Descripción:
48- LOS TRECE
Estaba ya cerca la fiesta de la Pascua.(1) Como cada año, al llegar la luna llena del mes de Nisán, los hijos de Israel volvíamos los ojos hacia Jerusalén, deseando celebrar dentro de sus muros la fiesta grande de la liberación de nuestro pueblo. En todas las provincias del país se organizaban caravanas. En todos los pueblos se formaban grupos de peregrinos que se reunían para viajar a la ciudad santa.
Jesús - ¿Por qué no vamos este año juntos, compañeros?
Pedro - Apoyo la idea, Jesús. ¿Cuándo salimos?
Jesús - Dentro de dos o tres días estaría bien, ¿no, Pedro? Juan, Andrés, ¿qué les parece a ustedes?
Juan - No hay más que hablar. Vamos con los ojos cerrados.
Pedro - ¿Y tú, Santiago?
Santiago - Seremos muchos galileos en la capital para la fiesta. Algún lío podremos armar, ¿no? ¡En la Pascua es cuando las cosas se ponen calientes!
Jesús - Entonces, ya somos cinco.
Al día siguiente, era día de mercado, y Pedro fue a ver a Felipe el vendedor.
Felipe - Bueno, bueno, pero ustedes van a Jerusalén ¿a qué? ¿A meterse en líos y hacer revolución... o a rezar? Aclárame eso, que yo entienda bien.
Pedro - Felipe, vamos a Jerusalén y eso basta. ¿Vienes o no?
Felipe - Está bien, está bien, narizón. Voy con ustedes. A mí no me pueden dejar fuera.
Pedro - ¡Contigo ya somos seis!
Y Felipe avisó a su amigo...
Felipe - ¡Natanael, tienes que venir!
Natanael - Pero, Felipe, ¿cómo voy a dejar el taller así? Además, todavía tengo callos de la otra vez, cuando fuimos al Jordán.
Felipe - Aquel fue un gran viaje, Nata. Y éste será todavía mejor. Decídete, hombre. Si no vienes, te arrepentirás en todo lo que te resta de vida.
Natanael - Bueno, Felipe, iré. ¡Pero entérate de que lo hago por Jerusalén, no por ti!
Felipe - ¡Entonces seremos siete!
En aquellos días, pasaron por Cafarnaum nuestros amigos del movimiento zelote, Judas, el de Kariot, y su compañero Simón. También se animaron a viajar a Jerusalén para la fiesta. Con ellos dos, ya éramos nueve.
Juan - Oye, Andrés, me dijeron que Jacobo, el de Alfeo, y Tadeo, pensaban ir a la capital en estos días. ¿Por qué no les decimos que vengan con nosotros?
Con Tadeo y con Jacobo, los dos campesinos de Cafarnaum, ya éramos once.
Jesús - Oye, Mateo, ¿tú vas a ir a Jerusalén para la fiesta?
Mateo - Sí, eso voy a hacer, Jesús. ¿Por qué me lo preguntas?
Jesús - ¿Con quién vas, Mateo?
Mateo - Conmigo.
Jesús - Vas solo, entonces.
Mateo - Me basto y me sobro.
Jesús - ¿Por qué no vienes con nosotros? Estamos pensando en ir un grupo para allá.
Mateo - ¡Puah! ¿Y quiénes son ese grupo?
Jesús - Andrés, Pedro, los hijos de Zebedeo, Judas y Simón, Felipe... Ven tú también.
Mateo - Esos amigos tuyos no me gustan nada. Y yo no les gusto nada a ellos.
Jesús - Mañana salimos, Mateo. Si te decides, ven por la casa de Pedro y Rufina al amanecer. Te estaremos esperando.
Mateo - Pues espérenme sentados para no cansarse. ¡Bah, eres el tipo más chiflado que me he topado en toda mi puerca vida!
Tomás, el discípulo del profeta Juan, fue el último en enterarse del viaje. Su compañero Matías había regresado ya a Jericó mientras él se quedaba unos días más por Cafarnaum.
Tomás - Yo tam-tam-también voy con ustedes. Me-me-me gusta mucho la idea.
Aquel primer viaje que hicimos juntos a Jerusalén fue muy importante para todos. Pero, ¡qué ideas tan distintas teníamos entonces de lo que Jesús se traía entre manos, de lo que era el Reino de Dios!
El sol todavía no asomaba por los montes de Basán, pero ya nosotros estábamos alborotando a todo el vecindario. Nos íbamos a Jerusalén a celebrar la Pascua. De nuestro barrio ya habían salido unos cuantos grupos de peregrinos. Y en los próximos días viajarían muchos más. Uno tras otro, con las sandalias bien amarradas para el largo camino, fuimos reuniéndonos aquella madrugada en casa de Pedro y Rufina.
Pedro - Miren el que faltaba, compañeros… ¡Felipe! Oye, cabezón, ¿tú no venías a Jerusalén con nosotros?
Felipe - Claro que sí, Pedro. Aquí me tienen. Uff, si me he demorado un poco, échenle la culpa a éste. No tiene grasa en las ruedas.
Santiago - ¿Y para qué lo has traído? ¿No me digas que piensas ir a Jerusalén con ese maldito carretón?
Felipe - Pues sí te lo digo, pelirrojo. Yo soy como los caracoles que viajan con todo lo suyo encima.
Pedro - Pero, Felipe, ¿tú estás loco?
Felipe - Estoy más cuerdo que ustedes. En estos viajes es cuando más se levanta el negocio, amigos. La gente lleva sus ahorritos a Jerusalén. Muy bien. Yo llevo mercancía. Ustedes rezando. Yo vendiendo. Un peine por acá, un collar por allá. A nadie le hago daño, que yo sepa.
Santiago - No, no, no, Felipe. Quítatelo de la cabeza. No vamos a ir contigo empujando ese basurero. Ese carretón se queda.
Felipe - ¡El carretón va!
Santiago - ¡El carretón se queda!
Felipe - ¡Si él se queda, me quedo yo también!
Juan - Jesús, dile algo a Felipe a ver si lo convences. Tú te las entiendes bien con él.
Entonces Jesús nos guiñó un ojo a todos para que le siguiéramos la corriente...
Jesús - Felipe, deja el carretón y las baratijas. La perla vale más.(2)
Felipe - ¿La perla? ¿De qué perla me estás hablando, Jesús?
Jesús - ¡Shhh! Una perla grande y fina, así de gorda. Tú tienes buena nariz de comerciante. ¿Te interesa formar parte del negocio, sí o no?
Felipe se rascó su gran cabeza y nos miró a todos con aire de cómplice.
Felipe - Habla claro, moreno. Si hay que reunir dinero, yo vendo el carretón. Vendo hasta las sandalias si hace falta. Luego negociamos con ella y sacamos una buena tajada. ¿Cuánto piden por esa perla?
Jesús - Mucho.
Felipe - ¿Y dónde está? ¿En Jerusalén?
Jesús - No, Felipe. Está aquí, entre nosotros.
Felipe - ¿Aquí? ¡Ya entiendo, claro! Contrabando. ¿Tú la llevas, Juan? ¿Tú, Simón? Está bien, está bien. Juro silencio. Siete llaves en la boca. Ya está. Pueden confiar en mí. Pero, díganme, ¿cómo la consiguieron?
Jesús - Escucha: Tadeo y Jacobo estaban trabajando en un campo. Metieron el arado para sembrarlo. Y de repente, se tropezaron con un tesoro escondido en la tierra.
Felipe - ¿Un tesoro? ¿Y qué hicieron con él?
Jesús - Lo volvieron a esconder. Fueron al dueño del campo y se lo compraron. Vendieron todo lo que tenían y compraron el campo. Así, el tesoro quedaba para ellos.
Felipe - Pero, ¿cuál fue el tesoro que encontraron?
Jesús - ¡La misma perla que te dije antes! Ellos la descubrieron.
Felipe - ¿La perla? Las perlas se encuentran en el mar, no en la tierra. ¿Qué lío me estás armando tú, nazareno?
Jesús - Escucha, Felipe: en realidad, la cosa comenzó en el mar, como tú dices. Pedro y Andrés echaron las barcas al agua. Y tiraron la red. Y la sacaron cargada de peces. Y cuando estaban separando los peces se llevaron una gran sorpresa porque...
Felipe - ...porque ahí fue donde encontraron la perla.
Jesús - Sí. Y lo dejaron todo, la red, las barcas, los peces. ¡Y se quedaron con la perla, que valía más!
Felipe - Pero entonces, el tesoro del campo... Ah, claro, ya entiendo. Y entonces... Espérate. No entiendo nada. Cabeza grande, Jesús, pero poco seso. Aclárame el negocio.
Jesús - El negocio, Felipe, es que todos nosotros hemos dejado nuestras cosas, nuestros campos, nuestras redes y nuestras casas por la perla. Deja tú también el carretón.
Felipe - Está bien, está bien. Pero por lo menos enséñame la perla para...
Jesús - La perla es el Reino de Dios, Felipe. Anda, deja tus cachivaches y ven a Jerusalén con las manos libres. Olvídate por unos días de tus peines y tus collares y celebra la Pascua con la cabeza despierta.
Felipe - Así que, ni contrabando ni carretón. Pandilla de granujas, ¡si me siguen tomando el pelo, acabaré más calvo que Natanael! Está bien, está bien, lo dejaré al cuidado de doña Salomé hasta la vuelta.
Cuando ya nos íbamos, llegó Mateo. Aunque todavía era muy temprano, ya andaba medio borracho.
Santiago - ¿Qué se te ha perdido por aquí, apestoso?
Jesús - Bienvenido, Mateo. Sabía que vendrías.
Juan - ¿Que vendría a qué?
Jesús - Mateo también viene con nosotros. ¿No se lo había dicho?
Santiago - ¿Dices que este tipo viene con nosotros o es que he oído mal?
Jesús - No, Santiago, oíste bien. Yo le dije a Mateo que viniera con nosotros.
Santiago - ¡Al diablo contigo, moreno! ¿Y esto qué quiere decir?
Jesús - Quiere decir que la fiesta de Pascua es para todos. Y que las puertas de Jerusalén, como las puertas del Reino de Dios, se abren para todos.
Las palabras de Jesús y la presencia de Mateo nos sacaron de quicio. Santiago y yo estuvimos a punto de caerle a puñetazos. En medio del alboroto, Simón y Judas nos llevaron aparte.
Judas - Cállate, pelirrojo. No grites más. ¿Es que no entiendes?
Santiago - ¿Entender qué? Aquí no hay nada que entender. Jesús es un imbécil.
Judas - Los imbéciles son ustedes. Jesús ha planeado la cosa demasiado bien.
Juan - ¿Qué quieres decir con eso?
Judas - La frontera de Galilea está muy vigilada, Juan. Temen un levantamiento popular. A todos nosotros nos tienen fichados. Y a Jesús, el primero. Yendo con Mateo, la cosa cambia. Llevamos más cubiertas las espaldas, ¿comprendes? Mateo conoce a todos esos marranos que controlan la frontera.
Juan - ¿Y tú crees que Jesús lo haya invitado por eso?
Judas - ¿Y por qué si no, dime? El tipo es astuto. Piensa en todo.
Juan - Pero, Mateo, ¿por qué se presta al juego?
Judas - Mateo es un borracho. Dale vino y te sigue como un carnero.
Santiago - Tienes razón, Iscariote. Cada vez me convenzo más que con éste de Nazaret iremos lejos. ¡Es el hombre que necesitamos! ¡Ea, muchachos, vámonos ya!
Tomás - No, no, espérense un po-po-poco.
Juan - ¿Qué pasa ahora, Tomás? ¿Has olvidado algo?
Tomás - No, no, no es eso. ¿Se han fi-fi-fijado ustedes cuántos somos?
Santiago - Sí, somos trece. Con este puer... quiero decir, con este Mateo somos trece.
Tomás - Di-di-dicen que ese número trae ma-ma-mala suerte.
Pedro - Bah, no te preocupes por eso, Tomás. Cuando le corten el gañote a alguno de nosotros, seremos doce, número redondo, como las tribus de Israel. ¡Ea, compañeros, andando, Jerusalén nos espera!
Éramos trece. Pedro, el tirapiedras, iba delante, con la cara curtida por todos los soles del lago de Galilea y la sonrisa ancha de siempre. A su lado, Andrés, el flaco, el más alto de todos, el más callado también. Mi hermano Santiago y yo, que soñábamos con Jerusalén como un campo de batalla en el que todos los romanos serían destruidos por la fuerza de nuestros puños. Felipe, el vendedor, llevaba en la cintura la corneta con que anunciaba sus mercancías y de vez en cuando la hacía sonar. No quiso separarse de ella. A su lado, como siempre, Natanael. El sol de la mañana relucía en su calva. Caminaba despacio, cansado antes de empezar la marcha. Tomás, el tartamudo, mirando a un lado y a otro con ojos curiosos. No hacía más que hablar con su media lengua del profeta Juan, su maestro. Mateo, el cobrador de impuestos, con los ojos rojos por el alcohol y el paso vacilante. Jacobo y Tadeo, los campesinos de Cafarnaum, caminaban juntos. Simón, aquel forzudo lleno de pecas, iba con Judas, el de Kariot, que llevaba al cuello su pañuelo amarillo, regalo de un nieto de los macabeos. Éramos doce. Trece con Jesús, el de Nazaret, el hombre que nos arrastró a aquella aventura de ir por los caminos de nuestro pueblo anunciando la llegada de la justicia de Dios.
Mateo 10,1-4; Marcos 3,13-19; Lucas 6,12-16.
48.1. Tres veces al año, con ocasión de las fiestas de Pascua, Pentecostés y las Tiendas, los israelitas tenían costumbre de viajar a Jerusalén. También viajaban hacia la capital multitud de extranjeros de los países vecinos. La fiesta de la Pascua era la que atraía el mayor número de peregrinos cada año. Como era en primavera, esto facilitaba el viaje, porque para febrero o marzo terminaba ya la época de las lluvias y los caminos estaban más transitables. Formaba parte esencial de los preparativos del viaje buscar compañía para el camino. Había muchos asaltantes de caminos y nadie se atrevía a hacer solo un viaje tan largo. Por eso se formaban siempre grandes caravanas para las fiestas.
48.2. Las perlas fueron un artículo muy codiciado en los tiempos antiguos. Simbolizaban la fecundidad: eran un fruto precioso de las aguas y crecían y se desarrollaban ocultas, como sucede con el embrión humano. Las pescaban buceadores en el Mar Rojo, en el Golfo Pérsico y en el Océano Índico y eran muy usadas en collares. Los tesoros escondidos son tema predilecto de los cuentos orientales. En el tiempo de Jesús tenían una base histórica. Las innumerables guerras que sacudieron Palestina a lo largo de siglos hicieron que mucha gente, en el momento de la huida, dejara escondido en la tierra sus posesiones más valiosas, hasta un posible retorno que no siempre ocurría.
48.3. El número doce tenía una significación especial en el antiguo Oriente. Seguramente, por el hecho de estar dividido el año en doce meses. En Israel, era considerada como cifra que designaba una totalidad y que sintetizaba, en un solo número, a todo el pueblo de Dios. Doce fueron los hijos de Jacob, los patriarcas que dieron nombre a las doce tribus que poblaron la Tierra Prometida. Una tradición muy antigua dentro de los evangelios recuerda en varias ocasiones que Jesús eligió a doce discípulos, como núcleo de sus muchos seguidores. Cuando en los textos del Nuevo Testamento se habla de “los doce”, se está haciendo referencia a doce personas individuales -de los que tenemos la lista de nombres- y a la vez, “los doce” es un símbolo de la nueva comunidad, heredera del pueblo de las doce tribus. El número doce es particularmente preferido en el libro del Apocalipsis: aparece en las medidas de la nueva Jerusalén y en el número de los elegidos, que serán 144 mil (12 × 12 × mil = totalidad de totalidades).
Libreto:
Antes de salir el sol, dejamos la taberna de Lázaro en Betania, camino a Jerusalén. Atravesamos el torrente Cedrón y nos acercamos a las murallas que rodeaban el templo. A aquella hora, por una de las puertas del norte, la que se llama Puerta de las Ovejas, entraban los rebaños para los sacrificios de Pascua.
Pedro - Oigan, pero ¿qué alboroto es ése? ¡Ésos berrean más que las ovejas!
Felipe - Es allí, por la piscina.
Pedro - Vamos a ver qué pasa.
Muy cerca de la Puerta de las Ovejas estaba el estanque de Betesda, que quiere decir Casa de la Misericordia.(1) Tenía dos piscinas grandes rodeadas de columnas blancas y cinco portales de entrada.
Rezadora - ¡Ay, Altísimo, haz el milagro! ¡Haz el milagro! ¡Señor de los cielos, manda tu ángel! ¡Mándalo pronto, Señor!
Pedro - Oye, Santiago, ¿y qué le pasará a esta vieja? ¿Estará loca? Mira, mira cómo pone los ojos en blanco, fíjate...
Santiago - No seas pollino, Pedro. La vieja es ciega, ¿no te das cuenta?
Felipe - ¡Cuánta gente y todos enfermos! ¡Aquí se juntaron las diez plagas de Egipto!
Enferma - ¡Oye, tú, asqueroso, escupe por otro lado, que me pegas tus porquerías!
Enfermo - ¡Yo escupo donde se me antoja, tullida del demonio!
Vieja - ¡Piedad de mí, Dios santo, piedad de mí, Dios santo, piedad de mí!
Pedro - ¡Eh, Jesús, Santiago, Felipe... vamos a entrar, vamos!
Al cruzar por uno de los portales vimos el estanque de Betesda. Lo rodeaban decenas de hombres y mujeres enfermos. Tullidos, ciegos y cojos se arremolinaban junto al brocal de la piscina, empujándose unos a otros y mirando con ansiedad el agua. El aire olía intensamente a orines, a pus y a sudor. Y las moscas, borrachas de toda aquella suciedad, formaban una nube negra sobre los enfermos.
Santiago - Pero, ¿qué rayos pasa aquí? Todos enfermos, todos mirando la piscina… ¿esperando qué?
Jesús - Oye tú, muchacho, ven acá, dinos, ¿por qué hay tanta? Nada, ni caso. Mire usted, paisano, ¿me puede decir qué...? ¡Uff!
Felipe - No se puede, Jesús. En este guirigay no hay quien se entere de nada.
Pedro - Ni quien aguante la peste. ¡Ea, vamos a separarnos un poco, que en uno de estos empellones nos zumban de cabeza al agua!
Entonces regresamos al portal. La vieja seguía allí, con los ojos vueltos al cielo, llamando a un ángel misterioso.
Rezadora - ¡Ay, Altísimo, haz el milagro! ¡Pronto, pronto el milagro!
Felipe - Muchachos, ¿por qué no le preguntamos a ésta?
Santiago - Ya te dije que era ciega, Felipe. Ésa no sabe ni lo que tiene delante.
Felipe - No verá, pero oye. Y huele. Por el hocico se debe enterar de todo.
Rezadora - ¡Milagro, milagro, milagro! ¡Santo Dios, santo Fuerte, haz el milagro! ¡Que se mueva, aunque sea un meneíto! ¡Que se mueva, que se mueva!
Felipe - ¡Oiga, vieja, pare la música un rato! A ver, dígame, ¿quién tiene que moverse aquí?
Rezadora - ¿Y quiénes son ustedes que me han cortado la inspiración?
Felipe - Dígame, vieja, ¿qué milagro es ése por el que está gritando usted?
Rezadora - Échate para acá, mi'jo, déjame que te tiente la cara. Tú no debes ser de aquí, ¿verdad?
Pedro - No, ni éstos tampoco. Ninguno somos de aquí.
Rezadora - Claro, por eso preguntan. Por eso no saben. ¡Es el gran milagro del ángel de Dios! Dicen que ahora va a bajar...
Felipe - ¿Quién va a bajar?
Rezadora - El ángel, te digo.
Pedro - ¿Y para qué baja el ángel, vieja?
Rezadora - ¡Para qué va a ser! ¡Para mover el agua de la piscina! Y entonces, el primer enfermo que se tira en esa agua bendita, se cura, se sana, se limpia de toda enfermedad por los siglos de los siglos, amén.
Jesús - Y usted, vieja, ¿por qué se queda aquí entonces, junto a la puerta? ¿No quiere meterse en el agua para curarse de los ojos?
Rezadora - ¡Ay, muchacho, es que tú no sabes los arrempujones que hay ahí dentro para tirarse a la piscina! Se muerden, se arrancan los pelos, les da como un frenesí a todos para poder ser los primeros. Yo, pobre de mí, como no veo ni mi nariz, me estoy aquí quietecita, llamando al ángel, a ver si me oye y baja pronto.
Felipe - Pero entonces, así no va a curarse nunca...
Rezadora - Sí, es verdad. Pero al menos tengo mi negocio. Mira, cuando alguno se cura, como yo he sido la que he estado aquí reza que reza, ya tengo apalabrado con la gente para que me suelten una propinita, ¿tú entiendes?
Jesús - ¿Y ya le han dado muchas propinas, vieja?
Rezadora - Algo siempre cae, mi'jo, pero... Dios y el ángel me perdonen, pero para mí que en ese agua sucia no se cura nadie. Al revés, lo que hacen es pegarse todos las enfermedades. Así, tan revueltos, lo que uno escupe, el otro se lo traga. Pero yo, a lo mío, paisanos, que más vale creerlo que averiguarlo. ¡Milagro, milagro, milagro! ¡Ay, Altísimo, haz el milagro! ¡Señor de los cielos, envía tu ángel pronto, pronto! Perdonen ustedes, muchachos, pero yo tengo que seguir mi rezo a ver si a Dios se le destupen sus santas orejas y me hace caso. ¡Que se mueva, que se mueva el agua, Señor!
Volvimos a entrar en el estanque. Los enfermos seguían allí, peleando entre ellos, mirándose unos a otros con ojos envidiosos. A veces, alguno se tiraba a la piscina, imaginando que las aguas se habían movido, pero volvía a salir igual que antes, empapado y triste a colocarse otra vez en el borde.
Felipe - ¿Qué les parece a ustedes, compañeros? ¿Será verdad eso del ángel meneando el agua?
Santiago - Haz la prueba, Felipe. Métete ahí en esa barahúnda y date un chapuzón.
Pedro - Yo lo que digo es que la gente es tonta. Mira que creerse este cuento del angelito…
Santiago - Y si te inventas otro con un arcángel o con todo el batallón de los serafines del cielo, también se lo creen. Demonios, es que tienen unas tragaderas así de grandes: les pasa una rueda de molino y sobra sitio... ¡tontos de remate!
Jesús - No, Santiago, la gente no es tonta. La gente sufre, que es distinto. Y cuando uno sufre, se agarra hasta de un clavo ardiendo... o de la pluma de un ángel.
Enferma - ¡Oye tú, so puerco, yo estaba aquí primero! ¡Vete para atrás!
Enfermo - ¡Maldita sea, desgraciada, que lo único que haces es chillar! ¡Ojalá te quedaras coja de las dos piernas!
Enferma - ¡Mira quién echa la maldición! ¡Tú que andas arrastrándote por ahí como una culebra!
Enfermo - ¡Vete al cuerno, mala bruja!
Algo alejado del avispero de enfermos, vimos a un viejo tendido en su camilla. Tenía la piel pegada a los huesos, el pelo más blanco que la harina y unos ojos pequeños de ratón que miraban a todos lados sin descanso. Cuando pasamos junto a él, agarró a Pedro por la túnica y lo hizo detenerse.
Pedro - Eh, ¿qué pasa, viejo?
Sifo - Nada, que les veo dando vueltas por aquí como unos trompos y me pregunto qué diablos andan buscando. Porque ustedes no están enfermos.
Santiago - Si nos quedamos más tiempo, vamos a estarlo pronto.
Sifo - No les gusta esto, ¿verdad? ¡Pues a mí tampoco, qué caramba! ¡Aquí cada uno sólo piensa en su pellejo!
Felipe - Y si no le gusta, ¿por qué viene?
Sifo - ¡Qué gracioso, muchacho! ¡Porque yo también pienso en mi pellejo! ¡Qué remedio me queda!
Pedro - Oye, mira a aquel la patada que le dio al jorobado...
Sifo - ¡Ay, muchachos, cuando anuncian que viene el ángel esto es el acabóse! Mordidas, patadas, apeñuscones... Pero, ¿qué vamos a hacer? Si hay un sólo hueso para tantos perros, tenemos que pelear a ver quién se lo come. Ese dichoso angelito es nuestra única esperanza. Porque miren, yo no creo ya en los médicos. Para mí, ésos no saben ni dónde tienen puesta la cabeza.
Jesús - ¿Cuanto tiempo hace que está enfermo, viejo?
Sifo - Echa una cuenta, muchacho, que te vas a quedar corto.
Jesús - No sé… ¿diez años?
Sifo - A diez le sumas diez y todavía otros diez, y aún te faltan años. ¡Hace treinta y ocho que estoy así como ves, aplastado. Me he hecho viejo esperando que llegara el día de estar sano. Se me han caído todos los dientes. Pero la esperanza no, ésa sí que no se me ha caído.
Jesús - Entonces, abuelo, tiene usted una esperanza casi tan grande como la de nuestro padre Abraham.
Sifo - ¡Qué va a hacer uno, hijo mío, más que esperar! Aunque uno se desengaña de todo, hasta del angelito ése, que lo que hace es echarnos a pelear. Porque, mira, aquí nadie ayuda a nadie. Aquí no hay caridad. Si uno se descuida, te rompen la cabeza para que haya uno menos en la cola.
Enferma - ¡Mal nacido! ¡Vete de aquí o te parto la crisma en pedacitos!
Enfermo - ¡A ti es que te voy a partir cuatro costillas por entrometida! ¡Toma, para que aprendas!
Sifo - Esa es una mujer muy peleona. Bueno, y él no se queda atrás. ¡Ja! Nos pasamos el día gritando contra los de arriba, porque nos aplastan el gañote, pero, ¿sabes lo que te digo?, que nosotros que somos todos unos muertos de hambre, hacemos lo mismito. Uno se desengaña, ¿sabes? Aquí no hay caridad. Yo que soy viejo, ya he visto muchas cosas con estos ojos.
Jesús - Pero, usted, cuando estaba más joven, también daría sus empujones, ¿verdad?
Sifo - ¿Yo? Sí, claro. ¿Y qué iba a hacer? Pero ahora que estoy así, ¿tú crees que alguno de ésos más jovencitos me ayuda a acercarme al agua? Ninguno, mi hijo. Ninguno. Aquí no hay caridad. Y yo que sólo sé andar brincando como los sapos, no llego nunca el primero. Como ese ángel no venga donde estoy yo, no sé lo que voy a hacer.
Jesús - ¿Quiere que le ayude a acercarse al agua?
Sifo - No, mi hijo, mira, si me quieren ayudar, sáquenme de aquí. Yo creo que a ese angelito hoy no le vemos las alas. Dicen que los ángeles madrugan mucho y ya ves por dónde anda ya el sol… Mejor me voy y le echo algo a las tripas. El tufo que hay aquí me abre siempre el apetito, ¡mira tú qué cosas!
Entonces, Jesús se acercó al viejo y lo agarró por los brazos...
Sifo - Con cuidadito, muchacho, ¡que a mí cada hueso se me va por su lado!
Jesús - No va a hacer falta, viejo. Salga usted mismo. Vamos, levántese...
Sifo - ¿Cómo dices, mi'jo?
Jesús - Que se levante. No, no, usted solo… Vamos…
El viejo miró a Jesús extrañado. Después, se enderezó sobre las piernas y comprobó que se sostenía de pie. Mientras tanto, los enfermos seguían peleando y gritando junto al estanque. El viejo volvió a mirar a Jesús, agarró su camilla y, sin decir palabra, salió corriendo.
Sifo - ¡Vieja, vieja, me he curado! ¡Estoy curado!
Rezadora - ¿Qué dices tú? A ver... deja que te toque las piernas... ¿Tú no eres Sifo, el tullido del barrio de los fruteros?
Sifo - ¡Ése mismo, vieja, soy yo, yo!
Rezadora - ¡El ángel ha bajado! ¡El ángel del Señor ha bajado a la tierra, Dios santo! ¡Milagro, milagro, milagro!
Sifo - ¡Te prometo que mañana te pagaré la propina!
Rezadora - Espérate, Sifo, no te vayas. Dime, ¿cómo era el ángel? ¿Lo viste?
Sifo - Claro que lo vi. Era un ángel muy raro. Tenía barbas y era muy moreno. ¡Pero mañana te cuento! ¡Mañana regreso, vieja, y te traigo dos denarios! ¡O cuatro! ¡Estoy curado! ¡Estoy curado!
Después de aquello, salimos enseguida de la piscina de Betesda y nos perdimos entre la multitud que abarrotaba las estrechas calles de Jerusalén. Sifo, aquel viejo, pobre y enfermo, que llevaba treinta y ocho años esperando en el estanque, corrió por la ciudad la noticia de que el ángel lo había curado. Y toda Jerusalén supo que algo extraño había ocurrido aquella mañana junto a la Puerta de las Ovejas.
Juan 5,1-18
1. La Puerta de las Ovejas estaba situada en la muralla norte de Jerusalén. Por ella entraban en el Templo las ovejas que iban a servir para los sacrificios. Cerca de esta puerta se encontraba un estanque de agua. Se le llamaba con dos nombres: Betesda (Casa de Misericordia) o Bezata (El Foso). En tiempos de Jesús, Jerusalén era una ciudad que padecía una aguda escasez de agua. El agua era un artículo que se vendía y se compraba. En la mayoría de las casas existían cisternas para recoger el agua de lluvia y aprovecharla. En la ciudad había dos grandes piscinas o estanques: Siloé, fuera de las murallas, y esta Betesda, llamada también, en griego, Piscina Probática.
La piscina tenía cinco pórticos de entrada y estaba dividida en dos por una hilera de columnas. En torno al estanque se reunían los enfermos para pedir a Dios su curación. Muchos de ellos tenían prohibida la entrada al Templo precisamente por sus enfermedades y en las aguas esperaban encontrar la misericordia de Dios que las leyes religiosas les negaban al apartarlos del lugar sagrado. 70 años después de Jesús aún se hallaron ex-votos en las excavaciones hechas en el lugar donde estuvo la piscina. Las ruinas de lo que fue el estanque de Betesda se han encontrado cerca de una iglesia dedicada a Santa Ana, la madre de María. En la actualidad no hay apenas agua en este lugar.