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52- LAS DIEZ DRACMAS
52- LAS DIEZ DRACMAS
Descripción:

48- LOS TRECE Estaba ya cerca la fiesta de la Pascua.(1) Como cada año, al llegar la luna llena del mes de Nisán, los hijos de Israel volvíamos los ojos hacia Jerusalén, deseando celebrar dentro de sus muros la fiesta grande de la liberación de nuestro pueblo. En todas las provincias del país se organizaban caravanas. En todos los pue­blos se formaban grupos de peregrinos que se reunían para viajar a la ciudad santa. Jesús - ¿Por qué no vamos este año juntos, compañeros? Pedro - Apoyo la idea, Jesús. ¿Cuándo salimos? Jesús - Dentro de dos o tres días estaría bien, ¿no, Pedro? Juan, Andrés, ¿qué les parece a ustedes? Juan - No hay más que hablar. Vamos con los ojos cerrados. Pedro - ¿Y tú, Santiago? Santiago - Seremos muchos galileos en la capital para la fiesta. Algún lío podremos armar, ¿no? ¡En la Pascua es cuando las cosas se ponen calientes! Jesús - Entonces, ya somos cinco. Al día siguiente, era día de mercado, y Pedro fue a ver a Felipe el vendedor. Felipe - Bueno, bueno, pero ustedes van a Jerusalén ¿a qué? ¿A meterse en líos y hacer revolución... o a rezar? Aclárame eso, que yo entienda bien. Pedro - Felipe, vamos a Jerusalén y eso basta. ¿Vienes o no? Felipe - Está bien, está bien, narizón. Voy con ustedes. A mí no me pueden dejar fuera. Pedro - ¡Contigo ya somos seis! Y Felipe avisó a su amigo... Felipe - ¡Natanael, tienes que venir! Natanael - Pero, Felipe, ¿cómo voy a dejar el taller así? Además, todavía tengo callos de la otra vez, cuando fuimos al Jordán. Felipe - Aquel fue un gran viaje, Nata. Y éste será todavía mejor. Decídete, hombre. Si no vienes, te arrepentirás en todo lo que te resta de vida. Natanael - Bueno, Felipe, iré. ¡Pero entérate de que lo hago por Jerusalén, no por ti! Felipe - ¡Entonces seremos siete! En aquellos días, pasaron por Cafarnaum nuestros amigos del movimiento zelote, Judas, el de Kariot, y su compañero Simón. También se animaron a viajar a Jerusalén para la fiesta. Con ellos dos, ya éramos nueve. Juan - Oye, Andrés, me dijeron que Jacobo, el de Alfeo, y Tadeo, pensaban ir a la capital en estos días. ¿Por qué no les decimos que vengan con nosotros? Con Tadeo y con Jacobo, los dos campesinos de Cafarnaum, ya éramos once. Jesús - Oye, Mateo, ¿tú vas a ir a Jerusalén para la fiesta? Mateo - Sí, eso voy a hacer, Jesús. ¿Por qué me lo preguntas? Jesús - ¿Con quién vas, Mateo? Mateo - Conmigo. Jesús - Vas solo, entonces. Mateo - Me basto y me sobro. Jesús - ¿Por qué no vienes con nosotros? Estamos pensando en ir un grupo para allá. Mateo - ¡Puah! ¿Y quiénes son ese grupo? Jesús - Andrés, Pedro, los hijos de Zebedeo, Judas y Simón, Felipe... Ven tú también. Mateo - Esos amigos tuyos no me gustan nada. Y yo no les gusto nada a ellos. Jesús - Mañana salimos, Mateo. Si te decides, ven por la casa de Pedro y Rufina al amanecer. Te estaremos esperando. Mateo - Pues espérenme sentados para no cansarse. ¡Bah, eres el tipo más chiflado que me he topado en toda mi puerca vida! Tomás, el discípulo del profeta Juan, fue el último en enterarse del viaje. Su compañero Matías había regresado ya a Jericó mientras él se quedaba unos días más por Cafarnaum. Tomás - Yo tam-tam-también voy con ustedes. Me-me-me gusta mucho la idea. Aquel primer viaje que hicimos juntos a Jerusalén fue muy importante para todos. Pero, ¡qué ideas tan distintas teníamos entonces de lo que Jesús se traía entre manos, de lo que era el Reino de Dios! El sol todavía no asomaba por los montes de Basán, pero ya nosotros estábamos alborotando a todo el vecindario. Nos íbamos a Jerusalén a celebrar la Pascua. De nuestro barrio ya habían salido unos cuantos grupos de peregrinos. Y en los próximos días viajarían muchos más. Uno tras otro, con las sandalias bien amarradas para el largo camino, fuimos reuniéndonos aquella madrugada en casa de Pedro y Rufina. Pedro - Miren el que faltaba, compañeros… ¡Felipe! Oye, cabezón, ¿tú no venías a Jerusalén con nosotros? Felipe - Claro que sí, Pedro. Aquí me tienen. Uff, si me he demorado un poco, échenle la culpa a éste. No tiene grasa en las ruedas. Santiago - ¿Y para qué lo has traído? ¿No me digas que piensas ir a Jerusalén con ese maldito carretón? Felipe - Pues sí te lo digo, pelirrojo. Yo soy como los caracoles que viajan con todo lo suyo encima. Pedro - Pero, Felipe, ¿tú estás loco? Felipe - Estoy más cuerdo que ustedes. En estos viajes es cuando más se levanta el negocio, amigos. La gente lleva sus ahorritos a Jerusalén. Muy bien. Yo llevo mercancía. Ustedes rezando. Yo vendiendo. Un peine por acá, un collar por allá. A nadie le hago daño, que yo sepa. Santiago - No, no, no, Felipe. Quítatelo de la cabeza. No vamos a ir contigo empujando ese basurero. Ese carretón se queda. Felipe - ¡El carretón va! Santiago - ¡El carretón se queda! Felipe - ¡Si él se queda, me quedo yo también! Juan - Jesús, dile algo a Felipe a ver si lo convences. Tú te las entiendes bien con él. Entonces Jesús nos guiñó un ojo a todos para que le siguiéramos la corriente... Jesús - Felipe, deja el carretón y las baratijas. La perla vale más.(2) Felipe - ¿La perla? ¿De qué perla me estás hablando, Jesús? Jesús - ¡Shhh! Una perla grande y fina, así de gorda. Tú tienes buena nariz de comerciante. ¿Te interesa formar parte del negocio, sí o no? Felipe se rascó su gran cabeza y nos miró a todos con aire de cómplice. Felipe - Habla claro, moreno. Si hay que reunir dinero, yo vendo el carretón. Vendo hasta las sandalias si hace falta. Luego negociamos con ella y sacamos una buena tajada. ¿Cuánto piden por esa perla? Jesús - Mucho. Felipe - ¿Y dónde está? ¿En Jerusalén? Jesús - No, Felipe. Está aquí, entre nosotros. Felipe - ¿Aquí? ¡Ya entiendo, claro! Contrabando. ¿Tú la llevas, Juan? ¿Tú, Simón? Está bien, está bien. Juro silencio. Siete llaves en la boca. Ya está. Pueden confiar en mí. Pero, díganme, ¿cómo la consiguieron? Jesús - Escucha: Tadeo y Jacobo estaban trabajando en un campo. Metieron el arado para sembrarlo. Y de repente, se tropezaron con un tesoro escondido en la tierra. Felipe - ¿Un tesoro? ¿Y qué hicieron con él? Jesús - Lo volvieron a esconder. Fueron al dueño del campo y se lo compraron. Vendieron todo lo que tenían y compraron el campo. Así, el tesoro quedaba para ellos. Felipe - Pero, ¿cuál fue el tesoro que encontraron? Jesús - ¡La misma perla que te dije antes! Ellos la descubrieron. Felipe - ¿La perla? Las perlas se encuentran en el mar, no en la tierra. ¿Qué lío me estás armando tú, nazareno? Jesús - Escucha, Felipe: en realidad, la cosa comenzó en el mar, como tú dices. Pedro y Andrés echaron las barcas al agua. Y tiraron la red. Y la sacaron cargada de peces. Y cuando estaban separando los peces se llevaron una gran sorpresa porque... Felipe - ...porque ahí fue donde encontraron la perla. Jesús - Sí. Y lo dejaron todo, la red, las barcas, los peces. ¡Y se quedaron con la perla, que valía más! Felipe - Pero entonces, el tesoro del campo... Ah, claro, ya entiendo. Y entonces... Espérate. No entiendo nada. Cabeza grande, Jesús, pero poco seso. Aclárame el negocio. Jesús - El negocio, Felipe, es que todos nosotros hemos dejado nuestras cosas, nuestros campos, nuestras redes y nuestras casas por la perla. Deja tú también el carretón. Felipe - Está bien, está bien. Pero por lo menos enséñame la perla para... Jesús - La perla es el Reino de Dios, Felipe. Anda, deja tus cachivaches y ven a Jerusalén con las manos libres. Olvídate por unos días de tus peines y tus collares y celebra la Pascua con la cabeza despierta. Felipe - Así que, ni contrabando ni carretón. Pandilla de granujas, ¡si me siguen tomando el pelo, acabaré más calvo que Natanael! Está bien, está bien, lo dejaré al cuidado de doña Salomé hasta la vuelta. Cuando ya nos íbamos, llegó Mateo. Aunque todavía era muy temprano, ya andaba medio borracho. Santiago - ¿Qué se te ha perdido por aquí, apestoso? Jesús - Bienvenido, Mateo. Sabía que vendrías. Juan - ¿Que vendría a qué? Jesús - Mateo también viene con nosotros. ¿No se lo había dicho? Santiago - ¿Dices que este tipo viene con nosotros o es que he oído mal? Jesús - No, Santiago, oíste bien. Yo le dije a Mateo que viniera con nosotros. Santiago - ¡Al diablo contigo, moreno! ¿Y esto qué quiere decir? Jesús - Quiere decir que la fiesta de Pascua es para todos. Y que las puertas de Jerusalén, como las puertas del Reino de Dios, se abren para todos. Las palabras de Jesús y la presencia de Mateo nos sacaron de quicio. Santiago y yo estuvimos a punto de caerle a puñetazos. En medio del alboroto, Simón y Judas nos llevaron aparte. Judas - Cállate, pelirrojo. No grites más. ¿Es que no entiendes? Santiago - ¿Entender qué? Aquí no hay nada que entender. Jesús es un imbécil. Judas - Los imbéciles son ustedes. Jesús ha planeado la cosa demasiado bien. Juan - ¿Qué quieres decir con eso? Judas - La frontera de Galilea está muy vigilada, Juan. Temen un levantamiento popular. A todos nosotros nos tienen fichados. Y a Jesús, el primero. Yendo con Mateo, la cosa cambia. Llevamos más cubiertas las espaldas, ¿comprendes? Mateo conoce a todos esos marranos que controlan la frontera. Juan - ¿Y tú crees que Jesús lo haya invitado por eso? Judas - ¿Y por qué si no, dime? El tipo es astuto. Piensa en todo. Juan - Pero, Mateo, ¿por qué se presta al juego? Judas - Mateo es un borracho. Dale vino y te sigue como un carnero. Santiago - Tienes razón, Iscariote. Cada vez me convenzo más que con éste de Nazaret iremos lejos. ¡Es el hombre que necesitamos! ¡Ea, muchachos, vámonos ya! Tomás - No, no, espérense un po-po-poco. Juan - ¿Qué pasa ahora, Tomás? ¿Has olvidado algo? Tomás - No, no, no es eso. ¿Se han fi-fi-fijado ustedes cuántos somos? Santiago - Sí, somos trece. Con este puer... quiero decir, con este Mateo somos trece. Tomás - Di-di-dicen que ese número trae ma-ma-mala suerte. Pedro - Bah, no te preocupes por eso, Tomás. Cuando le corten el gañote a alguno de nosotros, seremos doce, número redondo, como las tribus de Israel. ¡Ea, compañeros, andando, Jerusalén nos espera! Éramos trece. Pedro, el tirapiedras, iba delante, con la cara curtida por todos los soles del lago de Galilea y la sonrisa ancha de siempre. A su lado, Andrés, el flaco, el más alto de todos, el más callado también. Mi hermano Santiago y yo, que soñábamos con Jerusalén como un campo de batalla en el que todos los romanos serían destruidos por la fuerza de nuestros puños. Felipe, el vendedor, llevaba en la cintura la corneta con que anunciaba sus mercancías y de vez en cuando la hacía sonar. No quiso separarse de ella. A su lado, como siempre, Natanael. El sol de la mañana relucía en su calva. Caminaba despacio, cansado antes de empezar la marcha. Tomás, el tartamudo, mirando a un lado y a otro con ojos curiosos. No hacía más que hablar con su media lengua del profeta Juan, su maestro. Mateo, el cobrador de impuestos, con los ojos rojos por el alcohol y el paso vacilante. Jacobo y Tadeo, los campesinos de Cafarnaum, caminaban juntos. Simón, aquel forzudo lleno de pecas, iba con Judas, el de Kariot, que llevaba al cuello su pañuelo amarillo, regalo de un nieto de los macabeos. Éramos doce. Trece con Jesús, el de Nazaret, el hombre que nos arrastró a aquella aventura de ir por los caminos de nuestro pue­blo anunciando la llegada de la justicia de Dios. Mateo 10,1-4; Marcos 3,13-19; Lucas 6,12-16. 48.1. Tres veces al año, con ocasión de las fiestas de Pascua, Pentecostés y las Tiendas, los israelitas tenían costumbre de viajar a Jerusalén. También viajaban hacia la capital multitud de extranjeros de los países vecinos. La fiesta de la Pascua era la que atraía el mayor número de peregrinos cada año. Como era en primavera, esto facilitaba el viaje, porque para febrero o marzo terminaba ya la época de las lluvias y los caminos estaban más transitables. Formaba parte esencial de los preparativos del viaje buscar compañía para el camino. Había muchos asaltantes de caminos y nadie se atrevía a hacer solo un viaje tan largo. Por eso se formaban siempre grandes caravanas para las fiestas. 48.2. Las perlas fueron un artículo muy codiciado en los tiempos antiguos. Simbolizaban la fecundidad: eran un fruto precioso de las aguas y crecían y se desarrollaban ocultas, como sucede con el embrión humano. Las pescaban buceadores en el Mar Rojo, en el Golfo Pérsico y en el Océano Índico y eran muy usadas en collares. Los tesoros escondidos son tema predilecto de los cuentos orientales. En el tiempo de Jesús tenían una base histórica. Las innumerables guerras que sacudieron Palestina a lo largo de siglos hicieron que mucha gente, en el momento de la huida, dejara escondido en la tierra sus posesiones más valiosas, hasta un posible retorno que no siempre ocurría. 48.3. El número doce tenía una significación especial en el antiguo Oriente. Seguramente, por el hecho de estar dividido el año en doce meses. En Israel, era considerada como cifra que designaba una totalidad y que sintetizaba, en un solo número, a todo el pueblo de Dios. Doce fueron los hijos de Jacob, los patriarcas que dieron nombre a las doce tribus que poblaron la Tierra Prometida. Una tradición muy antigua dentro de los evangelios recuerda en varias ocasiones que Jesús eligió a doce discípulos, como núcleo de sus muchos seguidores. Cuando en los textos del Nuevo Testamento se habla de “los doce”, se está haciendo referencia a doce personas individuales -de los que tenemos la lista de nombres- y a la vez, “los doce” es un símbolo de la nueva comunidad, heredera del pueblo de las doce tribus. El número doce es particularmente preferido en el libro del Apocalipsis: aparece en las medidas de la nueva Jerusalén y en el número de los elegidos, que serán 144 mil (12 × 12 × mil = totalidad de totalidades).

Libreto:
Pedro - ¡Arriba, muchachos, que ya es de día! Hummm... ¡Eh, Felipe, Tomás, Judas! ¡Vamos, Natanael, no te escondas debajo de la estera! ¡Y tú, Jesús, deja de hacerte el dormido, que ya te conozco el truco! ¡Ea, arriba, espabílense!

Santiago - ¡Caramba contigo, Pedro, no dejas dormir a nadie! Por la noche roncas más que un cerdo y ahora te levantas antes que los gallos!

Pedro - ¡No refunfuñes más, pelirrojo, y levántate de una vez!

Pedro nos despertó cuando aún brillaban algunas estrellas en el cielo. A regañadientes, todos nos fuimos desperezando y nos acercamos a la fuente que había en una esquina del patio para echarnos agua fresca en la cara. Aunque temprano, la taberna de Lázaro en Betania bullía ya con el centenar de peregrinos que la llenábamos. Al salir del patio, pasamos por el fogón de la taberna. Allí estaba Marta, la hermana de Lázaro.

Marta - ¡Buenos días, muchachos! ¿Qué? ¿Han dormido ustedes bien?

Pedro - ¡Muy bien, sí, señora! Ahora lo que tenemos es un poco de hambre. Bueno, mejor dicho, mucha hambre...

Marta - Pues metan mano y saquen un puñado de dátiles de ese barril. Para eso están, para entretener la barriga.

Lázaro - Uff... Esta Dorotea tiene más leche que la difunta Engracia que crió a todos los muchachos de Betania. ¡Toma, Marta! ¿Qué, amigos? ¿Quieren probarla? ¡Está bien caliente y con espuma! No hay mejor leche que la de esta chiva, ¡que Dios le bendiga las ubres!

Pedro - ¡Y a nosotros la panza! Sí, danos un poco a ver qué tal está.

Marta - Sírveles tú, Lázaro, que tengo que preparar el pan. Ya está aclarando y aún no he amasado la harina.

Lázaro llenó un caldero y nos ofreció. La leche recién ordeñada de la chiva Dorotea fue pasando de boca en boca entre admiraciones. Mientras tanto, Marta, con su vestido de rayas arremangado, amasaba el pan hundiendo sus ágiles dedos en la harina… Cuando el último de los trece alzaba el caldero de leche relamiéndose de gusto, apareció por el fogón María, la otra hermana de Lázaro con las lágrimas saltándole en los ojos.

María - ¡Lázaro! ¡Marta! ¡Ay, ay, ay, ay!… ¡Ay, lo que me ha pasado!

Lázaro - Pero, ¿éstas son horas de levantarse, condenada? ¡Dios de los cielos, qué hermana me diste! ¿Te has quedado dormida como siempre, no?

María - Que no, Lázaro, que no, que me he despertado con el primer canto del gallo y me he puesto enseguida a trabajar. Pero... pero ya ves cómo trabajar tanto trae mala suerte... ¡ay!

Marta - A ver, ¿qué te ha pasado, María? ¡Dilo de una vez!

María - Marta, ayúdame tú a buscarla. Yo no la veo por ninguna parte… ¡ay!

Lázaro - Pero, ¿qué diablos es lo que se te ha perdido?

María - Una de las dracmas, una de mis diez monedas.(1) Estuve llevando troncos del patio al fogón y cuando me di cuenta... ¡sólo tengo nueve! ¡Me falta una!

En nuestro pueblo, las mujeres se colgaban de las orejas o en los bordes del pañuelo, sobre la frente, diez monedas. Eran un recuerdo de la dote que por ellas habían pagado sus padres el día de la boda, cuando las entregaron en matrimonio. Para todas las mujeres de Israel aquellas moneditas tenían un gran valor. Algunas, como María, la de Betania, no se las quitaban ni para dormir.

Lázaro - Bueno, no llores más, mujer, que ya aparecerá.

María - Pero es que se debe haber caído en la leñera y allí está muy oscuro. No se ve nada. ¡Ay, qué pena más grande! ¡Ay, qué desgracia, qué desgracia!

Lázaro - ¡Pero qué mujer más escandalosa ésta! Cuando está contenta es un torbellino y cuando está triste es un terremoto. No sé qué es peor.

Marta - No llores más, María. Después barreremos bien ese rincón y ya verás que aparece. Pero déjame acabar primero de amasar la harina. Ya le he puesto la levadura.

María - ¡Ay, mi moneda! ¡Ay, mi moneda!

Cuando salimos de la posada de Lázaro, dejamos a María llorando sin consuelo por su dracma perdida y a Marta amasando el pan. Atravesamos el Monte de los Olivos y entramos en la gran ciudad de Jerusalén que, como siempre, reventaba de gente.

Pedro - ¡Se acabaron las aceitunas, compañeros! ¡Aquí va la última!

Santiago - ¡Pero todavía hay vino para un rato! ¡Bueno, a no ser que este caneco de Mateo se lo acabe en dos tragos!

Mateo - ¡Métete tú en lo tuyo y a mí déjame en paz!

Natanael - Podemos comprar más aceitunas o algo de queso, si quieren.

Pedro - Claro que queremos, Nata. Ea, aflojen los bolsillos... ¡a partes iguales!

A mediodía, entramos en una taberna de la calle de los bataneros para comer algo. Los días en Jerusalén iban pasando y ya nos quedaban pocos antes de regresar a Cafarnaum. También nos quedaba poco dinero.

Pedro - ¿Tú, Felipe?

Felipe - ¿Yo, qué, Pedro?

Pedro - Que sueltes un par de ases. Vamos, no mires para otro lado. ¿O es que no tienes hambre?

Felipe - Hambre sí, pero...

Mateo - Pero, como siempre, no tienes un cobre encima, ¿es eso, verdad?

Felipe - Bueno, lo que pasó fue que ayer un rufián me asaltó por la calle y me robó la poquita plata que me quedaba. ¡Ay, caramba, si lo llego a agarrar!

Jesús - ¿Un rufián, verdad? ¿A qué número apostaste, Felipe, vamos, confiésalo?

Santiago - Peor que eso, Jesús. ¿Sabes lo que le pasó a este cabezón? ¡Que le vieron cara de bobo y lo engancharon en ese concurso de pichones que tienen ahí en la plaza!

Natanael - Pero, Felipe, ¿será posible? ¡Si hasta los niños de teta saben que eso es una tomadura de pelo!

Felipe - Bueno, Nata, ¿y qué querías? Me dijeron que iba a ganarme una fortuna.

Santiago - ¡Y te dejaron más limpio que a la casta Susana cuando salió del baño!

Natanael - Pues a mí no me vengas a pedir ni un céntimo, ¿me oyes? ¡Yo no alimento babiecas!

Felipe - ¿Y qué hago entonces, Nata?

Mateo - ¡Como no te pongas a buscar la monedita que perdió María! ¡Con ésa al menos tendrías para el desayuno de mañana!

Felipe - Bah, no me hablen ahora de esa loca. Ayer fue el alboroto por el ratón y hoy por la dichosa moneda. Yo no sé cómo se las arregla esa bizca saltimbanqui, pero siempre se trae un lío entre manos.

Jesús - Pues si les cuento lo que me dijo anoche no se lo creen.

Pedro - ¿Quién? ¿María?

Jesús - Sí, me estuvo preguntando mucho por nosotros y hasta me dejó caer que a ella le gustaría hacer algo por el Reino de Dios.

Santiago - Y tú le dijiste que fuera a tocar la flauta a otro rincón.

Jesús - No, yo le dije que no lo habíamos pensado, pero que no era mala idea.

Pedro - ¿Que no habíamos pensado qué, Jesús?

Jesús - Eso, que María viniera con nosotros.

Pedro - Pero, ¿estás loco, moreno? ¿Meter mujeres en el grupo?(2)

Jesús - ¿Y por qué no, Pedro? ¿Tiene algo de malo?

Pedro - ¡No, no, no, hasta ahí podíamos llegar! Pero, ¿cuándo se ha visto que una mujer tenga parte en un asunto de hombres?

Jesús - Una no. Serían dos, porque Marta también está muy animada. Y el gordo Lázaro, ni se diga. Ellos tres nos podrían ayudar bastante por acá por el sur.

Pedro - Con Lázaro, lo que quieras. Pero mujeres no. Las mujeres en el fogón, caramba, que ése es su sitio.

Jesús - Y tú, pelirrojo, ¿qué dices?

Santiago - Yo lo que digo es que en mala hora Adán se echó a dormir la siesta. Tendríamos una costilla más y unos cuantos líos menos. De mujeres no quiero saber nada. A ver, ¿qué tienen que venir a buscar esas dos fregonas entre nosotros, dime?

Jesús - A buscar, nada. A dar su trabajo, a dar su opinión. En el Reino de Dios todo el mundo hace falta.

Santiago - ¡Su opinión! Pero, ven acá, Jesús, esa loca de María, ¿qué tiene que decir que nosotros no sepamos? Y Marta, la mofletuda, ¿va a enseñarnos algo? No, no, moreno, échate agua fría en el coco y olvídate de eso.

Jesús - Y a ti, Mateo, ¿qué te parece? ¿Tampoco abres la mano?

Mateo - Yo digo que, con mujeres o sin mujeres, este grupo va al fracaso. Sí, y no lo digo porque esté ahora bebido. Abran el ojo, señores: somos un puñadito de nada en medio de un montón de gente y de problemas. ¿Qué diablos podemos hacer nosotros, eh? Eso es lo que yo quiero que me digan.

Jesús - Pues mira tú, eso te lo podría responder Marta. ¿No la vieron esta mañana? ¿No vieron cómo preparaba el pan?

Felipe - ¿Cómo lo va a preparar, Jesús? Como todas las mujeres: con agua, con harina, aceite y...

Jesús - Y una pizca de levadura. Y Marta sabe que con esa pizca se puede levantar toda la masa. Eso nos lo podría enseñar ella muy bien.

Santiago - Pero, ¿a qué viene ahora el cuento del pan, Jesús?

Jesús - Que nosotros somos como esa levadura, Santiago.(3) Y Dios, como la mujer que amasa.

Felipe - ¿Así que Dios es panadero? ¡Eso sí que no lo había oído nunca!

Jesús - No, panadero no. Panadera. Las mujeres tienen mejores manos para la cocina.

Santiago - Ten cuidado con lo que dices, moreno. ¡Que yo sepa, Dios es macho!

Jesús - ¿Ah, sí? ¿Y cuándo lo has visto tú para saber si es macho o hembra?

Natanael - Al menos, las Escrituras dicen que Dios es varón, ¿no?

Jesús - Lo que yo recuerdo que dicen las Escrituras es que Dios nos creó a su imagen. Y que nos creó varón y hembra. Si el hombre es imagen de Dios, la mujer también lo será.

Pedro - ¡Bueno, bueno, una cosa son las palabras de la Escritura y otra las pantorrillas de Marta!

Felipe - ¡Y otra peor la lengua de María! ¡No me digas que Dios también se parece a esa atolondrada!

Jesús - Pues mira que... ¡pues mira que sí! Escucha, Felipe: ¿no te fijaste cómo estaba María hoy, desesperada por la monedita que perdió?

Felipe - Eso es lo que te digo, Jesús, que esa mujer nunca se está quieta.

Jesús - Ni Dios tampoco. En eso se le parece mucho. Porque Dios también se desespera cuando un hijo se le pierde. Y se pone a buscarlo por todas partes. Le pasa lo mismo que a la mujer: no le basta con tener nueve dracmas. Si le falta una, es como si le faltaran todas. No quiere perder ni una sola de sus monedas.

Pedro - Oye, moreno, ¿a ti no se te habrá subido el vino a la cabeza?

Cuando el vino, el pan y las aceitunas se acabaron, salimos de la taberna. Dimos cuatro vueltas por la ciudad y luego, al ponerse el sol, regresamos a Betania. Ya cerca de la posada de Lázaro empezamos a oír la voz inconfundible de su hermana María. Al entrar, nos salió a recibir, bailando.

María - ¡Eh, los de Cafarnaum! ¡Miren! ¡Encontré mi moneda! ¡Miren mi dracma, la que me faltaba!

Jesús - ¿Y dónde estaba, María?

María - Allí, donde la leña. Tuve que encender lamparitas y barrerlo todo bien. ¡Pero la encontré! ¡A todo el que entra por esa puerta le doy la noticia!

Pedro - No, si no hace falta entrar por ninguna puerta. ¡Desde Betfagé se oyen tus gritos!

Jesús - ¿Te das cuenta, Pedro? ¡Mírala qué contenta está! Dios también salta de alegría por la vida de cada uno de sus hijos, baila por nosotros con gritos de fiesta. Igual que María.

Nos fuimos a acostar muy tarde, cuando en el patio de la Palmera Bonita ya sólo se oían los cantos de los grillos. La luna llena de la pascua se colaba con su luz lechosa por las rendijas del tejado. Yo creo que aquella noche pensamos, por primera vez, que dormíamos en el regazo inmenso de nuestra madre Dios.(4)

Mateo 13,33; Lucas 13,21 y 15,8-10.

1. En tiempos de Jesús, las mujeres se adornaban con monedas. Las cosían en los velos con que se cubrían la cara o el pelo, las incrustaban en distintos adornos de cabeza o se las colgaban como collares o aretes. Estas monedas eran en muchas ocasiones la dote que por ellas habían entregado sus padres al casarlas. Por tanto, eran su tesoro más preciado, hasta el punto que había mujeres que no se separaban de ellas ni para dormir. Que el adorno -la dote- de una mujer fueran sólo diez dracmas era señal de pobreza.

2. Las mujeres en Israel estaban excluidas de la vida pública en cuanto a participación, decisión y responsabilidades. En la casa ocupaban también un puesto de segundo orden. Su formación se limitaba a prepararlas para los oficios domésticos. Aprendían a coser, a hilar, a cocinar. Generalmente, no les enseñaban a leer. En el campo y en ambientes populares, las mujeres trabajaban junto a los hombres en la recogida de los frutos y en su venta. Pero frente al marido, al padre o al hermano su categoría venía a ser la de una sirvienta. Decía un historiador judío de tiempos de Jesús: “La mujer es, en todos los aspectos, de menor valor que el hombre”.

La discriminación de la mujer y el machismo de la sociedad israelita tenía varias justificaciones. Una de ellas era moral. Se pensaba que la mujer era débil y a la vez peligrosa y por eso debía estar al margen de la vida pública, donde podía tentar a los hombres o donde el hombre podía abusar de ella, dominado por sus pasiones. Tanto con sus palabras como con su actitud ante mujeres de muy distinta clase y en ocasiones muy diversas, Jesús rompió radicalmente con estas ideas. Incluso llegó a aceptar mujeres en su grupo. Desde su visión de la vida, el varón puede tener sobre sus instintos un dominio nacido de una nueva escala de valores, que purifica hasta la mirada (Mateo 5, 28). En ningún aspecto de la cultura de su tiempo Jesús se mostró tan revolucionario como en el trato que tuvo con las mujeres.

3. En las parábolas de la dracma perdida y de la levadura, Jesús hizo protagonistas de sus comparaciones a dos mujeres. Tuvo que resultar sorprendente. En la parábola de la levadura habló de lo que sucede en el reino de Dios: una pizca de levadura fermenta toda la masa y quien pone en marcha ese proceso es una mujer. La parábola de la dracma perdida expresa cómo es Dios, cómo se preocupa y cómo se alegra. Jesús comparó los sentimientos de Dios con los de una mujer. Fue una forma de decir que Dios no tiene sexo, que lo mismo un hombre que una mujer lo revelan.

4. Del mensaje de Jesús se puede deducir que Dios es nuestro Padre y también nuestra Madre. Llamar Madre a Dios tiene base en varios textos del Antiguo Testamento, que comparan el amor de Dios con el de una madre. (Isaías 49, 14-15; 66, 13). En muchos países del mundo existe, a la par que un acentuado machismo cultural que se refleja en el maltrato y en las escasas oportunidades sociales que se dan a la mujer, un profundo amor a la madre. Para millones de hombres y mujeres decir que Dios es Padre es, o no decir nada o hacer una comparación negativa, por el abandono y la violencia que representa para ellos la figura paterna. Decir que Dios es Madre evocará para todos ellos un amor incondicional.

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