Fanuel - “Entonces, apareció en el desierto una cosa pequeña, como granos, semejante a la escarcha. Y Moisés dijo a los hijos de Israel: Este es el maná, el pan que Dios nos da por alimento. Y esto es lo que manda Dios: que cada uno recoja lo que necesite para comer él y su familia. Así lo hicieron los hijos de Israel. Pero unos recogieron mucho y otros recogieron poco. Entonces lo midieron para que no les sobrara a los que tenían de más ni les faltara a los que tenían de menos. Y así todos tuvieran lo necesario para el sustento. Moisés también dijo: que nadie guarde maná para el día siguiente.(3) Pero algunos no obedecieron a Moisés y comenzaron a guardar y a acaparar el alimento. Pero se les llenó de gusanos y se les pudrió. Porque Moisés había mandado que cada uno recogiera lo que necesitaba para el sustento.” ¡Esta es la palabra de Dios en el libro santo de la Ley!
Todos - ¡Amén! ¡Amén!
Entonces, el rabino Eliab, con su voz chillona de siempre, se dirigió a todos los que estábamos en la sinagoga...
Rabino - Hermanos, ¿quién quiere venir a explicar esta lectura? Vamos, vamos, no tengan vergüenza de hacer un comentario sobre estas palabras santas que acabamos de escuchar.
Amós - ¡El que debía sentir vergüenza fue ése que la leyó!
Amós, uno de los tantos asalariados que trabajaban en la finca de Fanuel, rompió el silencio.
Amós - ¡Yo no quiero comentar nada! ¡Yo lo que quiero es gritarle a ese tacaño: cumple tú mismo lo que acabas de leer! Óiganlo todos ustedes y juzguen si no tengo razón: Fanuel no me ha pagado un céntimo desde hace cuatro lunas. Me mato trabajando en su finca y después no me paga... ¡Ladrón!
Rabino - ¡Cállate y ve a protestar a otro lado! ¡Esto no es el tribunal sino la Casa de Dios!
Amós - Y si no me hacen caso en el tribunal, ¿a dónde voy, eh?
Rabino - ¡Que te calles te digo! Repito: ¿algún hermano quiere comentar la palabra de Dios que acabamos de escuchar?
Simeón - ¡Sí, sí, yo quiero comentarla, rabino!
Todos los ojos los volvimos esta vez hacia el jorobado Simeón, un pobre hombre que vivía junto al mercado.
Rabino - ¿Qué tienes tú que decir?
Simeón - Bueno, en realidad, yo no digo nada. Moisés se me adelantó. ¿No lo oyeron ustedes? Que nadie tenga más, que nadie tenga menos. Que a ninguno le sobre el pan, que a ninguno le falte el pan. Esa es la ley de Moisés. Y yo soy hijo de Moisés, ¿verdad? Y aquél que está allá, don Eliazín, también. ¿Y por qué él tiene los graneros llenos, reventando de trigo y de cebada, y yo me estoy muriendo de hambre, eh?
Rabino - ¡Cállate tú también, impertinente! Eso que dices no tiene nada que ver con la palabra de Dios. Si quieres hablar de política, vete a la taberna.
Simeón - Yo no estoy hablando de política, rabino. Yo estoy diciendo que mis hijos no tienen un bocado de pan para comer.
Rabino - ¡Comer, comer! Ustedes sólo piensan en comer. Hermanos, estamos en la casa de Dios. Olvidemos por un momento las preocupaciones materiales y hablemos de las cosas del espíritu.
Mujer - ¡Claro, porque tú comes caliente todos los días! ¡Si tuvieras hambre, venderías tu espíritu por un plato de lentejas!
Rabino - ¡Saquen a esa gritona de la sinagoga! ¡No voy a permitir ninguna falta de respeto en este lugar santo! Ejem... Hablemos de las cosas santas, del pan divino, del maná. Como nos dijo la lectura, el maná caía del cielo sobre los israelitas...
Mujer - ¡Pues a nosotros lo que nos está cayendo encima son los garrotazos de los guardias! ¡Mis dos hijos están presos desde hace una semana y los han golpeado como si fueran perros! ¿Y saben por qué? ¡Por ese canalla saduceo que está ahí, que los denunció! ¡Sí, sí, Gedeón, fuiste tú! ¡No voltees la cara, que aquí todo se sabe, traidor!
Rabino - Pero, ¿qué está pasando hoy aquí, eh? ¿A qué han venido ustedes? ¿A rezar o a molestar a algunos hermanos de la comunidad?
Amós - ¿Hermanos? ¿Cómo va a ser hermano mío el usurero que ayer mismo me agarró por el gañote para que pagara sus malditos intereses? ¡Tú mismo, Rubén, no disimules, tú mismo!
Rabino - ¡Basta ya! ¡Basta ya! ¡Esta es la casa de Dios! ¡Y a la casa de Dios se viene a rezar!
Simeón - Pero, rabino, ¿no comprendes lo que te estamos diciendo? ¿Cómo pueden rezar juntos el león y la oveja? ¡El león pide a Dios que la oveja se duerma para comérsela. Y la oveja también pide a Dios que el león se duerma pero para que le corten la melena!
Amós - ¡Bien dicho, Simeón! ¿Cómo voy a rezar junto a don Eliazín, yo que no tengo ni siete palmos de tierra para morirme? ¡Uno de los dos sobra!
Hombre - ¡El viejo Berequías te roba veinte y luego soborna a los jueces, y los jueces te roban veinte más! ¿Y voy a estar rezando con él bajo el mismo techo? ¡Yo digo lo mismo que aquel paisano: uno de los dos sobra!
Hombre - ¡Sí, sí, hay que decirlo claro y pelado para que se enteren de una vez! Mira, mira a aquél con su carita de muy piadoso... ¡con el trigo que tienes amontonado podrían comer cuarenta familias aquí en el pueblo! ¡Y con los collares de tu señora se arreglaban las casas de todo el barrio! ¡Digo lo que dijeron: o ellos, o nosotros!
E1 alboroto subió como la marea. Los dedos se levantaban acusadores y abríamos la boca sin miedo para denunciar los abusos que cometían los grandes de Cafarnaum. Entonces, el rabino Eliab, rojo de ira, subió a la tarima de las lecturas y empezó a gritar...
Rabino - ¡Ustedes son los únicos que sobran, malditos! ¡Ustedes que no respetan la palabra de Dios y sólo quieren hacer política! ¡Sí, sí, yo sé lo que está pasando! Lo mismo que pasó la otra vez, cuando las espigas. Un agitador les ha llenado la cabeza de sueños. Yo conozco bien a ese hombre. Está aquí, entre nosotros. Pero, óiganme bien, no lo voy a repetir más: ¡o se callan de una vez o los mando fuera!
Jesús - No hace falta, rabino. Nos vamos nosotros. Uno de los dos sobra.
Jesús se levantó, dio media vuelta y salió de la sinagoga.
Rabino - ¡Tú, maldito, tú! ¡Tú eres el culpable de todo esto! ¡Tú has dividido a la comunidad! ¡Pero las pagarás todas juntas, rebelde!
Detrás de Jesús, salimos también nosotros, los del grupo. Y los campesinos, los asalariados de Eliazín, los desempleados de Fanuel, las mujeres de los presos y muchos otros más, abandonaron en silencio la casa de Dios. Al poco rato, dentro de la sinagoga, sólo quedó el rabino Eliab, paseándose de un lado a otro de la tarima, con los dientes y los puños apretados. Quedaron también los amigos del terrateniente y los usureros. Y algunos otros que, por miedo a la maldición del rabino, no se atrevieron a salir. Afuera, en una esquina de la plaza, todos rodeamos a Jesús.
Vieja - Oye, tú, el de Nazaret, ¿no habremos hecho algo malo saliendo así de la sinagoga?
Jesús - No, abuela, no se preocupe. Que el profeta Jeremías también tuvo que ponerse ante las puertas del Templo para denunciar que la Casa de Dios se había convertido en una cueva de ladrones.
Hombre - ¿Y ahora qué, Jesús? ¿Qué va a pasar ahora?
Jesús - Lo que siempre pasa, vecino. Ellos tiran la piedra y esconden la mano. Y luego, cuando nosotros protestamos de la pedrada, dicen que estamos agitando y sembrando discordia en la comunidad. Mientras tanto, ellos se las dan de corderos mansos. Pero no hay que dejarse engañar. Eso es sólo un disfraz. Por dentro son los lobos con colmillos afilados. Lo que quieren es arrebatar y acaparar y quedarse con todo.
Mujer - Y nosotros, ¿qué tenemos que hacer entonces, Jesús?
Jesús - Lo contrario a lo que ellos hacen: compartir. Dios nos pide eso: compartir. Lo que escribió Moisés: nadie con más, nadie con menos. Esa es la señal de que el Reino de Dios ha comenzado entre nosotros. Escuchen, amigos: ¿por qué ayer el pan alcanzó para todos? Porque compartimos lo que teníamos entre todos. Esa es la voluntad de Dios. Si compartimos el pan en esta vida, Dios compartirá con nosotros la vida eterna. Si compartimos el pan de la tierra, Dios nos dará un pan todavía mejor, un pan del cielo, como aquel maná que caía en el desierto.
Hombre - Oye, ¿dónde se consigue ese pan del cielo?
Jesús - Deja eso ahora, Simeón. Primero hay que compartir el pan de la tierra, ¿no te parece?
Mientras Jesús hablaba fuera, el terrateniente Eliazín salió de la sinagoga y se acercó a nuestro grupo amenazándonos con el puño.
Eliazín - ¡Óiganlo bien ustedes! ¡Esto no lo vamos a tolerar! E1 rabino ya ha dado su aprobación. Ahora mismo voy al cuartel a denunciarlos a todos. ¡Y a ti el primero, nazareno, que eres el cabecilla de toda esta agitación!
Mujer - ¡Si se rasca tanto, es que mucho le ha picado!
Eliazín - ¡Ríanse ahora, imbéciles! Cuando vengan los soldados, cuando los metan presos, cuando agarren a sus hijos y los azoten en la columna y los claven en la cruz romana, entonces no tendrán ganas de reírse. ¡Después, no digan que no se lo advertí!
Hubo un silencio cargado de malos presagios. Las amenazas de Eliazín nos helaron la risa en la boca. Porque eran verdad. Los romanos no perdonaban. Cada día se levantaban nuevas cruces en todo el país para ahogar el grito de protesta de los pobres de Israel.
Hombre - Bueno, vecinos, vamos a dejar la conversación para otro momento, ¿no?
Mujer - Sí, ya es un poco tarde y... ¡en fin, adiós a todos!
Amós - Yo también tengo que irme... Otro día nos vemos...
Uno a uno, igual que habían salido antes de la sinagoga, se fueron yendo ahora a sus casas.
Santiago - ¡Cobardes, eso es lo que son todos, unos cobardes!
Jesús - Claro que sí, Santiago. A la hora de la verdad, todos sentimos miedo. A nadie le gusta arriesgar el pellejo. Pero hay que hacerlo. Tenemos que compartir el pan.(4) Pero tenemos que compartir también nuestro cuerpo y nuestra sangre. A muchos de nosotros nos romperán la carne como el que rompe un pan. Derramarán nuestra sangre como el que derrama vino. Y entonces, cuando hayamos dado la vida por nuestro pueblo, seremos dignos del Reino de Dios.
Juan - Bueno, Jesús, esas palabras se dicen fácil, pero... pero son muy duras de tragar.
Niño - ¡Los soldados, ya vienen los soldados! ¡Corran, corran, traen lanzas y garrotes!
Muchos echaron a correr cuando oyeron que venían los soldados. Nosotros también comenzamos a mirarnos con inquietud.
Pedro - Bueno, Jesús,... entonces... entonces...
Jesús - ¿Qué pasa, Pedro? ¿Quieres irte? Vete. ¿Ustedes también quieren irse?
Pedro - Bueno, por querer-querer... Uff... Está bien, moreno, nos quedamos contigo. Lo que dijiste es la verdad. Lo que pasa es que esa verdad se le atraganta a uno aquí, como una espina de pescado.
Jesús - Ahora somos trece. Cualquiera de nosotros puede fallar. Por eso, tenemos que apoyarnos unos en otros... ¡Y que Dios nos dé fuerza para compartirlo todo... hasta el mismo miedo!
Pedro - ¡Ya están ahí los soldados, Jesús!
Soldado - ¡Eh, ustedes, disuélvanse, disuélvanse! No queremos ningún desorden. Vamos, vamos, andando... Y tú, forastero, sí, tú mismo, ten cuidado con lo que haces. Estamos al tanto de todo, ¿me oyes? Tú y tu grupo están fichados. Vamos, vamos, regresen a sus casas.
Por suerte, los soldados no hicieron mucho caso a la denuncia de Eliazín. Y nos dejaron ir aquella vez sin mayores problemas. Todo esto ocurrió un sábado, el día de descanso, frente a la sinagoga de Cafarnaum.
Juan 6,22-71
1. Hasta finales del siglo pasado no se descubrieron las ruinas de la sinagoga de Cafarnaum. Unos 400 años después de la muerte de Jesús, Cafarnaum fue destruida y poco a poco todos los escenarios del tiempo de Jesús quedaron deshabitados y fueron reducidos a escombros. Una de las labores llevadas a cabo con mayor cuidado después del descubrimiento de las ruinas fue la restauración de la sinagoga. No era la que Jesús conoció, pero sí estaba construida sobre la de aquellos tiempos. El actual edificio es del siglo IV, muy espacioso, con gruesas columnas y hermosos adornos en las paredes. Está muy cerca de la casa de Pedro.
2. En el culto que se celebraba cada sábado en la sinagoga, y al que Jesús asistía habitualmente con sus paisanos, se hacía la lectura de un fragmento de las Escrituras y los mismos asistentes lo comentaban. Ni la lectura ni el comentario eran tareas específicas del rabino. A las mujeres no se les permitía hablar en la sinagoga.
3. El maná o “pan del cielo” fue el alimento que los israelitas hallaron en el desierto en su larga marcha hacia la Tierra Prometida. Las normas dadas por Dios para la recogida del maná trataban de evitar la acumulación y la desigualdad en el reparto de la comida para que alcanzara para todos (Éxodo 16).
4. Compartir fue una consigna constante en el mensaje de Jesús y por eso, la relación entre la celebración de la eucaristía y la práctica de la justicia ha sido una cuestión tan antiguo como el cristianismo. Pablo afirmaba que donde existe la desigualdad y ésta es ostentosa, no se está celebrando la eucaristía, sino un acto que el Señor condena. Su denuncia de estos casos fue ardiente (1 Corintios 11, 17-34).
En los primeros siglos de cristianismo existió una gran sensibilidad para captar la relación eucaristía-justicia y sólo celebraban la eucaristía y compartían el pan los que ponían antes sus bienes en común con todos los hermanos. El obispo tenía la obligación de vigilar quiénes llevaban ofrendas a las misas. Si se trataba de personas que oprimían a los pobres, estaba prohibido recibir nada de ellos. (Constitución Apostólica II, 17, 1-5 y III, 8 y IV, 5-9). Esto se llevaba con tanto rigor que en el siglo III la Didascalia dispuso que si para alimentar a los pobres no existía otro medio que recibir dinero de los ricos que cometían injusticias, era preferible que la comunidad muriera de hambre (Didascalia IV 8, 2). A lo largo de siglos, disposiciones de este tipo se multiplicaron en los escritos de los Santos Padres y entre las comunidades cristianas de muy distintos lugares. Fue a partir del siglo IX que todo esto se fue olvidando y comenzó a ponerse el énfasis únicamente en la presencia real de Cristo en el pan eucarístico y en cómo explicar tan sublime misterio, perdiéndose de vista la relación del rito de la eucaristía con la práctica de la justicia social.
Los profetas de Israel inauguraron la tradición de vincular el culto a Dios con la práctica de la justicia. En las mismas puertas del Templo de Jerusalén, el profeta Jeremías “escandalizó” a los hombres religiosos de su tiempo y al propio rey denunciando la falsa seguridad de los que se amparaban en el culto, olvidando sus deberes de justicia (Jeremías 7, 1-15; 26, 1-24). Con esta libertad, característica de los grandes profetas, Jesús antepuso la justicia al culto y en el lugar santo habló de lo que es más sagrado para Dios: la vida de los seres humanos, la igualdad entre ellos. Así, dijo que nadie llevara ofrendas al altar si alguien tenía alguna deuda pendiente con algún hermano, pues primero es la reconciliación entre los seres humanos que el culto a Dios (Mateo 5, 23-24).