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57- CINCO PANES Y DOS PECES
57- CINCO PANES Y DOS PECES
Descripción:

48- LOS TRECE Estaba ya cerca la fiesta de la Pascua.(1) Como cada año, al llegar la luna llena del mes de Nisán, los hijos de Israel volvíamos los ojos hacia Jerusalén, deseando celebrar dentro de sus muros la fiesta grande de la liberación de nuestro pueblo. En todas las provincias del país se organizaban caravanas. En todos los pue­blos se formaban grupos de peregrinos que se reunían para viajar a la ciudad santa. Jesús - ¿Por qué no vamos este año juntos, compañeros? Pedro - Apoyo la idea, Jesús. ¿Cuándo salimos? Jesús - Dentro de dos o tres días estaría bien, ¿no, Pedro? Juan, Andrés, ¿qué les parece a ustedes? Juan - No hay más que hablar. Vamos con los ojos cerrados. Pedro - ¿Y tú, Santiago? Santiago - Seremos muchos galileos en la capital para la fiesta. Algún lío podremos armar, ¿no? ¡En la Pascua es cuando las cosas se ponen calientes! Jesús - Entonces, ya somos cinco. Al día siguiente, era día de mercado, y Pedro fue a ver a Felipe el vendedor. Felipe - Bueno, bueno, pero ustedes van a Jerusalén ¿a qué? ¿A meterse en líos y hacer revolución... o a rezar? Aclárame eso, que yo entienda bien. Pedro - Felipe, vamos a Jerusalén y eso basta. ¿Vienes o no? Felipe - Está bien, está bien, narizón. Voy con ustedes. A mí no me pueden dejar fuera. Pedro - ¡Contigo ya somos seis! Y Felipe avisó a su amigo... Felipe - ¡Natanael, tienes que venir! Natanael - Pero, Felipe, ¿cómo voy a dejar el taller así? Además, todavía tengo callos de la otra vez, cuando fuimos al Jordán. Felipe - Aquel fue un gran viaje, Nata. Y éste será todavía mejor. Decídete, hombre. Si no vienes, te arrepentirás en todo lo que te resta de vida. Natanael - Bueno, Felipe, iré. ¡Pero entérate de que lo hago por Jerusalén, no por ti! Felipe - ¡Entonces seremos siete! En aquellos días, pasaron por Cafarnaum nuestros amigos del movimiento zelote, Judas, el de Kariot, y su compañero Simón. También se animaron a viajar a Jerusalén para la fiesta. Con ellos dos, ya éramos nueve. Juan - Oye, Andrés, me dijeron que Jacobo, el de Alfeo, y Tadeo, pensaban ir a la capital en estos días. ¿Por qué no les decimos que vengan con nosotros? Con Tadeo y con Jacobo, los dos campesinos de Cafarnaum, ya éramos once. Jesús - Oye, Mateo, ¿tú vas a ir a Jerusalén para la fiesta? Mateo - Sí, eso voy a hacer, Jesús. ¿Por qué me lo preguntas? Jesús - ¿Con quién vas, Mateo? Mateo - Conmigo. Jesús - Vas solo, entonces. Mateo - Me basto y me sobro. Jesús - ¿Por qué no vienes con nosotros? Estamos pensando en ir un grupo para allá. Mateo - ¡Puah! ¿Y quiénes son ese grupo? Jesús - Andrés, Pedro, los hijos de Zebedeo, Judas y Simón, Felipe... Ven tú también. Mateo - Esos amigos tuyos no me gustan nada. Y yo no les gusto nada a ellos. Jesús - Mañana salimos, Mateo. Si te decides, ven por la casa de Pedro y Rufina al amanecer. Te estaremos esperando. Mateo - Pues espérenme sentados para no cansarse. ¡Bah, eres el tipo más chiflado que me he topado en toda mi puerca vida! Tomás, el discípulo del profeta Juan, fue el último en enterarse del viaje. Su compañero Matías había regresado ya a Jericó mientras él se quedaba unos días más por Cafarnaum. Tomás - Yo tam-tam-también voy con ustedes. Me-me-me gusta mucho la idea. Aquel primer viaje que hicimos juntos a Jerusalén fue muy importante para todos. Pero, ¡qué ideas tan distintas teníamos entonces de lo que Jesús se traía entre manos, de lo que era el Reino de Dios! El sol todavía no asomaba por los montes de Basán, pero ya nosotros estábamos alborotando a todo el vecindario. Nos íbamos a Jerusalén a celebrar la Pascua. De nuestro barrio ya habían salido unos cuantos grupos de peregrinos. Y en los próximos días viajarían muchos más. Uno tras otro, con las sandalias bien amarradas para el largo camino, fuimos reuniéndonos aquella madrugada en casa de Pedro y Rufina. Pedro - Miren el que faltaba, compañeros… ¡Felipe! Oye, cabezón, ¿tú no venías a Jerusalén con nosotros? Felipe - Claro que sí, Pedro. Aquí me tienen. Uff, si me he demorado un poco, échenle la culpa a éste. No tiene grasa en las ruedas. Santiago - ¿Y para qué lo has traído? ¿No me digas que piensas ir a Jerusalén con ese maldito carretón? Felipe - Pues sí te lo digo, pelirrojo. Yo soy como los caracoles que viajan con todo lo suyo encima. Pedro - Pero, Felipe, ¿tú estás loco? Felipe - Estoy más cuerdo que ustedes. En estos viajes es cuando más se levanta el negocio, amigos. La gente lleva sus ahorritos a Jerusalén. Muy bien. Yo llevo mercancía. Ustedes rezando. Yo vendiendo. Un peine por acá, un collar por allá. A nadie le hago daño, que yo sepa. Santiago - No, no, no, Felipe. Quítatelo de la cabeza. No vamos a ir contigo empujando ese basurero. Ese carretón se queda. Felipe - ¡El carretón va! Santiago - ¡El carretón se queda! Felipe - ¡Si él se queda, me quedo yo también! Juan - Jesús, dile algo a Felipe a ver si lo convences. Tú te las entiendes bien con él. Entonces Jesús nos guiñó un ojo a todos para que le siguiéramos la corriente... Jesús - Felipe, deja el carretón y las baratijas. La perla vale más.(2) Felipe - ¿La perla? ¿De qué perla me estás hablando, Jesús? Jesús - ¡Shhh! Una perla grande y fina, así de gorda. Tú tienes buena nariz de comerciante. ¿Te interesa formar parte del negocio, sí o no? Felipe se rascó su gran cabeza y nos miró a todos con aire de cómplice. Felipe - Habla claro, moreno. Si hay que reunir dinero, yo vendo el carretón. Vendo hasta las sandalias si hace falta. Luego negociamos con ella y sacamos una buena tajada. ¿Cuánto piden por esa perla? Jesús - Mucho. Felipe - ¿Y dónde está? ¿En Jerusalén? Jesús - No, Felipe. Está aquí, entre nosotros. Felipe - ¿Aquí? ¡Ya entiendo, claro! Contrabando. ¿Tú la llevas, Juan? ¿Tú, Simón? Está bien, está bien. Juro silencio. Siete llaves en la boca. Ya está. Pueden confiar en mí. Pero, díganme, ¿cómo la consiguieron? Jesús - Escucha: Tadeo y Jacobo estaban trabajando en un campo. Metieron el arado para sembrarlo. Y de repente, se tropezaron con un tesoro escondido en la tierra. Felipe - ¿Un tesoro? ¿Y qué hicieron con él? Jesús - Lo volvieron a esconder. Fueron al dueño del campo y se lo compraron. Vendieron todo lo que tenían y compraron el campo. Así, el tesoro quedaba para ellos. Felipe - Pero, ¿cuál fue el tesoro que encontraron? Jesús - ¡La misma perla que te dije antes! Ellos la descubrieron. Felipe - ¿La perla? Las perlas se encuentran en el mar, no en la tierra. ¿Qué lío me estás armando tú, nazareno? Jesús - Escucha, Felipe: en realidad, la cosa comenzó en el mar, como tú dices. Pedro y Andrés echaron las barcas al agua. Y tiraron la red. Y la sacaron cargada de peces. Y cuando estaban separando los peces se llevaron una gran sorpresa porque... Felipe - ...porque ahí fue donde encontraron la perla. Jesús - Sí. Y lo dejaron todo, la red, las barcas, los peces. ¡Y se quedaron con la perla, que valía más! Felipe - Pero entonces, el tesoro del campo... Ah, claro, ya entiendo. Y entonces... Espérate. No entiendo nada. Cabeza grande, Jesús, pero poco seso. Aclárame el negocio. Jesús - El negocio, Felipe, es que todos nosotros hemos dejado nuestras cosas, nuestros campos, nuestras redes y nuestras casas por la perla. Deja tú también el carretón. Felipe - Está bien, está bien. Pero por lo menos enséñame la perla para... Jesús - La perla es el Reino de Dios, Felipe. Anda, deja tus cachivaches y ven a Jerusalén con las manos libres. Olvídate por unos días de tus peines y tus collares y celebra la Pascua con la cabeza despierta. Felipe - Así que, ni contrabando ni carretón. Pandilla de granujas, ¡si me siguen tomando el pelo, acabaré más calvo que Natanael! Está bien, está bien, lo dejaré al cuidado de doña Salomé hasta la vuelta. Cuando ya nos íbamos, llegó Mateo. Aunque todavía era muy temprano, ya andaba medio borracho. Santiago - ¿Qué se te ha perdido por aquí, apestoso? Jesús - Bienvenido, Mateo. Sabía que vendrías. Juan - ¿Que vendría a qué? Jesús - Mateo también viene con nosotros. ¿No se lo había dicho? Santiago - ¿Dices que este tipo viene con nosotros o es que he oído mal? Jesús - No, Santiago, oíste bien. Yo le dije a Mateo que viniera con nosotros. Santiago - ¡Al diablo contigo, moreno! ¿Y esto qué quiere decir? Jesús - Quiere decir que la fiesta de Pascua es para todos. Y que las puertas de Jerusalén, como las puertas del Reino de Dios, se abren para todos. Las palabras de Jesús y la presencia de Mateo nos sacaron de quicio. Santiago y yo estuvimos a punto de caerle a puñetazos. En medio del alboroto, Simón y Judas nos llevaron aparte. Judas - Cállate, pelirrojo. No grites más. ¿Es que no entiendes? Santiago - ¿Entender qué? Aquí no hay nada que entender. Jesús es un imbécil. Judas - Los imbéciles son ustedes. Jesús ha planeado la cosa demasiado bien. Juan - ¿Qué quieres decir con eso? Judas - La frontera de Galilea está muy vigilada, Juan. Temen un levantamiento popular. A todos nosotros nos tienen fichados. Y a Jesús, el primero. Yendo con Mateo, la cosa cambia. Llevamos más cubiertas las espaldas, ¿comprendes? Mateo conoce a todos esos marranos que controlan la frontera. Juan - ¿Y tú crees que Jesús lo haya invitado por eso? Judas - ¿Y por qué si no, dime? El tipo es astuto. Piensa en todo. Juan - Pero, Mateo, ¿por qué se presta al juego? Judas - Mateo es un borracho. Dale vino y te sigue como un carnero. Santiago - Tienes razón, Iscariote. Cada vez me convenzo más que con éste de Nazaret iremos lejos. ¡Es el hombre que necesitamos! ¡Ea, muchachos, vámonos ya! Tomás - No, no, espérense un po-po-poco. Juan - ¿Qué pasa ahora, Tomás? ¿Has olvidado algo? Tomás - No, no, no es eso. ¿Se han fi-fi-fijado ustedes cuántos somos? Santiago - Sí, somos trece. Con este puer... quiero decir, con este Mateo somos trece. Tomás - Di-di-dicen que ese número trae ma-ma-mala suerte. Pedro - Bah, no te preocupes por eso, Tomás. Cuando le corten el gañote a alguno de nosotros, seremos doce, número redondo, como las tribus de Israel. ¡Ea, compañeros, andando, Jerusalén nos espera! Éramos trece. Pedro, el tirapiedras, iba delante, con la cara curtida por todos los soles del lago de Galilea y la sonrisa ancha de siempre. A su lado, Andrés, el flaco, el más alto de todos, el más callado también. Mi hermano Santiago y yo, que soñábamos con Jerusalén como un campo de batalla en el que todos los romanos serían destruidos por la fuerza de nuestros puños. Felipe, el vendedor, llevaba en la cintura la corneta con que anunciaba sus mercancías y de vez en cuando la hacía sonar. No quiso separarse de ella. A su lado, como siempre, Natanael. El sol de la mañana relucía en su calva. Caminaba despacio, cansado antes de empezar la marcha. Tomás, el tartamudo, mirando a un lado y a otro con ojos curiosos. No hacía más que hablar con su media lengua del profeta Juan, su maestro. Mateo, el cobrador de impuestos, con los ojos rojos por el alcohol y el paso vacilante. Jacobo y Tadeo, los campesinos de Cafarnaum, caminaban juntos. Simón, aquel forzudo lleno de pecas, iba con Judas, el de Kariot, que llevaba al cuello su pañuelo amarillo, regalo de un nieto de los macabeos. Éramos doce. Trece con Jesús, el de Nazaret, el hombre que nos arrastró a aquella aventura de ir por los caminos de nuestro pue­blo anunciando la llegada de la justicia de Dios. Mateo 10,1-4; Marcos 3,13-19; Lucas 6,12-16. 48.1. Tres veces al año, con ocasión de las fiestas de Pascua, Pentecostés y las Tiendas, los israelitas tenían costumbre de viajar a Jerusalén. También viajaban hacia la capital multitud de extranjeros de los países vecinos. La fiesta de la Pascua era la que atraía el mayor número de peregrinos cada año. Como era en primavera, esto facilitaba el viaje, porque para febrero o marzo terminaba ya la época de las lluvias y los caminos estaban más transitables. Formaba parte esencial de los preparativos del viaje buscar compañía para el camino. Había muchos asaltantes de caminos y nadie se atrevía a hacer solo un viaje tan largo. Por eso se formaban siempre grandes caravanas para las fiestas. 48.2. Las perlas fueron un artículo muy codiciado en los tiempos antiguos. Simbolizaban la fecundidad: eran un fruto precioso de las aguas y crecían y se desarrollaban ocultas, como sucede con el embrión humano. Las pescaban buceadores en el Mar Rojo, en el Golfo Pérsico y en el Océano Índico y eran muy usadas en collares. Los tesoros escondidos son tema predilecto de los cuentos orientales. En el tiempo de Jesús tenían una base histórica. Las innumerables guerras que sacudieron Palestina a lo largo de siglos hicieron que mucha gente, en el momento de la huida, dejara escondido en la tierra sus posesiones más valiosas, hasta un posible retorno que no siempre ocurría. 48.3. El número doce tenía una significación especial en el antiguo Oriente. Seguramente, por el hecho de estar dividido el año en doce meses. En Israel, era considerada como cifra que designaba una totalidad y que sintetizaba, en un solo número, a todo el pueblo de Dios. Doce fueron los hijos de Jacob, los patriarcas que dieron nombre a las doce tribus que poblaron la Tierra Prometida. Una tradición muy antigua dentro de los evangelios recuerda en varias ocasiones que Jesús eligió a doce discípulos, como núcleo de sus muchos seguidores. Cuando en los textos del Nuevo Testamento se habla de “los doce”, se está haciendo referencia a doce personas individuales -de los que tenemos la lista de nombres- y a la vez, “los doce” es un símbolo de la nueva comunidad, heredera del pueblo de las doce tribus. El número doce es particularmente preferido en el libro del Apocalipsis: aparece en las medidas de la nueva Jerusalén y en el número de los elegidos, que serán 144 mil (12 × 12 × mil = totalidad de totalidades).

Libreto:
Cuando el rey Herodes mató al profeta Juan en Maqueronte, la gente se llenó de miedo y de rabia. Nosotros estábamos entonces en Jerusalén. Al saber lo que había pasado, regresamos de prisa a Galilea por el camino de las montañas.

Natanael - ¡Ay, Felipe, ya no puedo más... tengo los pies así de hinchados!

Felipe - No te quejes tanto, Nata, que ya falta poco.

Natanael - ¿Cómo que poco, si todavía no hemos llegado a Magdala?

Felipe - No, hombre, digo que falta poco para que nos corten el pescuezo como a Juan el bautizador. ¡Entonces, ya no te dolerán más los callos!

Natanael - Si es un chiste, no le encuentro la gracia.

Al fin, después de muchas horas de camino...

Juan - ¡Eh, compañeros, ya se ve Cafarnaum! ¡Miren allá!

Pedro - ¡Que viva nuestro lago de Galilea!

Felipe - ¡Y que vivan estos trece chiflados que vuelven a mojarse las patas en él!

Después de tres días de camino, regresábamos a casa. A pesar del cansancio, íbamos contentos. Como siempre, Pedro y yo echamos a correr en la última milla, a ver quién llegaba antes.

Juan - ¡Condenado tirapiedras, no vas a ser el primero esta vez!

Pedro - Eso te crees tú... ¡Ya estamos aquí, ya estamos aquí!

Cuando llegamos a Cafarnaum, la familia de Pedro, la nuestra y la mitad del barrio salió a darnos la bienvenida y a enterarse de cómo estaban las cosas por allá, por Jerusalén.

Vecino - Oye, Pedro, ¿y es verdad lo que dicen que Poncio Pilato se robó otra vez dinero del templo para su maldito acueducto?

Pedro - ¡Si fuera eso solamente! Las cárceles están llenas. Desde el atrio del templo se oyen los gritos de los que están torturando en la Torre Antonia.

Mujer - ¡Canallas!

Juan - Antes de salir nosotros, crucificaron a diez zelotes más. ¡Diez muchachones llenos de vida y con ganas de luchar!

Zebedeo - Pues por acá las cosas tampoco andan mejor.

Pedro - ¿Qué? ¿Ha habido problemas?

Zebedeo - Sí. Se llevaron presos a Lino y a Manasés. Y al hijo del viejo Sixto.

Salomé - Al marido de tu comadre Cloe lo andaban buscando y ha tenido que esconderse por las cuevas de los leprosos. Fue Gedeón, el saduceo, el que lo denunció.

Juan - ¡Ese traidor!

Vecino - Un grupo de herreros protestó por el último impuesto del bronce y, ¡zas!, todos al cuartel.

Salomé - ¡Y todos golpeados!

Zebedeo - De eso hace ya seis días y todavía no los sueltan.

Salomé - Bueno, yo creo que hay más gente en la cárcel que en la calle.

Jesús - ¿Y las familias de los presos?

Zebedeo - Ya te puedes imaginar, Jesús. Pasando hambre. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Entre los mendigos y los campesinos que perdieron la cosecha y ahora los hijos de los presos, Cafarnaum está que da lástima.

Juan - Tenemos que hacer algo, Jesús. No podemos cruzarnos de brazos.

Felipe - Eso digo yo. Fuimos a Jerusalén, volvimos de Jerusalén. ¿Y ahora qué?

Pedro - Ahora estamos los trece juntos. Podemos pensar un plan entre todos.

Salomé - No te pongas a alborotar mucho, Pedro, si no quieres que te cuelguen de un palo. La policía de Herodes ve a cuatro en la taberna y ya dice que están conspirando y se los llevan.

Jesús - Pues vámonos fuera de la ciudad para no levantar sospechas. Sí, eso, mañana podemos salir a dar una vuelta y buscamos un lugar tranquilo y hablamos de todo esto. ¿De acuerdo?

Natanael - Mañana, sí, mañana por la mañana. Y si es por la tarde, mejor. Que yo estoy que no doy un paso más. ¡Ay, mi abuela, tengo los riñones hechos polvo!

Al día siguiente, por la tarde, Santiago le pidió al viejo Gaspar su barcaza grande. En ella cabíamos los trece. Remamos en dirección a Betsaida. Con la primavera, la orilla del lago estaba cubierta de flores y la hierba era muy verde.

Juan - Eh, tú, Pedro, ¿no trajiste algunas aceitunas para engañar la tripa?

Pedro - ¡Aceitunas y pan! ¡Agarra!

Felipe - Oigan, ¿y esa gente que está allá en la costa? ¿Qué pasará?

Juan - Seguramente algún ahogado. El mar se pica mucho en estos recodos.

Hombre - ¡Eh, ustedes, los de la barca, vengan acá! ¡Vengan!

Natanael - Me parece que los ahogados vamos a ser nosotros. Mira, Pedro, ésos que están haciendo señas no son los mellizos de la casa grande?

Pedro - Sí, ellos mismos... ¿Y cómo están aquí?

Juan - Habrán venido a pie desde Cafarnaum. Seguramente el viejo Gaspar les dijo que salíamos hacia acá. Y han llegado primero que nosotros.

Mujer - ¡Pedro! ¿No viene con ustedes Jesús?

Pedro - ¡Sí! ¿Qué pasa con él?

Hombre - ¡Con él y con ustedes! Las cosas andan mal en Cafarnaum. ¿No les han contado ya?

Mujer - ¡Estamos pasando hambre! ¡Nuestros maridos presos y nosotros sin un pan que dar a los muchachos!

Hombre - ¡Y los que andamos sueltos no hallamos dónde ganarnos un cochino denario! ¡No hay trabajo ni para Dios que se siente en la plaza!

Pedro - ¿Y qué podemos hacer nosotros, si estamos punto menos que ustedes?

Hombre - ¡Vengan, vengan, amarren la barca aquí! ¡Vengan!

Juan - Oye, Jesús, ¿no sería mejor enfilar para otro lado? ¡Hay demasiada gente!

Jesús - Es que el pueblo está desesperado, Juan. La gente no sabe ni qué hacer ni para dónde tirar, como cuando un rebaño se queda sin pastor.

Eran muchos esperándonos en la orilla. Algunos vinieron de Betsaida. Otros, del caserío de Dalmanuta. Y también llegaron bastantes desde Cafarnaum.

Hombre - Ustedes siempre dicen que las cosas van a mejorar, que vamos a levantar por fin la cabeza... ¡y, mira tú, cuando la levantó el profeta Juan, se la cortaron!

Mujer - Ya no tenemos a nadie que responda por nosotros. ¿Qué esperanza nos queda, eh? ¡Estamos perdidos!

Jesús - No, doña Ana, no diga eso. Dios no va a dejarnos desamparados. Si le pedimos, él nos dará. Si buscamos una salida, la encontraremos. ¿No supieron lo que hizo Bartolo el otro día, cuando le llegaron unos parientes suyos a medianoche?

Hombre - ¿Bartolo? ¿Qué Bartolo?

Jesús - Bartolo, hombre, el que antes daba aquellos gritos en la sinagoga, ¿no se acuerdan?

Mujer - Ah, sí, ¿y qué le pasó a ese bandido?

Jesús - Que para no perder la costumbre, siguió gritando. Pero el pobre, ¿qué otra cosa podía hacer?

Jesús, como siempre, acababa haciendo historias para darse a entender mejor. Poco a poco, todos nos fuimos sentando. Había mucha hierba en aquel lugar.

Jesús - Pues miren, resulta que la otra noche vinieron sus parientes de visita y Bartolo no tenía nada en la cazuela para ofrecerles. Entonces va donde el vecino: Vecino, ábreme, ¡tun, tun, tun! Vecino, ¿no te sobró algún pan de la cena?... Pero el otro ya estaba roncando. ¡Tun, tun, tun! ¡Vecino, por favor!… Dice el otro desde la cama: ¡Déjame en paz! ¿No ves que estoy acostado con mis hijos y mi mujer?... Pero Bartolo seguía dale que dale, llamando a la puerta. Y el uno que no me molestes, y el otro que préstame tres panes. En fin, que primero se cansó el vecino que Bartolo. Y se levantó y le dio los panes que pedía para quitárselo de encima.

Mujer - Bueno, ¿y con eso qué?

Jesús - Que así pasa con Dios. Si llamamos, él acabará abriéndonos la puerta. Y nos ayudará a salir adelante a pesar de todas las dificultades que tenemos ahora. ¿No creen ustedes?

Cuando Jesús acabó de contar aquella historia, una mujer flaca, con una cesta de higos en la cabeza y un delantal muy sucio, se acercó a nosotros.

Melania - Ustedes perdonen, yo soy una mujer bruta, pero... no sé, yo pienso que la cosa también pasa al revés. Muchas veces, el que toca a la puerta es Dios. Y nosotros somos los que estamos acostados, durmiendo a pierna suelta. Y viene Dios y nos aporrea la puerta para que le demos el pan que nos sobra a los que no lo tienen.

Las palabras de Melania, la vendedora de higos, nos sorprendieron a todos.

Melania - ¿No es verdad lo que digo, paisanos? Pedirle a Dios, sí, eso es bueno. Pero del cielo, que yo sepa, ya no llueve pan. Eso dicen que era antes, cuando nuestros abuelos iban caminando por aquel desierto. Pero ahora ya no pasan esos milagros.

Jesús - Esta mujer tiene razón. Escuchen, amigos: la situación está mala. Hay muchas familias pasando hambre en Cafarnaum y en Betsaida y en toda Galilea. Pero, si nos uniéramos, si pusiéramos lo poco que tenemos en común, las cosas irían mejor, ¿no les parece?

Juan - A mí lo que me parece, Jesús, es que ya es muy tarde. Ve cortando el hilo y vámonos ya. Eh, amigos, ya es un poco tarde, ¿no? Nosotros volvemos a Cafarnaum...

Hombre - No, no, ahora no pueden irse. Tenemos que discutir lo de las mujeres de los presos y qué van a comer los que andan sin trabajo.

Pedro - Deja eso para otro día, mellizo. Se está haciendo oscuro y, a la verdad... ustedes deben tener la tripa pegada al espinazo.

Mujer - ¡Y ustedes también, qué caray! ¡Si nos vamos ahora, nos desmayamos por el camino!

Jesús - Oye, Felipe, ¿no hay ningún sitio por aquí para comprar algo?

Felipe - Un poco de pan se podría comprar en Dalmanuta, pero yo creo que para tanta gente harían falta doscientos denarios.(1)

Jesús - Lo que son las cosas, amigos. Ustedes tienen hambre. Nosotros también. Nosotros trajimos algunas aceitunas, pero no hemos querido sacarlas porque no alcanzan para todos. A lo mejor algunos de ustedes también trajeron su pan bajo la túnica, pero tampoco se atreven a morderlo para que el de al lado no les pida un trozo.

Juan - Así mismo es, Jesús, y sin ir más lejos, aquí hay un niño que trajo alguna comida.

Jesús - ¿Qué tienes tú, muchacho?

Niño - Cinco panes de cebada y dos pescados.

Jesús - Oigan, vecinos, ¿y por qué no hacemos lo que dijo Melania hace un momento? ¿Por qué no nos sentimos como una gran familia y compartimos entre todos lo que tenemos? A lo mejor alcanza...

Hombre - ¡Sí, eso, hagamos eso! ¡Eh, tú, muchacho, trae acá esos cinco panes que tienes! ¡Yo tengo aquí dos o tres más!

Jesús - Tú, Pedro, saca las aceitunas y ponlas en el medio, para todos. ¿Alguno tiene algo más?

Hombre - ¡Por acá hay unos cuantos dorados! Con los dos del muchacho y otros más que aparezcan...

Melania - Aquí está mi cesto de higos, paisanos. El que tenga hambre, que vaya comiendo sin pagar.

Todo fue muy sencillo. Los que llevaban un pan lo pusieron para todos. Los que tenían queso o dátiles, lo repartieron entre todos. Las mujeres improvisaron algunas hogueras y asaron los pescados. Y así, a la orilla del lago de Tiberíades, todos pudimos comer aquella noche.(2)

Mujer - Oigan, si alguno quiere más pan o más pescado... Aquí hay todavía. ¿Quieres tú, Pedro?

Pedro - ¿Yo? No, yo estoy más atiborrado que un hipopótamo. ¡He comido muchísimo!

Mujer - ¡Tú, muchacho, recoge los trozos de pan que hayan sobrado! ¡Siempre se aprovechan!

Juan - ¡Ahora sí, compañeros, a la barca! ¡Hay que volver a casa!

Hombre - Esperen, esperen, no se vayan todavía. No acabamos de discutir lo de las mujeres de los presos y... sí, claro, ya entiendo. Lo que hay que hacer es...

Melania - Lo que hay que hacer es compartir.

Jesús - Sí. Compartir hoy y mañana también. Y así, el pan alcanzará para todos.

Los trece nos montamos en la barca de Gaspar y comenzamos rema que rema en medio de la noche rumbo a Cafarnaum. Yo iba pensando mientras cruzábamos el lago que un milagro, un gran milagro había ocurrido aquella tarde ante nuestros ojos.

Mateo 14,13-21; y 15,32-39; Marcos 6,30-44 y 8,1-10; Lucas 9,10-17; Juan 6,1-14.

1. El pan era el alimento básico en tiempos de Jesús. Los ricos lo comían de trigo, los pobres de cebada. Las mujeres hacían el pan en las casas en pequeños hornos. Por escritos de la época, podemos saber con mucha aproximación el precio del pan en aquel tiempo. Lo que una persona comía diariamente equivalía a 1/12 de un denario, es decir, a 1/12 del jornal, pues lo más frecuente era que al día, en la mayoría de los oficios, se ganara un denario. El pan se comía en forma de tortas planas, poco gruesas, como las que aún hoy se usan en los países orientales. Para su comida diaria, un adulto empleaba al menos tres de esas tortas.

2. A unos tres kilómetros de Cafarnaum, muy cerca del lago de Tiberíades, está Tabgha, donde la tradición fijó desde muy antiguo el lugar en que Jesús comió panes y peces con una multitud de sus paisanos. Tabgha es la contracción en árabe del nombre griego “Heptapegon”, que quiere decir “Siete Fuentes”. La iglesia que hoy se visita en Tabgha está edificada sobre la que ya existía allí hace mil 400 años. Los mosaicos que hay en el suelo de esta iglesia, llamada “iglesia de la multiplicación”, son los del antiguo templo y tienen un gran valor artístico y arqueológico. En uno de esos mosaicos se representa un cesto con cinco panes y dos peces a sus lados

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