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56- EL GEMIDO DEL VIENTO
56- EL GEMIDO DEL VIENTO
Descripción:

48- LOS TRECE Estaba ya cerca la fiesta de la Pascua.(1) Como cada año, al llegar la luna llena del mes de Nisán, los hijos de Israel volvíamos los ojos hacia Jerusalén, deseando celebrar dentro de sus muros la fiesta grande de la liberación de nuestro pueblo. En todas las provincias del país se organizaban caravanas. En todos los pue­blos se formaban grupos de peregrinos que se reunían para viajar a la ciudad santa. Jesús - ¿Por qué no vamos este año juntos, compañeros? Pedro - Apoyo la idea, Jesús. ¿Cuándo salimos? Jesús - Dentro de dos o tres días estaría bien, ¿no, Pedro? Juan, Andrés, ¿qué les parece a ustedes? Juan - No hay más que hablar. Vamos con los ojos cerrados. Pedro - ¿Y tú, Santiago? Santiago - Seremos muchos galileos en la capital para la fiesta. Algún lío podremos armar, ¿no? ¡En la Pascua es cuando las cosas se ponen calientes! Jesús - Entonces, ya somos cinco. Al día siguiente, era día de mercado, y Pedro fue a ver a Felipe el vendedor. Felipe - Bueno, bueno, pero ustedes van a Jerusalén ¿a qué? ¿A meterse en líos y hacer revolución... o a rezar? Aclárame eso, que yo entienda bien. Pedro - Felipe, vamos a Jerusalén y eso basta. ¿Vienes o no? Felipe - Está bien, está bien, narizón. Voy con ustedes. A mí no me pueden dejar fuera. Pedro - ¡Contigo ya somos seis! Y Felipe avisó a su amigo... Felipe - ¡Natanael, tienes que venir! Natanael - Pero, Felipe, ¿cómo voy a dejar el taller así? Además, todavía tengo callos de la otra vez, cuando fuimos al Jordán. Felipe - Aquel fue un gran viaje, Nata. Y éste será todavía mejor. Decídete, hombre. Si no vienes, te arrepentirás en todo lo que te resta de vida. Natanael - Bueno, Felipe, iré. ¡Pero entérate de que lo hago por Jerusalén, no por ti! Felipe - ¡Entonces seremos siete! En aquellos días, pasaron por Cafarnaum nuestros amigos del movimiento zelote, Judas, el de Kariot, y su compañero Simón. También se animaron a viajar a Jerusalén para la fiesta. Con ellos dos, ya éramos nueve. Juan - Oye, Andrés, me dijeron que Jacobo, el de Alfeo, y Tadeo, pensaban ir a la capital en estos días. ¿Por qué no les decimos que vengan con nosotros? Con Tadeo y con Jacobo, los dos campesinos de Cafarnaum, ya éramos once. Jesús - Oye, Mateo, ¿tú vas a ir a Jerusalén para la fiesta? Mateo - Sí, eso voy a hacer, Jesús. ¿Por qué me lo preguntas? Jesús - ¿Con quién vas, Mateo? Mateo - Conmigo. Jesús - Vas solo, entonces. Mateo - Me basto y me sobro. Jesús - ¿Por qué no vienes con nosotros? Estamos pensando en ir un grupo para allá. Mateo - ¡Puah! ¿Y quiénes son ese grupo? Jesús - Andrés, Pedro, los hijos de Zebedeo, Judas y Simón, Felipe... Ven tú también. Mateo - Esos amigos tuyos no me gustan nada. Y yo no les gusto nada a ellos. Jesús - Mañana salimos, Mateo. Si te decides, ven por la casa de Pedro y Rufina al amanecer. Te estaremos esperando. Mateo - Pues espérenme sentados para no cansarse. ¡Bah, eres el tipo más chiflado que me he topado en toda mi puerca vida! Tomás, el discípulo del profeta Juan, fue el último en enterarse del viaje. Su compañero Matías había regresado ya a Jericó mientras él se quedaba unos días más por Cafarnaum. Tomás - Yo tam-tam-también voy con ustedes. Me-me-me gusta mucho la idea. Aquel primer viaje que hicimos juntos a Jerusalén fue muy importante para todos. Pero, ¡qué ideas tan distintas teníamos entonces de lo que Jesús se traía entre manos, de lo que era el Reino de Dios! El sol todavía no asomaba por los montes de Basán, pero ya nosotros estábamos alborotando a todo el vecindario. Nos íbamos a Jerusalén a celebrar la Pascua. De nuestro barrio ya habían salido unos cuantos grupos de peregrinos. Y en los próximos días viajarían muchos más. Uno tras otro, con las sandalias bien amarradas para el largo camino, fuimos reuniéndonos aquella madrugada en casa de Pedro y Rufina. Pedro - Miren el que faltaba, compañeros… ¡Felipe! Oye, cabezón, ¿tú no venías a Jerusalén con nosotros? Felipe - Claro que sí, Pedro. Aquí me tienen. Uff, si me he demorado un poco, échenle la culpa a éste. No tiene grasa en las ruedas. Santiago - ¿Y para qué lo has traído? ¿No me digas que piensas ir a Jerusalén con ese maldito carretón? Felipe - Pues sí te lo digo, pelirrojo. Yo soy como los caracoles que viajan con todo lo suyo encima. Pedro - Pero, Felipe, ¿tú estás loco? Felipe - Estoy más cuerdo que ustedes. En estos viajes es cuando más se levanta el negocio, amigos. La gente lleva sus ahorritos a Jerusalén. Muy bien. Yo llevo mercancía. Ustedes rezando. Yo vendiendo. Un peine por acá, un collar por allá. A nadie le hago daño, que yo sepa. Santiago - No, no, no, Felipe. Quítatelo de la cabeza. No vamos a ir contigo empujando ese basurero. Ese carretón se queda. Felipe - ¡El carretón va! Santiago - ¡El carretón se queda! Felipe - ¡Si él se queda, me quedo yo también! Juan - Jesús, dile algo a Felipe a ver si lo convences. Tú te las entiendes bien con él. Entonces Jesús nos guiñó un ojo a todos para que le siguiéramos la corriente... Jesús - Felipe, deja el carretón y las baratijas. La perla vale más.(2) Felipe - ¿La perla? ¿De qué perla me estás hablando, Jesús? Jesús - ¡Shhh! Una perla grande y fina, así de gorda. Tú tienes buena nariz de comerciante. ¿Te interesa formar parte del negocio, sí o no? Felipe se rascó su gran cabeza y nos miró a todos con aire de cómplice. Felipe - Habla claro, moreno. Si hay que reunir dinero, yo vendo el carretón. Vendo hasta las sandalias si hace falta. Luego negociamos con ella y sacamos una buena tajada. ¿Cuánto piden por esa perla? Jesús - Mucho. Felipe - ¿Y dónde está? ¿En Jerusalén? Jesús - No, Felipe. Está aquí, entre nosotros. Felipe - ¿Aquí? ¡Ya entiendo, claro! Contrabando. ¿Tú la llevas, Juan? ¿Tú, Simón? Está bien, está bien. Juro silencio. Siete llaves en la boca. Ya está. Pueden confiar en mí. Pero, díganme, ¿cómo la consiguieron? Jesús - Escucha: Tadeo y Jacobo estaban trabajando en un campo. Metieron el arado para sembrarlo. Y de repente, se tropezaron con un tesoro escondido en la tierra. Felipe - ¿Un tesoro? ¿Y qué hicieron con él? Jesús - Lo volvieron a esconder. Fueron al dueño del campo y se lo compraron. Vendieron todo lo que tenían y compraron el campo. Así, el tesoro quedaba para ellos. Felipe - Pero, ¿cuál fue el tesoro que encontraron? Jesús - ¡La misma perla que te dije antes! Ellos la descubrieron. Felipe - ¿La perla? Las perlas se encuentran en el mar, no en la tierra. ¿Qué lío me estás armando tú, nazareno? Jesús - Escucha, Felipe: en realidad, la cosa comenzó en el mar, como tú dices. Pedro y Andrés echaron las barcas al agua. Y tiraron la red. Y la sacaron cargada de peces. Y cuando estaban separando los peces se llevaron una gran sorpresa porque... Felipe - ...porque ahí fue donde encontraron la perla. Jesús - Sí. Y lo dejaron todo, la red, las barcas, los peces. ¡Y se quedaron con la perla, que valía más! Felipe - Pero entonces, el tesoro del campo... Ah, claro, ya entiendo. Y entonces... Espérate. No entiendo nada. Cabeza grande, Jesús, pero poco seso. Aclárame el negocio. Jesús - El negocio, Felipe, es que todos nosotros hemos dejado nuestras cosas, nuestros campos, nuestras redes y nuestras casas por la perla. Deja tú también el carretón. Felipe - Está bien, está bien. Pero por lo menos enséñame la perla para... Jesús - La perla es el Reino de Dios, Felipe. Anda, deja tus cachivaches y ven a Jerusalén con las manos libres. Olvídate por unos días de tus peines y tus collares y celebra la Pascua con la cabeza despierta. Felipe - Así que, ni contrabando ni carretón. Pandilla de granujas, ¡si me siguen tomando el pelo, acabaré más calvo que Natanael! Está bien, está bien, lo dejaré al cuidado de doña Salomé hasta la vuelta. Cuando ya nos íbamos, llegó Mateo. Aunque todavía era muy temprano, ya andaba medio borracho. Santiago - ¿Qué se te ha perdido por aquí, apestoso? Jesús - Bienvenido, Mateo. Sabía que vendrías. Juan - ¿Que vendría a qué? Jesús - Mateo también viene con nosotros. ¿No se lo había dicho? Santiago - ¿Dices que este tipo viene con nosotros o es que he oído mal? Jesús - No, Santiago, oíste bien. Yo le dije a Mateo que viniera con nosotros. Santiago - ¡Al diablo contigo, moreno! ¿Y esto qué quiere decir? Jesús - Quiere decir que la fiesta de Pascua es para todos. Y que las puertas de Jerusalén, como las puertas del Reino de Dios, se abren para todos. Las palabras de Jesús y la presencia de Mateo nos sacaron de quicio. Santiago y yo estuvimos a punto de caerle a puñetazos. En medio del alboroto, Simón y Judas nos llevaron aparte. Judas - Cállate, pelirrojo. No grites más. ¿Es que no entiendes? Santiago - ¿Entender qué? Aquí no hay nada que entender. Jesús es un imbécil. Judas - Los imbéciles son ustedes. Jesús ha planeado la cosa demasiado bien. Juan - ¿Qué quieres decir con eso? Judas - La frontera de Galilea está muy vigilada, Juan. Temen un levantamiento popular. A todos nosotros nos tienen fichados. Y a Jesús, el primero. Yendo con Mateo, la cosa cambia. Llevamos más cubiertas las espaldas, ¿comprendes? Mateo conoce a todos esos marranos que controlan la frontera. Juan - ¿Y tú crees que Jesús lo haya invitado por eso? Judas - ¿Y por qué si no, dime? El tipo es astuto. Piensa en todo. Juan - Pero, Mateo, ¿por qué se presta al juego? Judas - Mateo es un borracho. Dale vino y te sigue como un carnero. Santiago - Tienes razón, Iscariote. Cada vez me convenzo más que con éste de Nazaret iremos lejos. ¡Es el hombre que necesitamos! ¡Ea, muchachos, vámonos ya! Tomás - No, no, espérense un po-po-poco. Juan - ¿Qué pasa ahora, Tomás? ¿Has olvidado algo? Tomás - No, no, no es eso. ¿Se han fi-fi-fijado ustedes cuántos somos? Santiago - Sí, somos trece. Con este puer... quiero decir, con este Mateo somos trece. Tomás - Di-di-dicen que ese número trae ma-ma-mala suerte. Pedro - Bah, no te preocupes por eso, Tomás. Cuando le corten el gañote a alguno de nosotros, seremos doce, número redondo, como las tribus de Israel. ¡Ea, compañeros, andando, Jerusalén nos espera! Éramos trece. Pedro, el tirapiedras, iba delante, con la cara curtida por todos los soles del lago de Galilea y la sonrisa ancha de siempre. A su lado, Andrés, el flaco, el más alto de todos, el más callado también. Mi hermano Santiago y yo, que soñábamos con Jerusalén como un campo de batalla en el que todos los romanos serían destruidos por la fuerza de nuestros puños. Felipe, el vendedor, llevaba en la cintura la corneta con que anunciaba sus mercancías y de vez en cuando la hacía sonar. No quiso separarse de ella. A su lado, como siempre, Natanael. El sol de la mañana relucía en su calva. Caminaba despacio, cansado antes de empezar la marcha. Tomás, el tartamudo, mirando a un lado y a otro con ojos curiosos. No hacía más que hablar con su media lengua del profeta Juan, su maestro. Mateo, el cobrador de impuestos, con los ojos rojos por el alcohol y el paso vacilante. Jacobo y Tadeo, los campesinos de Cafarnaum, caminaban juntos. Simón, aquel forzudo lleno de pecas, iba con Judas, el de Kariot, que llevaba al cuello su pañuelo amarillo, regalo de un nieto de los macabeos. Éramos doce. Trece con Jesús, el de Nazaret, el hombre que nos arrastró a aquella aventura de ir por los caminos de nuestro pue­blo anunciando la llegada de la justicia de Dios. Mateo 10,1-4; Marcos 3,13-19; Lucas 6,12-16. 48.1. Tres veces al año, con ocasión de las fiestas de Pascua, Pentecostés y las Tiendas, los israelitas tenían costumbre de viajar a Jerusalén. También viajaban hacia la capital multitud de extranjeros de los países vecinos. La fiesta de la Pascua era la que atraía el mayor número de peregrinos cada año. Como era en primavera, esto facilitaba el viaje, porque para febrero o marzo terminaba ya la época de las lluvias y los caminos estaban más transitables. Formaba parte esencial de los preparativos del viaje buscar compañía para el camino. Había muchos asaltantes de caminos y nadie se atrevía a hacer solo un viaje tan largo. Por eso se formaban siempre grandes caravanas para las fiestas. 48.2. Las perlas fueron un artículo muy codiciado en los tiempos antiguos. Simbolizaban la fecundidad: eran un fruto precioso de las aguas y crecían y se desarrollaban ocultas, como sucede con el embrión humano. Las pescaban buceadores en el Mar Rojo, en el Golfo Pérsico y en el Océano Índico y eran muy usadas en collares. Los tesoros escondidos son tema predilecto de los cuentos orientales. En el tiempo de Jesús tenían una base histórica. Las innumerables guerras que sacudieron Palestina a lo largo de siglos hicieron que mucha gente, en el momento de la huida, dejara escondido en la tierra sus posesiones más valiosas, hasta un posible retorno que no siempre ocurría. 48.3. El número doce tenía una significación especial en el antiguo Oriente. Seguramente, por el hecho de estar dividido el año en doce meses. En Israel, era considerada como cifra que designaba una totalidad y que sintetizaba, en un solo número, a todo el pueblo de Dios. Doce fueron los hijos de Jacob, los patriarcas que dieron nombre a las doce tribus que poblaron la Tierra Prometida. Una tradición muy antigua dentro de los evangelios recuerda en varias ocasiones que Jesús eligió a doce discípulos, como núcleo de sus muchos seguidores. Cuando en los textos del Nuevo Testamento se habla de “los doce”, se está haciendo referencia a doce personas individuales -de los que tenemos la lista de nombres- y a la vez, “los doce” es un símbolo de la nueva comunidad, heredera del pueblo de las doce tribus. El número doce es particularmente preferido en el libro del Apocalipsis: aparece en las medidas de la nueva Jerusalén y en el número de los elegidos, que serán 144 mil (12 × 12 × mil = totalidad de totalidades).

Libreto:
Santiago - ¡A acostarse pronto, muchachos, que mañana hay que madrugar!

Pedro - ¡Ay, mis pies! ¡Esas tres jornadas de camino no se las deseo ni a mi suegra!

María - Pues quédense un par de días más. En la taberna hay sitio. Y más ahora que la gente comienza a regresar a sus pueblos.

Pedro - Que no, María, que ya tenemos que volver a Galilea. ¿Y sabes por qué? Porque se nos acabó el dinero. No tenemos ni un cobre.

María - Bah, si es por eso, no se preocupen. Mi hermano Lázaro se ha encariñado con ustedes. Si no pueden pagar ahora, se lo apunta para cuando vuelvan por acá. Porque ustedes volverán, ¿verdad que sí?

Estábamos recogiendo las cuatro baratijas que compramos durante la fiesta de Pascua en Jerusalén y despidiéndonos de Marta y María. Era ya de noche cuando Lázaro, el tabernero, llegó corriendo.

Lázaro - ¡Psst! ¿Alguno de ustedes lleva contrabando al norte?

Pedro - ¿Contrabando? ¿Estás loco? Las aduanas están muy vigiladas en estas fechas. ¿Por qué lo preguntas?

Lázaro - Porque tienen visita. Un pez gordo. Uno de los setenta magistrados del Sanedrín.(1) Está ahí fuera, con un par de guardaespaldas, preguntando por ustedes. Yo pensé que llevaban contrabando.

María - ¡Si lo llevan, disimulen bien, que para eso son galileos!

Lázaro - ¡Arriba, muchachos, alguno tiene que salir y dar la cara!

Santiago - Bueno, iré yo, a ver qué quiere. ¿Me acompañas, Juan?

Mi hermano Santiago y yo salimos a ver quién nos buscaba. En la puerta de la Palmera Bonita estaba esperándonos un hombre alto, con una larga barba canosa y envuelto en un manto de púrpura muy elegante. Lo acompañaban dos etíopes, con la cabeza rapada y una daga en la cintura.

Santiago - Vamos a ver, ¿en qué podemos servirle, señor?

Nicodemo - Quiero hablar con el jefe de ustedes.

Santiago - ¿Con el jefe? Aquí nadie es jefe de nadie. Somos un grupo de amigos.

Nicodemo - Me refiero a ese tal Jesús, el de Nazaret. E1 que hace las “cosas”.

Santiago - ¿El que hace qué “cosas”? Explíquese mejor.

Nicodemo - No vine a hablar con ustedes sino con él. Vayan y llámenlo.

Santiago y yo entramos nuevamente en la taberna...

Jesús - ¿Que quiere hablar conmigo? ¿Y qué buscará ese tipo?

Santiago - No me huele bien esto, Jesús. Es un fariseo importante, ¿sabes? Y me resulta muy raro que haya venido hasta aquí y a estas horas... Algo debe traerse entre manos...

Jesús - Bueno, vamos a ver de qué se trata.

María - No te demores mucho, Jesús. ¡Tienes la historia de los tres camellos por la mitad!

Jesús salió al patio donde lo esperaba el misterioso visitante.

Nicodemo - ¡Caramba, al fin te encuentro, nazareno! Quiero hablar unos minutos contigo, a solas.

Jesús - Sí, está bien. Pero si viene buscando contrabando, creo que perdió su tiempo. Lo único que me llevo de Jerusalén es un pañuelo para mi madre, que aquí los hay muy baratos.

Nicodemo - No, no se trata de eso, muchacho. Ahora te explicaré. Ustedes dos, espérenme allá.

Los dos etíopes se alejaron como a un tiro de piedra...

Nicodemo - Algún rincón habrá por aquí para conversar, digo yo.

Jesús - Debajo de aquella palmera estaremos bien. ¡Vamos!

Desde el fogón vimos a Jesús alejarse hasta una esquina del patio. Las nubes corrían rápidas en el cielo, empujadas por el viento de la noche que gemía entre los árboles.

Jesús - Usted dirá...

Nicodemo - Me llamo Nicodemo, Jesús.(2) Soy magistrado en el Tribunal Supremo de Justicia. Mi padre fue el ilustre Jeconías, tesorero mayor del templo.

Jesús - ¿Y qué quiere de mí un hombre tan importante?

Nicodemo - Comprendo que te extrañe mi visita. Aunque ya te habrás imaginado a lo que vengo.

Jesús - Debo tener poca imaginación porque, francamente, no tengo ni idea de lo que usted quiere de mí.

Nicodemo - No quiero nada de ti. En realidad, vengo a ayudarte.

Jesús - ¿A ayudarme?

Nicodemo - Digamos que será una ayuda mutua. Un beneficio mutuo, ¿comprendes?

Jesús - Como no hable más claro, no me entero de nada.

Nicodemo - Jesús, sé muchas cosas de ti. Mira, lo que hiciste en la piscina de Betesda ha corrido ya por toda la ciudad. Sí, no pongas esa cara. Lo del paralítico que echó a andar, así por las buenas. Sé también que has hecho otras cosas parecidas por allá, por Galilea: un loco, un leproso... hasta dicen que levantaste una niña muerta en mitad del velorio. También al Sanedrín han llegado estos rumores.

Jesús - Uf, qué pronto corren las noticias en este país, ¿eh?

Nicodemo - Como ves, te he seguido bien la pista. Y te felicito, Jesús.

Jesús - Sigo sin entender de dónde viene usted y a dónde quiere ir a parar.

Nicodemo - Vamos, vamos, no disimules. Reconozco que para ser trucos están muy bien hechos. No me dirás que son milagros... tú no tienes cara de santo. Está bien, está bien. Comprendo que desconfíes de mí. Pero vamos al grano. A fin de cuentas, a mí me da lo mismo que sean trucos tuyos o milagros de Dios o si es la cola del diablo la que está metida en esto. Para el caso es igual. El pueblo no distingue una cosa de otra. La gente sufre demasiado y necesita ilusionarse con algo. Y en eso tú eres un maestro, en el arte de entusiasmar al pueblo. En fin, te propongo un negocio, Jesús de Nazaret. Podemos asociarnos y las ganancias irían a medias. O también, si prefieres, puedo darte una cantidad fija, por ejemplo... cincuenta denarios. ¿Te parece poco? Sí, no es demasiado, pero... Digamos setenta y cinco... ¿Más todavía? Me parece exagerado tanto dinero para un campesino porque después se lo beben en las tabernas, pero, en fin, porque me has caído simpático, podría subir hasta cien denarios. Trato hecho. Ahora te explicaré lo que quiero que hagas… Oye, ¿de qué te ríes?

Jesús - De nada. Es que me hace gracia...

Nicodemo - Sí, ya sé, ustedes los galileos tienen el colmillo retorcido como el jabalí. Está bien. A mí parece que cien denarios es un buen salario para un mago, pero... está bien, pon tú mismo el precio. ¿Cuánto quieres? Créeme, muchacho, tu asunto me interesa más que ninguno.

Jesús - Sí, sí, ya veo, pero... pero no me sirves para este asunto, Nicodemo.

Nicodemo - ¿Cómo? ¿Por qué? Te digo que te puedo dar mucho dinero y no miento.

Jesús - No, no es por eso.

Nicodemo - Entonces, ¿qué?

Jesús - Bueno, que... que eres muy viejo.

Nicodemo - Por eso mismo, muchacho. Dicen que hasta el diablo sabe más por viejo que por diablo. Con mi experiencia y tu habilidad podremos llegar muy lejos.

Jesús - No, Nicodemo. Te digo que necesito gente joven.

Nicodemo - Bueno, yo tengo ya unos cuantos años en las costillas, ésa es la verdad, pero... de salud no estoy tan mal. Todavía me defiendo.

Jesús - Nicodemo: necesito niños.

Nicodemo - ¿Niños? Vamos, vamos, Jesús, deja los niños en la escuela y hablemos de cosas serias.

Jesús - Te estoy hablando en serio, Nicodemo. Me hacen falta niños. Si quieres meterte en este asunto tendrías que... que nacer otra vez. Eso, volver a ser niño.

Nicodemo - Ya me habían dicho que eras muy chistoso, nazareno. Bueno, como tú te sabes tantos trucos, a lo mejor puedes hacerme entrar otra vez en el vientre de mi madre para que me vuelva a parir. En fin, volvamos a nuestro negocio. Como te iba diciendo, se trata...

Jesús - Te has hecho viejo amasando dinero, Nicodemo. Y te ha salido un callo en el corazón y otro en las orejas. Por eso no comprendes. Por eso no oyes el viento.

Nicodemo - Oye, yo estoy viejo, pero no sordo. El viento si lo oigo. Pero a ti no te entiendo ni una palabra. ¿Qué es lo que me quieres decir? ¿Que el dinero no te interesa? ¿Es eso? Ah, ustedes los jóvenes no tienen arreglo. Todos dicen lo mismo. Claro, cuando tienen a papá detrás: “el dinero, ¿para qué?, el dinero es lo de menos”… Después, cuando madura la fruta, se dan cuenta de que con el dinero se consigue casi-casi todo en esta vida... Pero, en fin, si eres tan poco ambicioso, me guardo mis denarios. Peor para ti.

Jesús - No, no, no te los guardes, no dije eso.

Nicodemo - Ah, pícaro, ya sabía yo que acabarías mordiendo el anzuelo. Estaba seguro que este negocio te interesaría. Verás, podríamos comenzar con una presentación en el teatro... o en el hipódromo, que cabe más gente... o también... Pero, bueno, ¿qué te pasa? ¿Estás alelado, o qué?

Jesús - Nicodemo, ¿no oyes el viento? Él trae la queja de todos los que sufren, de todos los que mueren llamando a Dios para que haga justicia en la tierra. ¿Cómo puedes guardar tu dinero y hacerte sordo al quejido que trae el viento? Escucha... Es como el grito de una mujer que da a luz... Está naciendo un hombre nuevo, un hombre que no vive para el dinero sino para los demás, que prefiere dar a recibir.

Nicodemo - Ahora sí que no entiendo un comino.

Jesús - Claro, para entender tendrías que elegir.

Nicodemo - ¿Elegir? ¿Elegir qué?

Jesús - No se puede servir a dos señores a la vez. Elige entre Dios y el dinero. Si escoges a Dios, entenderás el quejido del viento y el viento te llevará hasta donde ahora no puedes imaginarte. Si escoges el dinero, te quedarás solo.

Nicodemo - De verdad, no sé de qué me hablas.

Jesús - Tú deberías saberlo. Tú que tienes tantos títulos, ¿no entiendes lo que está pasando? El pueblo está reclamando su derecho. Queremos ser libres como el viento. Queremos ser felices. Queremos vivir.

Nicodemo - Jesús de Nazaret, ya sé lo que eres: ¡un soñador! Pero ese mundo con que sueñas nunca llegará.

Jesús - Ya ha llegado, Nicodemo. Dios quiere tanto al mundo que ha puesto manos a la obra. ¡El Reino de Dios ha comenzado ya!

Nicodemo - Bájate de las nubes, muchacho, sé realista, muchacho. Te lo digo yo, que ya tengo los dientes amarillos. Piensa en primer lugar en ti y en segundo lugar también. Después de ti, el diluvio. Las cosas son como son. Y seguirán siendo así.

Jesús - No, Nicodemo. Las cosas pueden ser distintas. Ya lo están siendo. Allá en Galilea hemos visto a gente muy pobre compartiendo lo poco que tenía con los demás. ¿Tú no querías ver milagros? Pues baja de tu cátedra de maestro y ve allá a nuestro barrio. Te aseguro, Nicodemo, que aprenderás a hacer el milagro más grande de todos, el de compartir lo que uno tiene.

Nicodemo - Sí, desde luego, estás chiflado. No me cabe duda. Pero reconozco que oyéndote hablar...

Jesús - Mira arriba, Nicodemo... ¿no la ves?

La luna llena del mes de Nisán, redonda como una moneda, esparcía su luz blanquísima sobre el patio de la taberna.

Jesús - Mírala... Brilla como tu dinero. Pero, ¿sabes lo que hizo Moisés, allá en el desierto? Tomó el bronce de las monedas y con él fabricó una serpiente y la levantó en mitad del campamento. Y los que la miraban quedaban curados de la mordedura de las culebras. La culebra del dinero te ha picado, Nicodemo. Tienes el veneno dentro. Si tú quisieras curarte...

Nicodemo se quedó en silencio, mirando aquella luna de bronce. El puñado de monedas que llevaba en el bolsillo le pesaba ahora como un fardo. Se sentía más viejo y más cansado que nunca, como si toda su vida no hubiera sido más que un poco de agua que se les escurría entre las manos.

Nicodemo - ¿Tú crees que para un hombre viejo como yo... todavía... todavía hay esperanza?

Jesús - Sí, siempre hay esperanza. El agua limpia y el espíritu renueva...(3) Si tú quisieras...

El viento siguió soplando entre los árboles. Venía de muy lejos y arrastraba las palabras de Jesús muy lejos también, hasta más allá de las montañas. Cuando Nicodemo dejó la taberna y se puso en camino hacia Jerusalén, el viento lo acompañó en su regreso.

Juan 3,1-21

1. El Sanedrín era el órgano supremo del gobierno judío. Funcionaba también como Corte de Justicia. Interpretaba el significado de la Ley. Estaba compuesto por 71 miembros, que debían tener un conocimiento profundo de las Escrituras para dar las sentencias. Los sanedritas del grupo fariseo habían copado los puestos administrativos del organismo y tenían dentro de él una gran influencia. También la tenían los saduceos. Los sanedritas eran personas privilegiadas dentro de la sociedad como dueños del saber y de todo el poder que les daba el interpretar las leyes. Eran generalmente muy ricos. Cuando en el evangelio de Juan se habla de “los jefes de los judíos”, se hace referencia a hombres que ocupaban cargos político-religiosos en el Sanedrín. En tiempos de Jesús, el Sanedrín era un órgano de poder político, social y económico muy corrompido.

2. Nicodemo es nombrado únicamente en el evangelio de Juan. Es una de las pocas personas integrantes de la institución religiosa que estableció una relación amistosa con Jesús. Pertenecía a la clase adinerada de la capital y al grupo fariseo del Sanedrín, del que actuaba como consejero.

3. En el diálogo entre Jesús y el influyente fariseo Nicodemo, que solamente recoge el cuarto evangelio, Juan emplea varios temas teológicos: agua y Espíritu, lo que viene de arriba y lo que es de la tierra, luz y tinieblas. También emplea símbolos: la serpiente de Moisés, el viento. Esto indica que, más que de una conversación real, se trata de un esquema teológico. A Nicodemo, Jesús le habla de renacer, de transfomarse en un “hombre nuevo”. En el bautismo cristiano se ha empleado tradicionalmente la fórmula que Jesús empleó con Nicodemo: renacer por el agua y el Espíritu. El agua, símbolo de la vida, y el espíritu -en hebreo, espíritu y viento se dicen con la misma palabra: “ruaj”-, símbolo de libertad, hacen nuevos al hombre y a la mujer. El tema del hombre nuevo es frecuente en las cartas de Pablo (Colosenses 3, 9-11; Efesios 8, 2-10 y 4, 20-24).

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