Vecina - Pero, comadre, ¿usted ha visto la cara que traía esa muchacha? ¡Qué ojeras más negras! Y la lengua quieta. Ni una palabrita en todo el tiempo que estuvo aquí. ¡Y ella que es tan conversadora otras veces!
Vieja - “Mal de amores, comadre, mal de amores”... Esa niña es muy joven para tener ninguna enfermedad. Anda enamorada. ¿No oyó usted cómo suspiraba cuando se iba?
Salomé - ¡A los buenos días! ¿Qué tal amanecieron, vecinas?
Vieja - Con ganas de trabajar, doña Salomé. Mientras haya salud...
Vecina - Y dígalo. Nada, aquí comentando lo de la Raquelita.
Salomé - ¿Y qué le pasa a Raquel?
Vieja - Pero, Salomé, ¿no le ha visto la cara que tiene desde hace un tiempo? Parece que no tuviera sangre en el cuerpo y se queda abobada mirando a las moscas.
Vecina - Le dices algo y ni se entera. Le entra por una oreja y por la otra le sale.
Salomé - Tendrá las fiebres.
Vecina - Nada de fiebres. Esos son amores. Esa niña anda enamorada. Y usted debía saberlo por lo que le toca.
Salomé - Pero, ¿qué dices? ¿Qué me toca a mí de los amores de esa muchacha?
Vecina - Doña Salomé, pero ¿cómo no se ha dado cuenta todavía? Raquel anda detrás de Jesús, el de Nazaret. ¿No me diga que no se ha fijado cómo se le queda mirando cuando habla?
Vieja - ¿Y no me diga que ha ido esta semana un día sí y otro también por su casa... así porque sí?
Salomé - Bueno, la muchacha necesitaba un poco de sal y vino a pedírmela.
Vieja - Y al día siguiente quería un tomate.
Vecina - Y al otro, un poco de harina.
Salomé - Sí, así fue.
Vecina - Pero, Salomé, ¿dónde tiene usted los ojos? ¿No se da cuenta que va por allí a ver si se topa con Jesús, a ver si lo encuentra en su casa?
Vecina - También anda por el embarcadero como una tonta, para arriba y para abajo, por si lo ve con esos hijos suyos. Está encandilada con él. No lo puede ocultar.
Salomé - Pero, ¿será posible eso que están diciendo?
Vecina - Claro que es posible. Usted haga sus averiguaciones y verá que tenemos razón. Y después nos cuenta, ¿eh?
Un par de horas después, cuando el sol ya calentaba, Raquel llegó una vez más por casa del Zebedeo.
Raquel - ¡Buenos días, doña Salomé!
Salomé - Buenos días. Ah, pero si eres tú... Pasa, pasa. ¿Qué hay? ¿Querías algo, Raquel, hija?
Raquel - Doña Salomé, necesito un poco de aceite.
Salomé - ¿Qué? ¿Se te acabó?
Raquel - Bueno, aún me queda un poquito, pero para mañana no sé si me alcanzará. Usted sabe que es mejor precaver que lamentar.
Salomé - Claro, claro... Bueno, pero pasa, no te quedes ahí en la puerta.
Raquel - ¿Está... está usted sola?
Salomé - Sí, hija, los muchachos y el viejo Zebedeo, pescando. Como siempre.
Raquel - Sí, claro, trabajando...
Salomé - Hay que trabajar para comer, muchacha. Así lo dijo Dios desde el principio: el pan hay que ganarlo con sudor.
Raquel - ¿Y... y no hay nadie más por aquí, verdad? Entonces, me voy...
Salomé - Pero, hija, ¿y el aceite que querías?
Raquel - Uy, qué cabeza... Con tanto trabajo que tengo en casa, todo se me olvida. Diez hermanos pequeños dan mucho que hacer.
Salomé - Pero, no tengas tanta prisa, mi hija. ¿Por qué no te sientas un momento y conversamos? Así descansas un poquito.
Raquel - Bueno, pero...
Salomé - Nada, nada. Siéntate ahí. Sí, y yo también me siento. Ay, Raquel, muchacha, lo que me hubiera gustado a mí tener una hija como tú para conversar con ella. Pero los dos fueron varones, ya ves. Cuando tú tengas hijos, muchacha, pídele a Dios que te dé las dos cosas: varones y hembras. Los hombres son los que ganan el pan, pero nosotras, las que lo amasamos.
Raquel - Uy, doña Salomé, de aquí a que yo tenga hijos... Tiene que llover mucho todavía.
Salomé - No, muchacha, ya tú estás en edad de casarte. Y segurito que piensas muchas veces en eso, ¿no es así?
Raquel se puso más roja que el pañuelo que llevaba en la cabeza y se quedó callada. El corazón le saltaba dentro del pecho.
Salomé - Mira, mi hija, yo quiero ayudarte. Dímelo todo. Tú no tienes madre y a alguien tienes que contarle lo que llevas dentro.
Raquel - Doña Salomé... ay, doña Salomé... hace un mes que no duermo y...
Salomé - Y por la noche, cuando no duermes, piensas en él. En Jesús, ¿verdad que sí?
Raquel - ¿Y... y cómo lo sabe usted?
Salomé - Ay, hija, el amor es como una campana. Hace demasiado ruido para que uno no se dé cuenta.
Raquel - ¿Y usted cree, doña Salomé, que esto será algo malo?
Salomé - No, Raquelita, ¿malo, por qué? Lo que estás es enamorada.(1) A mí me daría tanta alegría que ese muchacho se fijara en alguna mujer y se casara de una vez. Tanta vida como lleva dentro ese moreno y todavía solo. Eso no está bien, digo yo.
Raquel - Entonces, ¿usted cree que se habrá fijado en mí?
Salomé - Bueno, hija, este Jesús es algo raro, y eso no te lo sabría decir. Pero, quédate tranquila. Yo te voy a ayudar. Yo sé cómo rascarle a ese moreno el caparazón para saber lo que piensa. Ya lleva viviendo con nosotros una buena temporada y lo voy conociendo. Sí, déjalo en mis manos...
Ese mismo día, Salomé puso el caso en manos del Zebedeo…
Salomé - Viejo, tienes que hablarle a Jesús. Bien clarito.
Zebedeo - Bueno, sí, le hablaré. Si tú dices que esa muchacha vale la pena...
Salomé - Raquel es buena, trabajadora y cariñosa. Y además, es muy bonita. Me parece que lo quiere mucho. ¿Qué más va a pedir ese moreno?
Zebedeo - Ah, vieja, como Jesús es como es, uno nunca sabe. Está bien, yo hablaré con él. De hombre a hombre. A ver, ¿por qué no se casa ese granuja? Es una pregunta que me hago todas las mañanas cuando lo veo irse a la plaza a trabajar. Y al llegar la noche, me la vuelvo a hacer y ¡nada! ¡Bah, yo digo que es un chiflado!
Antes del anochecer, Zebedeo buscó a Jesús y lo hizo sentarse frente a él en un viejo taburete…
Zebedeo - Al grano, Jesús.
Jesús - Al grano, Zebedeo.
Zebedeo - Hace muchos días que estoy buscando un rato para hablarte. Despacio y bien claro.
Jesús - Pero, ¿qué es lo que pasa?
Zebedeo - Jesús, te hablo como un padre, como un amigo. Yo te aprecio mucho, muchacho, y la verdad, de hombre a hombre, no entiendo por qué... por qué no has tenido mujer y por qué sigues sin tenerla, ¡caramba!
Jesús - Ah, ¿era eso?
Zebedeo - Sí, era eso. ¿Qué me respondes?
Jesús - Pues, no sé… Pensaba que me iba a decir que dejara de meterme en tanto lío y me sale usted con esto. No me lo esperaba...
Zebedeo - Óyeme bien, muchacho, la vida se pasa corriendo. Y las energías del hombre se secan más pronto de lo que imaginas. Tú siempre estás hablando de Dios, de lo que Dios quiere. Pues bien, si Dios puso en el hombre la semilla de la vida, fue para que la sembrara en la mujer y no para que la dejara estéril. ¿Es o no es?
Jesús - Sí, es cierto. A Dios le gusta ver los árboles llenos de frutos.
Zebedeo - Entonces, ¿por qué diablos tú sigues solo?
Jesús - Pero si yo nunca estoy solo, Zebedeo. Desde que hemos empezado con el grupo y a trabajar en todo esto del Reino de Dios, lo que me sobra es gente alrededor.
Zebedeo - No, no, no te me vas a escapar como uno de esos peces voladores, condenado. Yo digo “solo”. Solo por las noches. Solo sin mujer, sin hijos. Tú andarás siempre rodeado de gente, pero una cosa no quita la otra. No vengas ahora a enredarme. Mira, Jesús, que cuando el hombre no tiene mujer, todo el brío se le sube aquí a los sesos y, tururú, ¡loco! Y cuidado no te esté pasando ya a ti algo parecido.
Jesús - ¿Usted me ve a mí cara de loco?
Zebedeo - No, no lo digo por eso, pero...
Jesús - Mire, Zebedeo, ahora recuerdo algo que oí una vez en la sinagoga: que el solitario no es un árbol seco, que también los solitarios tienen un sitio en la casa de Dios.
Zebedeo - Bah, ya sales con tus cosas. Oye, Jesús, vamos a dejarnos de palabras bonitas y vamos a lo que vamos. Es que... ¿a ti no te gustan las mujeres? ¿Es eso? ¿Es que eres un marica?(2) ¡No, no me digas nada! ¡No me entra en la cabeza que no te quieras casar porque seas una de esas sabandijas asquerosas!
Jesús - No hable así, Zebedeo. Ellos no son sabandijas asquerosas.
Zebedeo - ¿Ah, no? ¿Y qué son entonces?
Jesús - Son hombres a los que Dios quiere. Tampoco ellos son árboles secos.
Zebedeo - ¡Mira, Jesús, no los defiendas!
Jesús - Ni usted tampoco los ataque, Zebedeo. ¿Qué sabe usted de ellos y de sus problemas?
Zebedeo - Bien, bien, a lo que vamos. No eres de esos tipos. Entonces, ¿por qué no te casas? No me irás a decir que no encontraste nunca una mujer que te gustara.
Jesús - Bueno, yo conocí a una muchacha... ya hace años de eso... Pero no lo veía claro.
Zebedeo - ¡Solterón toda la vida! ¿Eso es lo que quieres ser tú, verdad?
Jesús - Espérese, Zebedeo. Ser soltero es una cosa. Y ser solterón es otra, digo yo.
Zebedeo - Bah, un soltero es una mitad de hombre. Y una soltera también. La hija que se queda virgen es la vergüenza de sus padres.(3)
Jesús - Una mitad de hombre es un hombre egoísta. Y egoístas los hay igual casados que solteros.
Zebedeo - Jesús, escúchame, hay una muchacha en el barrio que está enamorada de ti.
Jesús - Anjá, ahí era donde quería ir a parar, ¿no, Zebedeo?
Zebedeo - Si es que tú no tienes ojos para ver que una mujer te quiere, hay que decírtelo, a ver si te sacude uno la sangre, ¡qué caramba!
Jesús - ¿Y quién es ella?
Zebedeo - Raquel, la hija de la difunta Agar, la que tiene tantos hermanitos.
Jesús - Ah, ya sé. Parece muy buena muchacha.
Zebedeo - ¡Es muy buena muchacha! ¡Y sería una buena mujer para ti!
Jesús - Sí, es posible, Zebedeo, pero...
Zebedeo - Pero nada. Hoy la vas a ver, le hablas, y ya pueden ir planeando las cosas.
Jesús - Espérese, Zebedeo. No corra tanto.
Zebedeo - ¿Qué pasa? ¿Que no la quieres? ¿Que quieres a otra? ¿Es eso, no? Está bien. Dímelo con confianza, muchacho. Queda entre tú y yo.
Jesús - Las quiero a todas, Zebedeo.
Zebedeo - ¡Cuentos! ¡Cuando se dice que se quiere a todas es que no se quiere a ninguna!
Jesús - No, de veras, yo las quiero a todas. Y, por eso, necesito tener las manos libres para poder ayudarlas.
Zebedeo - Pero, ¿quién te crees tú que eres? ¿El protector de las mujeres abandonadas?
Jesús - No es eso, Zebedeo. Lo que pasa es que yo quiero trabajar por mi pueblo. Y usted sabe que las cosas están difíciles. Mire al profeta Juan, cómo le cortaron la cabeza. Y entonces, ¿cómo va a tener uno mujer y mantenerla en esa zozobra? Y los muchachos, ¿qué? Si se quedan sin padre, ¿quién les busca el pan, eh? De veras, Zebedeo, yo necesito tener las manos libres. Y más en estos tiempos en que Dios anda con prisa y hasta para dormir hay que hacerlo con las sandalias puestas.
Zebedeo - Tú pones las cosas demasiado tremebundas, Jesús. Yo no digo que te cruces de brazos. Pero, ¿es que no se puede luchar y estar casado, demonios?
Jesús - Bueno, sí, claro que se puede. Mire a Pedro, tiene a su Rutina, cuatro muchachos y ahora uno acabado de nacer. Santiago, lo mismo. Juan está soltero, pero Andrés ya tiene su novia y cualquier día se nos casa. En el Reino de Dios hay sitio para todos y aquí todo el mundo vale lo mismo, los casados, los viudos y los solteros.
Zebedeo - Pero tú... ¡tú!
Jesús - ¿Yo qué, Zebedeo?
Zebedeo - Que tú no has hecho nada por casarte, ¡caramba!
Jesús - Tampoco he hecho nada por no casarme, ¡caramba!(4)
Zebedeo - Entonces, ¿qué?
Jesús - Entonces nada, Zebedeo. Que cada uno ande su camino y vea lo que Dios le va pidiendo. Mire usted, Dios llamó a Abraham desde el norte y a Moisés desde el sur, por caminos distintos, pero los dos llegaron a la tierra prometida.
Mateo 19,10-12
1. Jesús no se casó. Aunque esto no lo dice expresamente ningún texto del Nuevo Testamento, todo lleva a esta conclusión. Sin embargo, que Jesús no se casara no quiere decir que fuera un ser asexuado. Jesús fue varón y tuvo una dimensión sexual masculina. En este sentido, no es descaminado pensar que hubiera mujeres que sintieran atracción por él, que se enamoraran de él, lo mismo que él pudo también enamorarse. Nada de esto aparece en los evangelios, entre otras razones porque en la mentalidad de sus contemporáneos era algo tan obvio que no se consideraba tema que debiera quedar por escrito.
2. Sobre la homosexualidad, Jesús no dijo nada explícitamente. Pero en el conjunto de su mensaje, proclamó con tanta fuerza la libertad de la persona, que se deduce su respeto hacia ellos. El profeta Isaías dedica a los homosexuales una sugestiva frase (Isaías 56, 3-5) y la Escritura afirma que son queridos por Dios y herederos de su promesa (Sabiduría 3, 14). El pueblo de Israel esperaba para los tiempos del Mesías que Dios acogiera a eunucos y castrados como ciudadanos de su Reino en pie de igualdad con todos.
3. En Israel, ni la virginidad ni la soltería, entendidas como situaciones estables, representaban ningún valor. Más bien, eran una desgracia, algo negativo. La virginidad de la mujer era muy apreciada, pero sólo antes del matrimonio. La virginidad de la muchacha antes de casarse había que defenderla y era un honor que llevaba al matrimonio, tanto ella como su familia. Pero una mujer que no llegara a casarse y a tener hijos resultaba un oprobio, una mancha familiar. Igualmente el hombre. Tener hijos era un deber religioso. Un no casado, por las razones que fuera, era visto como algo raro, incomprensible, preocupante, a no ser que hubiera hecho un voto especial, como lo hacían los monjes esenios en los tiempos de Jesús. Lo positivo era la relación sexual y la fecundidad. Lo demás no entraba en el cuadro de valores de aquel pueblo y, por lo tanto, se entendía como contrario a la voluntad del Dios de la vida. En toda la Biblia se ensalza el matrimonio, la unión sexual del hombre y de la mujer como algo positivo, hermoso, expresión cumbre de la relación humana, imagen la más exacta del amor que Dios siente por el ser humano y por su pueblo. Cualquier desprecio o rechazo de la sexualidad humana no tiene nada que ver con el mensaje bíblico ni con el mensaje de Jesús.
4. Sólo el evangelio de Mateo recoge la frase en la que Jesús habla sobre los que se hacen eunucos “por el reino”. Todo parece indicar que Jesús trató de explicar con esta frase su situación personal, su no casarse, a quienes le preguntaron sobre esto. Jesús se refirió a tres tipos de “eunucos”. Los primeros son “los que nacieron así del vientre de su madre”. Siempre ha habido niños varones que, por algún defecto físico -generalmente congénito- no pueden tener relaciones sexuales con una mujer. Dentro de este grupo se incluía en el mundo antiguo a los homosexuales, por no sentir atracción hacia las mujeres.
El segundo grupo del que habló Jesús fue el de aquellos “que fueron hechos eunucos por los hombres”. Se estaba refiriendo a niños y hombres castrados. En las cortes orientales los reyes castraban a los guardianes de sus harenes. Así aseguraban que no tendrían relaciones con sus mujeres. En otros países, se castraba a niños para que conservaran una voz más fina para cantar. O a ciertos profesionales, como por ejemplo los maestros, para que tuvieran una mayor inteligencia. Se consideraba que del varón eran la guerra, el placer y el poder. Y de la mujer -o de los “afeminados”, convertidos en no varones- los trabajos delicados, una cierta sabiduría, las artes. En Israel, la ley religiosa prohibía castrar tanto a los hombres como al ganado. El castrado no podía entrar al Templo ni a la sinagoga, ni la res castrada podía ser ofrecida en sacrificio. Sin embargo, los castrados abundaron en las cortes de los reyes de Israel, por influencia de otros países orientales o por haber sido llevados al país como esclavos.
Finalmente, Jesús habló de una tercera clase de hombres: “quienes se hacen eunucos por el Reino de Dios”. Este tipo de soltería o de virginidad -el celibato por el Reino- es la nueva categoría que aportó Jesús y después de él, el cristianismo, al panorama de la sexualidad, tal como se había entendido hasta entonces en el Antiguo Testamento. Se trata de un celibato relacional. No lo presentó Jesús como un valor en sí mismo, sino en relación al valor de trabajar por el Reino de Dios. Esta fue la opción de Jesús. No se casó, no porque fuera homosexual ni hubiera sido castrado, no porque fuera impotente ni temiera a la mujer o buscara un refugio en la vida solitaria, sino “por el Reino”.
Todo lo que dijo Jesús en este texto de Mateo se refería explícitamente a los varones. La sexualidad femenina, sus características, su problemática, son una conquista muy reciente de la ciencia y la sicología. Como, además, en la cultura de Israel la mujer no decidía casarse, sino que eran sus padres quienes tomaban la decisión por ella, Jesús no podía plantear el problema del celibato femenino.