Mujer - Desde luego, esa muchacha tiene suerte. Alejandro es muy buen partido para ella.
Vecina - ¡Y dilo! Buen mozo, trabajador y con un padre tan religioso, ¿verdad?
Mujer - ¡Que Dios los bendiga y que siempre sean muy felices!
Alejandro bailaba en la rueda de los hombres. Sus compañeros lo empujaron al centro y comenzaron a aplaudir para que le dedicara una copla a su novia. Era un muchacho alto y fuerte, lleno de vida...
Alejandro - Las estrellas en el cielo
no tendrán tanta alegría
como yo cuando te canto
adorada... ¡aaay!
Entonces pasó aquello. Alejandro, como fulminado por un rayo, se desplomó en el suelo pataleando y echando espuma por la boca. Sus compañeros se abalanzaron sobre él sin saber cómo ayudarle.
Amigo - ¡Eh, avisen pronto al viejo Ismael! ¡Su hijo tiene un ataque!
Mujer - ¡Alejandro se ha puesto malo!
Amigo - ¡Pero, por Dios, déjenlo respirar! ¡No empujen!
Vecina - Ya está tranquilo. Vamos, Ismael, ayúdeme a llevarlo dentro... ¡Pobre muchacho!
Ismael - Le pasó una vez, cuando era niño. Yo pensé que estaba curado y, fíjate, precisamente hoy, cuando iba a anunciar su boda...
Vecina - No te preocupes, Ismael. Si Dios quiere, no le volverá a pasar más. Ten confianza.
Ismael - Sí, eso espero. Que Dios te oiga, Sara, que Dios te oiga...
Pero a partir de entonces, la enfermedad se agravó. Los ataques se repitieron una y otra vez.(2) Durante la comida, o en el taller de pieles donde trabajaba con su padre, o caminando por el pueblo, en cualquier momento, el más inesperado, Alejandro se quedaba con los ojos en blanco, saltaba como herido por un látigo y caía en el suelo rechinando los dientes y retorciéndose con tanta fuerza que cuatro hombres no lograban sujetarlo. Después, cuando se levantaba, muy cansado, el muchacho no recordaba nada de lo ocurrido.
Ismael - ¡Dios mío, ayúdame! Es mi único hijo, mi única alegría. Cúralo, Señor. Te lo pido, te lo suplico con todas mis fuerzas... ¿Verdad que nunca más le darán esos ataques?
Cada noche la misma oración. Y después, siempre, el mismo desengaño. La enfermedad de Alejandro iba de mal en peor.
Medico - Lo siento, Ismael, pero, ¿qué podemos decirle nosotros?
Ismael - Ustedes han estudiado, conocerán algún remedio, alguna hierba.
Médico - Esta es una enfermedad tan mala que no sabemos ni cómo se llama. Tan mala que debe haberla inventado el mismo demonio.
Ismael - Pero ustedes son médicos, caramba.
Médico - Ismael, la enfermedad nació mucho antes que la medicina. Corre siempre con ventaja.
Vecina - Resígnate, Ismael. Así es la vida.
Ismael - ¡Resígnate, resígnate! Qué fácil lo dices tú, ¿verdad? Como no es hijo tuyo...
Vecina - Está bien, pero ¿qué vas a hacer? ¿Seguir pateando el aguijón para que te duela más el pinchazo? Tú no eres el único que sufres, Ismael. Mira a mi pobre comadre Lía, con el hijo que le nació bobo. Está peor que tú, ¿no? Y a Rubencito. De la pedrada que le dieron, se quedó ciego. Y a Rebeca, esa pobre infeliz, con más jorobas que un camello.
Ismael - Sí, sí, no me hagas la lista de los enfermos del pueblo. Ya me la sé: Rebeca, tullida; el nieto de mi compadre con la cara quemada, el hijo de Anita sin piernas, el otro sin brazos... ¿Y qué? ¿Ése es el consuelo que me das?
Vecina - Bueno, dicen que mal de muchos, consuelo de...
Ismael - De tontos, sí. ¡De tontos! ¿Qué hay otros peores que mi hijo Alejandro, que sufren más que yo? ¿Y qué me resuelve eso? Ni mi dolor les alivia a ellos ni el de ellos me alivia a mí.
Vecina - Pero hay que resignarse, Ismael.
Ismael - ¡Pues yo no me resigno! ¡No! No puedo ver a mi hijo con dieciocho años vuelto un guiñapo, amargado. Sus amigos ya no se le acercan. Le tienen lástima. La novia lo dejó plantado. Le tiene miedo. ¿Resignarme a ver a mi hijo tirado en el suelo como un perro rabioso?
Vecina - Resignarse a la voluntad de Dios.
Ismael - ¡La voluntad de Dios! ¿Entonces fue Dios el que le mandó esta enfermedad a mi hijo? ¿Y por qué, si se puede saber, por qué?
No faltó un amigo de Ismael que lo visitara y le diera un argumento…
Amigo - Porque tú eres un pecador, Ismael. Y Dios te ha castigado en el lado que más te duele. Eso es lo que pasa.
Ismael - ¿Ah, sí, verdad? ¿Ésa es entonces la justicia de Dios? Los padres comen las uvas verdes y a los hijos se les pican los dientes. ¡Que me castigue a mí si quiere! ¡Pero mi hijo no ha hecho nada malo!
Amigo - Eso es lo que tú no sabes. Nadie es inocente ante los ojos de Dios.
Ismael - Pues si nadie es inocente, que nos castigue a todos juntos. Pero, ¿por qué mi hijo sí y el tuyo no? ¿Por qué, dime, por qué?
Amigo - Porque Dios hace lo que quiere. Y lo que hace, está bien hecho. ¿Quién eres tú para pedirle cuentas a Dios?
Ismael - ¿Y a quién se las pido, si no? ¿Quién tiene la culpa de que mi hijo esté enfermo? A ver, dime, ¿quién?
En su visita, el rabino llegó con nuevos argumentos…
Rabino - Dios no tiene la culpa, hijo. ¿Cómo puedes hablar así de Dios? Dios es bueno. Es nuestro padre y busca nuestra felicidad.
Ismael - Y si es tan bueno, ¿por qué no cura a Alejandro? Se lo he pedido, se lo he suplicado día y noche. Y él no me oye.
Rabino - Sí te oye, Ismael, pero...
Ismael - Pero, ¿qué? ¿No es Dios? ¿No lo puede todo? ¿Por qué no cura a mi hijo si puede hacerlo?
Rabino - A veces Dios saca, del mal, un bien.
Ismael - ¿Y no le sería más fácil quitar el mal? Así acabaría más pronto.
Rabino - Muchos males y muchos sufrimientos los causamos nosotros mismos. Mira a ese loco de Saúl, se pudrió las entrañas con tanto beber. ¡Y ahora la viuda viene a echarle la culpa a Dios!
Ismael - ¡Mi hijo se llama Alejandro y no Saúl! ¡Y mi hijo no hizo nada malo para estar enfermo!
Rabino - ¡Quién sabe lo que Dios estará planeando! Los caminos de Dios son misteriosos.
Ismael - Claro, y con tantos misterios quieres taparme la boca. Pues no, me oyes, no me callaré. Porque Dios no tiene derecho a hacerle esto a mi hijo. Tú dices que Dios es Padre. ¿Y no se le aprieta el corazón viendo sufrir a tantos hijos suyos? ¿Qué padre es ése entonces? ¿No sufre él viendo a mi hijo en el suelo, pataleando?
Rabino - Dios no puede sufrir, Ismael, porque… porque es Dios.
Ismael - ¡Entonces no es padre ni es nada! ¡Al cuerno con él!
Rabino - No sabes lo que estás diciendo, Ismael. Tranquilízate...
Ismael - No, yo sé muy bien lo que digo. Yo he rezado día y noche y Dios no me responde. Levanté mi cara al cielo y le dije: ¿por qué? ¿Por qué maltratas a mi hijo? ¿Qué te ha hecho él?... Si eres malo, hazme sufrir a mí, pero no a él. Si eres bueno, ¿por qué no lo curas? ¿Qué te costaría ti que todo lo puedes? Pero Dios no me responde nada. Se hace el sordo. Se tapona los oídos.
Rabino - Vamos, Ismael, vete a casa. Descansa un poco. Ya se te pasará este mal momento.
Ismael - Sí, a mí se me pasará este mal momento. Pero mi hijo Alejandro seguirá enfermo. Tú volverás a tu trabajo y a tu vida. Pero Alejandro seguirá enfermo. Y Dios seguirá oyendo cantar a los ángeles allá arriba. ¡Pero mi hijo, enfermo y amargado aquí abajo!
¿Por qué, por qué, por qué?
Rabino - Ten paciencia, Ismael. Sólo eso puedo decirte: paciencia y más paciencia.
Ismael - No. Guárdate tu paciencia que no me sirve para nada. No te preocupes. Ya no voy a preguntar más. Ya sé la respuesta. ¿Sabes por qué Dios no cura a mi hijo? ¿Sabes por qué? ¡Porque no existe! Sí, no me mires con esa cara. Esa es la única excusa que él puede darnos a nosotros los hombres, que no existe. Esa es la verdad. El cielo está vacío. Y cuando rezamos, la oración vuelve y nos cae en la cara, como al que escupe hacia arriba.
Aquel día era día de mercado en el caserío de Deboriya. Pedro y Santiago, Jesús y yo, pasamos por allá cuando bajamos del monte. En un puesto, un hombre ya mayor, con unas ojeras muy grandes, como el que ha llorado mucho, nos mostraba unas sandalias de cuero.
Ismael - Es buena piel, forasteros, fíjense...
A su lado, un muchacho alto, de ojos asustados, nos hacía señas para mostrarnos otras mercancías.
Ismael - Dos denarios y se las llevan puestas. Anímense...
Alejandro - ¡Ayyy!
Ismael - ¡Alejandro, hijo, hijo!
Alejandro - ¡Aggg! ¡Aggg!
El muchacho había dado un brinco cayendo contra el puesto de frutas de al lado. Se retorcía entre espasmos. Ismael, el padre, trataba de separarle los dientes y meterle un trapo para que no se mordiera la lengua.
Amigo - ¿Para qué lo traes al mercado, caramba? ¡Déjalo en tu casa o enciérralo! ¡Es peligroso, maldita sea!
Ismael - No, no me maldigas a mi hijo que no ha hecho nada. ¡Maldice a Dios que tiene la culpa de que esté así!
Entonces Jesús se acercó al padre del muchacho...
Jesús - ¿Cuánto tiempo hace que tiene la enfermedad?
Ismael - Desde niño. Estuvo unos años bien, pero ahora...
Mujer - Ismael, este hombre que te ha preguntado es el nazareno del que tanto se habla. Dicen que es un profeta de Dios y que ha curado a mucha gente.
Ismael - ¿Profeta? ¿Tú eres profeta? ¿Tú hablas con Dios? Pues ve y pregúntale esto de mi parte: ¿por qué mi hijo sufre, por qué, por qué?(3) Perdóname, forastero, es que... es que ya no puedo más... Estoy cansado. Cansado de rezar. Pero Dios no me hace caso. Si tú eres un profeta... si tú puedes hacer algo por mi hijo...
Jesús - ¿Tú tienes fe? ¿Crees en Dios?
Ismael - Yo no sé ya ni en lo que creo...
Jesús se agachó, se puso junto al muchacho que respiraba entrecortadamente y le secó la cara bañada en sudor.
Jesús - A pesar de todo, hay esperanza.
Ismael - ¿No me dices nada más?
Jesús miró largamente al padre del muchacho. Tenía, como él, los ojos aguados.
Jesús - Si te dijera que Dios también sufre por tu hijo, ¿1o creerías? Y que también a Él se le saltan las lágrimas viendo el dolor de tantos enfermos... No, no estás solo, hermano. Dios va contigo. Él se pone a tu lado y te sostiene. ¿Qué más te puedo decir? Vamos a llevarlo a casa. Y a acostarlo para que descanse. Vamos, ya está más tranquilo.
Ismael - ¿Y le volverá a dar otro ataque?
Jesús - Aunque así fuera, es posible la esperanza.
Jesús ayudó al viejo Ismael a levantar a su hijo del suelo para acompañarlo hasta su casa. Después, le echó un brazo por los hombros a Alejandro y fue caminando en silencio con él y con su padre por el camino polvoriento que atraviesa el pequeño pueblo de Deboriya, junto al monte Tabor.
Mateo 17,14-21; Marcos 9,14-29; Lucas 9,37-43.
1. Al pie del monte Tabor estaba situada Deboriya, una ciudad perteneciente a los israelitas de la tribu de Zabulón. Llevaba este nombre en recuerdo de Débora, profetisa y «madre de Israel», que actuó como jueza en los primeros tiempos de la historia del pueblo y ganó batallas para su patria. Su cántico de victoria (Jueces 5, 1-31) es una de las obras maestras de la literatura hebrea. Actualmente, Deboriya es una pequeña aldea habitada por árabes.
2. Por la descripción que hacen los evangelios de los síntomas del muchacho enfermo que Jesús encontró al bajar del monte Tabor se puede deducir que la enfermedad que padecía era la epilepsia, dolencia totalmente desconocida en aquellos tiempos. Los enfermos que la padecían eran especialmente temidos. Al no conocer de dónde podía venir la enfermedad o qué hacer frente a ella, la situación resultaba angustiosa. Lo más frecuente era atribuir al demonio la causa. También se hablaba de un castigo de Dios por algún pecado oculto del enfermo o de algún miembro de su familia.
3. Unos 500 años antes de Jesús, un autor anónimo escribió uno de los libros más hermosos de la Biblia, el Libro de Job. En él se cuenta la historia de un hombre bueno, que sufrió toda clase de calamidades. Las páginas del libro recogen sus interrogantes ante el dolor, que considera absurdo, injusto, inmerecido. En su crisis, Job enfrenta a varios amigos que le hacen consideraciones piadosas, buscando que se resigne. Job no lo hace y se enfrenta a Dios, al que hace responsable último de sus males.
El personaje de Job, rebelde ante el sufrimiento, interpelando a Dios, significó una auténtica revolución en el pensamiento religioso de Israel. Hasta entonces se creía que en la tierra el hombre recibía ya el premio o el castigo de sus actos. Al bueno le iba bien, era feliz, prosperaba. Al malo le tocaban tarde o temprano fracasos y sufrimientos. El Libro de Job vino a contradecir radicalmente estas ideas. Su tema se resume en una sola e inquietante pregunta: ¿por qué sufren los buenos, qué sentido tiene el dolor de los inocentes? A lo largo de 38 capítulos, y de todas las maneras posibles, Job plantea una y otra vez esta misma cuestión. A partir de este libro, la reflexión del pueblo de Israel sobre el dolor, la responsabilidad individual y los proyectos de Dios, varió sustancialmente. El caso de Job abrió el camino teórico para empezar a comprender una posible inmortalidad, la trascendencia de la vida humana más allá de esta tierra.