiene las paredes cubiertas de oro y mármol, mientras los hijos de Dios se mueren de hambre ahí fuera. ¿No te parece que algo anda mal?

Mercader - Lo que me parece es que ustedes se están metiendo en lo que no les importa. El templo es un lugar santo y todo lo que se haga por embellecer el templo es poco, porque Dios se merece eso y mucho más.

Jesús - El verdadero templo de Dios es el corazón de la gente. Dios no vive entre piedras, sino en la carne de todos ésos que están gritando de hambre junto a la puerta.

Mercader - ¡Lo que me faltaba por oír! ¡Ya no hay respeto para las cosas sagradas ni para la religión!

Hombre - Maldita sea, pero, ¿qué está pasando hoy aquí? ¡Primero la vieja y ahora ustedes! ¡Ea, llamen a un levita y que venga a poner un poco de orden!

En ese momento, pasó un sacerdote cerca de las cajas de las ofrendas.

Sacerdote - A ver, ¿qué chachareo se traen ustedes, eh? Si no van a dar limosna, ¡váyanse a otra parte y no molesten!

Jesús - Vamos, abuela, eche las moneditas y vuelva a su casa.

Viuda - ¿Cómo dices, mi’jo?

Jesús - ¡Que eche sus monedas y vuelva a su casa!

Viuda - Ah, sí, claro... las monedas... vaya por Dios, ¿Y dónde las habré metido yo ahora? Ustedes me las dieron, ¿verdad? Espérate, mi’jo, deja ver dónde las puse...

Jesús - Mire, si quiere, no las eche aquí. Déselas a aquellos mendigos de la puerta.

Viuda - Habla más duro, mi’jo, que yo estoy sorda y no me entero de nada.

Jesús - No, qué va, usted no es la sorda, abuela. Los sordos somos nosotros que no queremos oír el grito de tantos que se mueren de hambre mientras la casa de Dios tiene las arcas llenas.

Sacerdote - ¡Vamos, vamos, no se demoren, que hay muchos esperando! ¡Bendito sea Dios que siempre encuentra almas generosas para sostener el culto y el esplendor de su santuario!

Y la viuda acabó encontrando sus dos moneditas de cobre y las echó en el Tesoro del Templo. Después, se alejó por la calle de los tejedores, despacio, hacia la casucha destartalada donde vivía, allá en el barrio de Ofel.

Marcos 12,41-44; Lucas 21,1-4.

1. En tiempos de Jesús, Jerusalén era un centro de mendicidad. Como se consideraba especialmente grato a Dios dar limosna en Jerusalén, esto fomentaba aún más el número de mendigos. Los limosneros se concentraban especialmente cerca del Templo, donde muchos de ellos no podían entrar si padecían alguna de las enfermedades que se consideraban impedimento para estar en presencia de Dios: leprosos, tullidos, enfermos mentales.

2. En el Templo de Jerusalén, junto al atrio de las mujeres, estaba el llamado Tesoro del Templo, en el que los israelitas entregaban ofrendas para el culto. En la fachada exterior del atrio había trece alcancías de madera en forma de trompetas, para recoger las ofrendas obligatorias y las voluntarias. Entre las obligatorias estaba el diezmo que pagaba anualmente al Templo todo israelita varón mayor de 20 años. En tiempos de Jesús eran dos dracmas o dos denarios, equivalentes al jornal de dos días. Había otros dineros también obligatorios que debían ofrendarse para el culto: para incienso, oro, plata, tórtolas. Las limosnas voluntarias eran de muy diversa clase: por expiación de una falta, por purificaciones. En las fiestas había mayores aglomeraciones en el Tesoro, pues gentes de todo el país acudían a cumplir su deber religioso de sostener el culto.

El Tesoro del Templo tuvo siempre fama de lujoso y opulento. Los poderosos del país dejaban allí riquezas de valor incalculable en objetos preciosos y también en dinero. El Tesoro hacía también para ellos las funciones de un banco. Muchas familias depositaban allí sus bienes, sobre todo las de la aristocracia y las de los sacerdotes. Esto hacía del Templo la institución financiera más importante del país.

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