Pedro - ¡Yo, es la primera vez que pongo las dos patas fuera de nuestro país!
Juan - Tú sólo no, tirapiedras. A todos nos pasa lo mismo. Porque tú, Jesús, no habrás estado nunca en el extranjero, ¿verdad?
Jesús - No, yo nunca. Los del interior viajamos poco.
Juan - Bueno, pues si todos somos nuevos en el asunto, andémonos con cuidado. Dicen que aquí la mitad de la gente es ladrona y la otra mitad, usureros. ¡Así que, los ojos bien abiertos!
Jesús - Lo que dicen, Juan, es que en el comercio no hay quien les gane a estos cananeos.
Felipe - Sí, eso sí es verdad. Porque yo que entiendo de estas cosas, lo sé. Si quieres buenos tejidos, de aquí son. Si quieres vidrio de primera, de aquí.
Pedro - ¡Y si quieres tramposos de primera, también de aquí, Felipe! Esta gente lo que te vende con una mano, con la otra te lo quita. Todos nuestros paisanos que han pasado por este país dicen lo mismo.
Jesús - Debemos de andar ya muy cerca de Tiro. ¿No será aquello que se ve a lo lejos?
Tiro, uno de los mayores y más importantes puertos del país de los cananeos, era una ciudad blanca, edificada sobre las rocas, junto al mar.(2) En Tiro vivía Salatiel, un israelita amigo del viejo Zebedeo. Él nos había invitado a ir allí.
Jesús - ¿Por dónde quedará la casa de Salatiel?
Juan - El barrio de los israelitas es aquí, por las afueras. No debemos andar lejos.
Jesús - Vamos a preguntarle a alguien...
Pedro - Si podemos encontrarlo nosotros solos, mejor.
Jesús - ¿Por qué, Pedro?
Pedro - No me fío ni un pelo de estos extranjeros. Cada oveja con su pareja. Nosotros a lo nuestro y ellos a lo suyo.
Un rato después, el acento de la gente que conversaba por las calles nos avisó que estábamos en el barrio de nuestros paisanos israelitas. Preguntamos a un viejo de largas barbas grises por la casa de Salatiel y él mismo, cojeando y apoyándose en un grueso bastón de cedro, nos llevó hasta ella.
Salatiel - ¡Sean bienvenidos, compatriotas! Los esperaba mañana y el viejo Joaquín me avisa que han llegado ya, ja, ja! ¡Esto sí que es una sorpresa!
Pedro - Salimos un día antes. Las cosas andan bastante mal por Galilea.
Salatiel - ¿Qué? ¿Herodes haciendo de las suyas, no es así? Aquí se sabe todo lo que pasa por allá. Pero, bueno, siéntense, que ahora mismo traerán vino, que es lo más importante. ¡Metelia, Metelia! ¡Dos jarras de vino enseguida! Ah, pero no se asusten, es vino de nuestra tierra. ¡El de aquí no sirve para nada! ¡Agua sucia teñida de púrpura! Y bien, Jesús, Pedro, Juan... Tenía muchas ganas de conocerlos. Hasta aquí ha llegado que están ustedes alborotando toda Galilea. Quiero que después hablen con nuestros paisanos. ¡También en este país hay muchas cosas que cambiar, sí señor!
Felipe - Es muy grande esto, ¿verdad? Al llegar hemos atravesado la plaza y no se podía dar un paso.
Salatiel - Han llegado ustedes en día de mercado. ¡Estos perros extranjeros son los primeros mercachifles del mundo! ¡Hoy salen todos ellos a la calle y todos nosotros nos quedamos en casa, je, je! ¡Juntos pero no revueltos!
Jesús - ¿Como cuántos israelitas viven aquí, Salatiel?
Salatiel - Bueno, no es difícil saberlo. Todos vivimos en este barrio. Yo creo que seremos unos trescientos sin contar a las mujeres y a los niños. Nos defendemos muy bien, eso sí. Estos extranjeros nos necesitan. Y trabajo no falta. Los cananeos serán muy astutos para los negocios, pero si no fuera por nosotros, poco harían, je, je… ¡Donde uno de los nuestros pone la mano, allí las piedras se convierten en plata, sí señor!
Salatiel nos fue explicando cómo era la vida de nuestros compatriotas en aquel país extranjero. Desde hacía muchos años, él vivía allí con su familia. Era una especie de patriarca entre sus paisanos.
Salatiel - Es penoso vivir entre paganos, muchachos. Estos perros extranjeros sabrán mucho del comercio de la púrpura, pero son ignorantes en todo lo demás. Tienen un dios en cada barrio, imagínense ustedes. Ah, cuando uno vive aquí lejos de la patria, es cuando de verdad le agradece a Dios el haber nacido en un pueblo como el nuestro. ¡Dios supo elegir bien cuando escogió a Israel como nación suya! Bueno, maldita sea, que a la lengua hay que darle también un descanso. ¿No tienen hambre ustedes?
Pedro - Sí, Salatiel. La última vez que vimos un trozo de pan fue al pasar la frontera.
Salatiel - ¡Pues entonces vamos a comer! Dentro de un rato estarán aquí un buen puñado de paisanos para que ustedes les expliquen lo que están haciendo por Galilea. ¡Eh, Metelia! ¡Metelia!
Metelia - ¿Señor?
Salatiel - Ve sirviendo la comida. ¡Y de prisa, que tenemos hambre!
Metelia - Enseguida, señor.
Salatiel - Ah, cuando pienso que una de estas cananeas duerme bajo mi techo, se me revuelven las tripas, je, je, pero me consuela el que al menos esté a mis órdenes.
Jesús - ¿Está contigo desde hace mucho tiempo, Salatiel?
Salaliel - Bah, el marido la abandonó recién casada y con una niña hace unos... cuatro... cinco años. Entonces, yo la compré como criada. Fue un buen negocio, ¿saben? Me salió muy barata. Ah, una perra de éstas no vale ni el polvo de las sandalias de una de nuestras mujeres. ¿Se han fijado ustedes qué feas son? ¡Por más abalorios que se cuelguen encima!
Al poco rato, Metelia volvió con una gran olla de lentejas y una fuente de berenjenas y las puso en la mesa. En su rostro joven, del color de las aceitunas, como el de los hombres y mujeres sirofenicios, se veían ya esas arrugas que dejan en la cara el llanto y los sufrimientos.
Salatiel - ¡Ea, vamos a rezar para que Dios bendiga estos alimentos! “Bendito y alabado seas, Dios de Israel, tú que has puesto a nuestro pueblo por encima de todas las naciones! ¡Acuérdate, Señor, de los que vivimos fuera, en medio de paganos que no conocen tu amor y de extranjeros que no respetan tus leyes, y haz que pronto volvamos a comer el pan en nuestra tierra.”
Todos - ¡Amén, amén!
Salatiel - ¡Al ataque, muchachos, que en la fuente no han de quedar ni los rabos de estas berenjenas!
Cuando ya no quedaba ni una berenjena en la fuente y las jarras de vino empezaban a vaciarse…
Salatiel - ¡Ah, con ustedes aquí en mi mesa, me parece que estoy junto a mi querido lago de Galilea! Pero yo no pierdo la esperanza, no señor: ¡algún día sacudo las sandalias en las narices de estos paganos y regreso allá! “Laralá... Galilea, tierra mía…”
Todos - ¡Bien, bien!
Salatiel - Ah, caramba, caramba, cuántas nostalgias...
Metelia - ¿Usted, señor, no más querrer?
Felipe - ¿Cómo dice?
Metelia - ¿No más querrer?
Felipe - Oye, Salatiel, ¿qué diablos me está preguntando esta mujer? ¡No entiendo nada!
Salatiel - ¿Qué te pasa ahora, Metelia?
Metelia - ¿No más querrer, señor?
Salatiel - Lo que queremos es que te vayas y nos dejes tranquilos. Ea, charlatana, a la cocina, que ése es tu lugar.
Metelia - Y el vino, señor... ¿pongo aquílo?
Salatiel - ¡Ja, ja! Sí, “ponlo ahílo”... ¡Ja, ja! ¿Han oído ustedes? ¡Si no saben ni hablar! Ja, ja... Ya verán, ya verán. A ver, Metelia, diles a estos amigos qué es lo que le echas a la sopa para que le dé buen sabor.
Metelia - Señor, échole perrejilo.
Salatiel - ¡Perrejilo! ¡Perrejilo! ¡Cinco años y aún no ha aprendido a decir perejil! ¡Ja, ja, ja! Y, a ver, ¿por qué no les dices también cómo les llamas a las flores que te mandé sembrar ahí fuera en el patio.
Metelia - Señor, son lirrios y marjarritas.
Salatiel - ¡Ja, ja! ¡Ay, ay, es que reviento de risa! Mira que le he enseñado a decirlo bien, ¡y nada! ¡Ja, ja, ja! Ay, caramba... Mira, Metelia, ¿ves este barbudo que tienes delante? Es un médico famoso, un curandero. Dile que haga algo por tu “higa”… ¡Ja, ja, ja! Sí, mujer, díselo, díselo…
Metelia - ¿Tú erres médico, señor?
Metelia, la sirvienta cananea, miró a Jesús con un brillo de esperanza en sus ojos negros y hundidos.
Salatiel - Esta infeliz no hace más que llorar por lo de su hija... por su “higa” como dice ella. ¡Ja, ja, ja! Lagrimeando todo el día. ¡Esa niña nació enferma y no la van a curar ni los médicos ni tus lágrimas! ¡Ábrete la cabeza y entiéndelo de una vez, Metelia!
Metelia - ¿Tú erres médico, forrasterro?
Salatiel - ¡Ja, ja, ja! Sí, él es “curranderro”. ¡Es que me da una risa oír hablar a estos cananeos!
Metelia - ¡Forrastero, tú, ayuda a mi higa!
Salatiel - ¡Ya empezamos! Vamos, Metelia, ahora vete, vete a tus cosas, que ya te llamaré si necesitamos algo.
Metelia - ¡Ayúdala, forrastero!
Salatiel - Pero, ¡qué pesada eres! Que te vayas te digo. ¡Tú a tu fogón y nosotros a nuestras lentejas!
Pero Metelia no se iba. Restregándose las manos en el sucio delantal y con los ojos llorosos, se acercó aún más a Jesús.
Metelia - ¡Mi higa enferma, ayuda tú a mi higa! ¡Cúrrala, tú eres gran profeta!
Salatiel - ¿Y qué sabes tú de este hombre? Claro, habrás estado escuchando detrás de la puerta. ¡Como siempre! ¡Chismosear y meter las narices en todo, sólo eso sabes hacer!
Jesús - Espérate, Salatiel, déjala que...
Salatiel - No, Jesús, ya se acabó mi paciencia. Uff, esto me pasa por darle confianza. Das un dedo y te toman la mano. Pedro, Juan, Felipe... disculpen este mal rato. Anda, lárgate ya, vete a llorar a la cocina.
Entonces Metelia se tiró a los pies de Jesús sollozando...
Salatiel - Pero, ¿qué es esto? ¿Habrase visto mayor descaro? ¡Jesús, espanta a esa perra de aquí! No pierdas tu tiempo con ella. Vamos, vamos...
Metelia - ¡¡Ayuda a mi higa, ayúdala!
Jesús clavó su mirada en Salatiel, el israelita, y sonrió con ironía...
Jesús - Mujer, ¿cómo voy a ayudarte? No puedo perder mi tiempo dándole el pan de los hijos a los perros...(3)
Metelia - Está bien, forrastero. Pero, mirra, los perros también comen las migajas de pan que caen de la mesa de los señorres.
Metelia, con la cabeza gacha, como un perro apaleado, seguía en el suelo.
Jesús - Levántate, mujer. Nadie debe estar a los pies de nadie. Levántate y vete tranquila. Tu hija se pondrá buena, te lo aseguro.
Cuando Metelia salió en busca de su niña, Jesús se volvió a Salatiel, el viejo patriarca del barrio judío de Tiro.
Jesús - Naciste en Israel, mamaste allí la historia del amor de nuestro Dios. Pero no entendiste nada. Para Dios no hay fronteras. Él rompe las fronteras entre los pueblos como paja seca. Para Dios ésta no es tierra de perros, sino tierra de hombres. De hombres y mujeres como todos los demás. Porque en la casa de Dios nadie es extranjero.(4)
Dos días después, regresamos a Israel, nuestra patria, por el camino de los fenicios. Y al cruzar la frontera, casi no nos dimos cuenta, porque la tierra tenía el mismo color, los árboles echaban las mismas hojas y los pájaros, a un lado y a otro, cantaban igual.
Mateo 15,21-28; Marcos 7,24-30.
1. El país de Tiro era la provincia romana de Siria, territorio extranjero en el que vivía mayor número de israelitas. Entre Siria y Palestina existían muchísimos contactos, principalmente con la provincia norte de Palestina, Galilea, con la que Siria tenía fronteras. Dentro del territorio de Siria estaban Tiro y Sidón, ciudades importantes de los fenicios, grandes navegantes y comerciantes del mundo antiguo. Las ruinas de lo que fueron Tiro y Sidón se encuentran hoy en territorio del Líbano, al norte de Israel.
2. Tiro era una ciudad importante en los tiempos de Jesús. Lo había sido durante siglos. Tenía dos puertos de activo comercio con otros países del Mediterráneo y también industrias de metales, cristal, tejidos y colorantes, especialmente la púrpura. Una abundante colonia israelita se había establecido allí. Como los judíos han sido siempre hábiles para el comercio, lograron prosperar rápidamente, pero como pueblo nacionalista -y a veces racista- no se mezclaron con los habitantes de Tiro. En los evangelios, a éstos se les llama sirofenicios o cananeos.
3. Perro se usa como insulto, tanto en la lengua aramea como en la árabe. El perro era considerado un animal despreciable e impuro, por andar errante y comer carroña o carnes de animales no puros.
4. Sólo en una ocasión cuentan los evangelios que Jesús saliera de su patria para ir a un país extranjero. Y sólo en esa ocasión, con la mujer cananea, como antes con el centurión romano que tenía un criado enfermo, realizó Jesús un signo en forma de curación en favor de no israelitas. Ciertamente, la actividad de Jesús no trascendió las fronteras geográficas de Israel. Apenas tuvo tiempo para hacerlo. Jesús ni vivió en Egipto ni murió en Cachemira. Pero en su mensaje, rechazó radicalmente el nacionalismo que caracterizaba a sus compatriotas, lo que para ellos resultó una novedad, a la par que un escándalo. Los grupos fariseos, los monjes esenios y el pueblo en general, excluían a los extranjeros del Reino de Dios que esperaban y creían que Dios también los excluiría.