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74- EL JUEZ Y LAS VIUDAS
74- EL JUEZ Y LAS VIUDAS
Descripción:

Nos acusaron de herejes y de vulgares.Pero en los campos del Baoruco dominicano y en los barrios de Managua la gente descubría un nuevo rostro de Jesús de Nazaret, moreno y sonriente. Un tal Jesús fue primero una radionovela en doce docenas de capítulos. Nuestro desafío era grande: poner humor y lenguaje cotidiano en los esquemáticos relatos del Evangelio, presentar a Jesús como un hombre real apasionado por la justicia, reconstruir el escenario histórico y cultural en que vivió. Y a todo esto, ponerle un punto de sal latinoamericana.

Libreto:
Pedro - ¡Mira, Jesús, no me jorobes! Hemos gastado ya doce pares de sandalias anunciando que las cosas van a cambiar y que la justicia y que la liberación, ¿y qué hemos conseguido hasta ahora, eh, dime?

Jesús - Hay que tener constancia, compañeros.

Pedro - Constancia... ¡Hay que tener ojos, moreno! Esto no avanza nada. Esto es como querer mover una montaña.

Jesús - Y terminará moviéndose, Pedro. El día en que de veras tengamos fe en Dios y en nosotros mismos, ese día empujaremos las montañas y las echaremos al mar. Eso lo aprendí yo de mi madre. Cuando yo era muchacho, allá en Nazaret, mi ma­dre, que ya era viuda, trabajaba en la finca del terratenien­te Ananías.

Susana - ¡Pero, qué bandido este Ananías! ¡Ojalá que esa piedra de molino le cayera en los riñones!

Rebeca - ¡Tres semanas recogiéndole aceitunas y ahora no quiere pagarnos! ¡Ah, no, pero esto no se va a quedar así! ¡Por las trompetas de Jericó, que de esta sinvergüenzada se va a enterar todo el mundo y ese viejo tacaño va a tener que pagarnos hasta el último céntimo, o si no…!

Micaela - O si no, ¿qué, Rebeca? No, mujer, guárdate las bravatas. ¿Qué podemos hacer nosotras si no nos paga? ¡Nada! Si tuviéramos maridos, nos defenderían. Pero, ¿qué podemos hacer nosotras, viudas?(1) Doblar el es­pinazo y que nos pongan el yugo como los bueyes.

Jesús - Mi madre María y la vecina Susana y otras viudas de Nazaret, después de cosechar los olivos de la finca de Ananías, no habían recibido ninguna paga. Y estaban furiosas. Así pasaba muchas veces: los patronos se aprovechaban de las mujeres solas, las contrataban para la recogida de aceitunas, o de higos, o de tomates, y luego les pagaban muy poco o nada por el trabajo.(2)

María - ¡Hay que hacer algo, vecinas! ¡No vamos a quedarnos aquí, espantando moscas, y nuestros hijos con hambre!

Micaela - ¿Y qué podemos hacer, comadre María? ¡Aguan­tar! ¡Ese es el destino de nosotros los pobres, aguantar!

María - ¡Qué destino ni qué cuentos, Micaela! Yo no creo en ningún destino. ¿Sabes lo que decía mi difunto José, que en paz descanse? Que el único destino que hay está aquí, en nuestros brazos.

Susana - Sí, María, pero los brazos de las mujeres son débiles, no te olvides.

María - Pero, ¿cómo dices eso, Susana? ¿Y no fue el brazo de Judit el que le cortó el pescuezo a aquel grandullón que ni me acuerdo cómo se llamaba? ¿Y quién se puso al frente del pueblo cuando atacaron los cananeos y a los hombres de Israel se les aflojaron los calzones, eh? ¡Fue Débora, una mujer como tú y como yo, pero que tenía sangre en las venas y no agua dulce!(3) Y la reina Ester, ¿no fue una lu­chadora también?

Rebeca - María tiene razón. Lo que pasa es que una, como mujer al fin, se acobarda y acaba metida en la cueva como los ratones.

María - Pues vamos a salir de la cueva y a ponerle el cas­cabel al gato.

Susana - ¡Sí, señor, hay que hacer algo por nosotras y por nuestros hijos!

María - Ea, vamos a Caná a poner una querella contra ese viejo estafador. ¿Para qué están los jueces? Para hacer justicia, ¿no?(4) Pues ahora mismo vamos donde el juez y que presente nuestro caso en el tribunal.

Jesús - Y mi madre y las otras viudas salieron de Nazaret por el camino del norte, rumbo a Caná, donde vivía el juez Jacinto, un viejo calvo y gordinflón.

Rebeca - ¡Don Jacinto, don Jacinto! ¡Don Jacinto!

Jacinto - ¿Qué pasa? ¡Maldita sea! ¿Quiénes son ustedes?

Susana - ¡Somos unas pobres viudas de Nazaret! ¡Tenemos que decirle algo! ¡Ábranos!

Jacinto - Unas pobres viudas, unas pobres viudas... ¿Qué quieren ustedes? ¿Tumbarme a golpes la puerta?

María - ¡A nosotras nos tumbaron el jornal de tres sema­nas trabajando de sol a sol!

Jacinto - ¿Y a mí qué me importa eso?

Rebeca - Usted es el juez, ¿no? Y los jueces, ¿no están para hacer justicia?

Jacinto - Los jueces estamos para meter en la cárcel a las alborotadoras como tú. No me molesten que estoy muy ocupado ahora.

María - Don Jacinto, espérese, no se vaya. Escuche, ese viejo sanguijuelo que se llama Ananías, al que usted conoce mejor que nosotras, nos contrató para recoger las aceitunas. Pasó una semana y que no tenía dinero. Pasó la otra, y que esperen que ya les pago. Pasó la tercera y que sigan esperando. ¿Usted cree que hay derecho a eso?

Jacinto - ¿Y qué quieren hacer ustedes?

Susana - Denunciarlo y poner una querella y que se nos haga justicia.

Jacinto - Bueno, bueno, vamos a estudiar el caso por par­tes. Comencemos por donde hay que comenzar: si yo las defiendo a ustedes en el tribunal... ¿a cuánto ascenderían mis honorarios?

Micaela - ¿Cómo dice, don Jacinto? Hable más claro, que nosotras las del campo...

Jacinto - Digo que si me meto en este lío, ¿cuánta plata me van a pagar, caramba?

María - Bueno, señor juez, usted sabe que somos viudas... y pobres. Además, ¿con qué vamos a pagarle a usted si don Ananías no nos paga antes?

Jacinto - Entiendo. Siendo así... vuelvan otro día. Hoy estoy muy ocupado. Sí, eso, vuelvan la próxima semana a ver si puedo hacer algo por ustedes.

Jesús - Y mi madre y sus vecinas recorrieron de nuevo las siete millas que separan Nazaret de Caná y regresaron al caserío. Y cuando pasó la semana...

Susana - ¡Háganos justicia, señor juez! ¡Don Jacinto, por favor!

Rebeca - ¡Con lo que nos pague Ananías le pagaremos algo a usted por defender nuestra causa!

Jacinto - Algo... algo... ¿Cuánto? A ver, cuánto me van a pagar?

Micaela - Pues... entre todas podemos reunir diez denarios. O hasta quince.

Jacinto - ¡Maldita sea, quince denarios! ¡Que el diablo se muerda el dedo gordo si ustedes no están locas de atar! ¡Quince denarios! ¡Así que ustedes vienen a pedirme que me enfrente con Ananías, el hombre más poderoso de estos campos, que con una palabra suya puede mandar que me ahorquen, y a cambio de eso… ¡quince asquerosos denarios! ¡Puah!

Susana - Pero, señor juez, somos pobres, compréndalo.

Jacinto - Sí, sí, por supuesto que lo comprendo. Y uste­des también comprendan que yo tengo ahora mucho trabajo y no puedo atenderlas. Eso es, vuelvan la se­mana próxima a ver si con un poco más de tiempo...

Jesús - Siete millas de regreso a Nazaret. Y cuando pasó la semana, otras siete hacia Caná...

Susana - Pero, don Jacinto, ¿hasta cuándo vamos a estar yendo y viniendo?

Rebeca - ¡Nuestros hijos están más flacos que las lombrices!

Micaela - ¡Mire estos pechos secos, don Jacinto! ¡Estamos desesperadas! ¡No podemos más, nuestros hijos se nos mueren de hambre, se nos enferman!

Jacinto - ¿Y a qué viene ahora ese cuento? ¡Yo no parí a esos muchachos! Entonces, ¿qué? ¡Arréglenselas como pue­dan! ¡Y no me molesten más!

María - Está bien, no lo haga por nosotras, si no quiere.

Jacinto - ¿Y por quién entonces?

María - ¡Hágalo por respeto a Dios, señor juez!

Jacinto - ¡Ja, ja, ja! ¿Por Dios? ¿Y a mí qué me importa Dios? Dios está allá arriba, en el cielo, y yo estoy acá abajo, en la tierra. ¿No dicen ustedes que Dios les hace justicia a los pobres? ¡Pues compren una escalera larga y suban allá arriba y pídanle ayuda a él! ¡Pero a mí no me jeringuen más!

Susana - Uff… Este Jacinto es más agrio que un limón verde.

María - No, Susana, lo que pasa es que el zorro de Ananías le habrá untado manteca en las manos, ¿comprendes?

Micaela - ¿Y ahora qué, María? Estamos perdidas.

María - ¿Cómo que y ahora qué? ¡Ahora es cuando co­mienza la pelea!

Rebeca - Pero, María, ¿estás loca? ¿Qué pelea podemos comenzar nosotras que no tenemos ni un palo?

María - Aquí no hacen falta palos ni espadas, Rebeca.

Rebeca - ¿Y qué entonces, María?

María - Lo que hace falta es paciencia.

Susana - ¿Paciencia para qué?

María - Para acabarle la de él. ¿No se acuerdan de Moisés en Egipto? El faraón tenía de todo, ¡hasta carros de guerra! Y Moisés no tenía nada. Bueno, lo único que tenía era una cabeza muy dura. Y Moisés juntó a los israelitas y le acabaron la paciencia al faraón: le tiñeron de rojo el agua, le llenaron de sapos y ranas las casas, le apagaron las luces de la ciudad.

Susana - Pero, María, nosotras somos muy poquitas. Eso lo pudo hacer Moisés porque era hombre y tenía mucha gente detrás.

Micaela - Nosotras somos como un mosquito y ellos como un elefante.

María - Eso mismo, Micaela. Y esa fue una de las diez plagas de Egipto, la de los mosquitos. Porque te aseguro que una banda de mosquitos dispuestos a fastidiar, le qui­tan el sueño a todos los elefantes que tenía el rey Salomón en su palacio. ¡Ea, vengan conmigo, volvamos a casa del juez Jacinto!



Jesús - Y aquellas campesinas testarudas, con María, mi madre, a la cabeza de todas, volvieron frente a la puerta de aquel juez gordinflón.

Jacinto - ¡Otra vez aquí! ¡Maldita sea, ya les dije que se largaran y me dejaran en paz! ¿Están sordas? ¿Qué están esperando?

María - ¡Esperamos que los jueces de Israel les hagan jus­ticia a los pobres!

Jacinto - ¡Pues esperen sentadas porque tienen para rato!

María - Eso mismo vamos a hacer. ¡Vecinas, todas sentadas!

Jesús - Cuando mi madre dijo aquello, todas las viudas se sentaron frente a la puerta del juez.

Jacinto - ¡Al diablo con ustedes! ¡Está bien, quédense ahí hasta que les salga un callo en el trasero! ¡Malditas campesinas, tienen la cabeza más dura que un yunque de herrero!

Jesús - El juez dio un portazo. Y al cabo de un rato...

Jacinto - ¿Todavía están ahí sentadas? Por los siete pelos de Lucifer, ¿es que ustedes han perdido el juicio?

Susana - ¡No, usted es el que ya está perdiendo la paciencia, señor juez!

María - ¡De aquí no nos movernos hasta que nos haga justicia!

Jesús - Pero el juez volvió a cerrar la puerta...

Rebeca - ¡Se te va a venir la casa abajo con tantos portazos!

Susana - Uff... ¿Qué crees tú, María? ¿Conseguiremos algo?

María - Nuestros abuelos aguantaron cuatrocientos años en Egipto. Y al final consiguieron la libertad. De aquí no nos movemos.

Hombre - Oigan, ¿quiénes son ustedes? ¿Están pidien­do limosna a la puerta del juez?

Rebeca - Pedimos justicia, no limosna.

Susana - Trabajamos tres semanas recogiendo aceitunas en la finca de Ananías y ahora no nos quiere pagar.

Hombre - ¡Viejo ladrón! ¿Y el juez no hace nada?

María - Eso estamos esperando. Pero ya usted sabe, paisa­nos, lo que ocurre. Ananías le unta la mano al juez y el juez se la unta al capitán y así van las cosas.

Hombre - Eso sí es verdad. Los de arriba se protegen las espaldas. Y nosotros, tirando cada uno para su lado. ¡Eh, compañeros, vengan acá, vengan todos!

Jesús - Aquel hombre comenzó a llamar a sus amigos que mataban el tiempo en la plaza y en la taberna. Y al poco rato, muchos vecinos de Caná se unieron a las viudas de Nazaret.

Jacinto - ¡Que el diablo me corte en cuatro rajas! ¿Qué quieren ustedes? ¡Yo no soy el gobernador de Galilea ni tampoco reparto caramelos, así que váyanse todos de aquí y déjenme en paz, recuernos!

Jesús - Pero se fueron juntando muchos, muchísimos hom­bres y mujeres delante de la puerta del juez Jacinto. Era como una plaga de mosquitos.

Jacinto - ¡Basta ya! ¡Al infierno con ustedes, con las viu­das y con todos! ¡Vengan, entren, vamos a resolver de una vez este caso!

Susana - ¿Qué? ¿Ya se le conmovieron las entrañas, señor juez?

Jacinto - Lo que se me conmovieron son las orejas con esta escandalera. Pero, sépanlo bien, no lo hago por Dios ni por ustedes ni por sus «hambrientos hijitos», sino para que se larguen y no les tenga que ver nunca más las narices.

Jesús - Y el juez Jacinto llevó el caso ante el tribunal y el terrateniente Ananías tuvo que pagar los jornales de las viudas de Nazaret. Habían ganado la pelea, ¡sí señor! Y así se ganan todas las batallas, dando y dando hasta salir ade­lante. Y con Dios hay que hacer lo mismo. Rezarle día y noche, sin desanimarnos. Si le pedimos así, él no nos dará largas, ¡nos hará justicia!

Rufa - ¡Que Dios te bendiga la lengua, Jesús, y que viva ha ma­dre que te parió!

Pedro - ¡Bien dicho, abuela Rufa!

Jesús - Sí, que viva ella y que vivan todos los que luchan hasta el final, sin cansarse, ¡cueste lo que cueste!

Lucas 18,1-8

1. En la Biblia, viuda no es sinónimo de anciana. Como las muchachas se casaban los doce o trece años, muchas mujeres quedaban viudas aún muy jóvenes. Las viudas podían volver a casarse. Si lo hacían, bastaba un mes de noviazgo, en lugar de un año entero, plazo habitual antes de los esponsales. Si suponemos que cuando Jesús inició su actividad en Galilea, ya habría muerto José, María quedaría viuda a los 30 ó 40 años. Su condición social le hacía dependiente de su hijo, que tenía la obligación de mantenerla. Pero seguramente ella se ganaría también la vida con el trabajo de sus manos.

2. Las mujeres campesinas de Israel tenían más libertad que las de la ciudad en muchas cosas. La necesidad de sacar la familia ade­lante las llevaba a trabajar a la par que el hombre en las faenas agrícolas. Las mujeres participaban en la cosecha, en la siega, en la vendimia, junto con los varones, o trabajaban por su cuenta, contratadas por los terratenientes de la zona.

3. En la historia de Israel hubo mujeres que participaron muy activamente en las luchas del pueblo y que llegaron a tener un gran prestigio. Débora, jueza de Israel, vencedora de batallas (Jueces 4 y 5); Ester, heroína popularísima, y Judit, que derrotó por la astucia al tirano Holofernes, son importantes figuras femeninas de la historia de Israel. Tanto Ester como Judit dan nombre a dos libros de la Biblia, que cuentan sus historias.

4. La administración de justicia en Israel comienza en los mismos orígenes de la historia del pueblo con los ancianos designados por Moisés, pero no se tienen datos precisos sobre cómo eran exacta­mente los juicios o cuál la forma de presentar los pleitos en tiempos de Jesús. La institucionalización de la justicia variaba mucho según las regiones. Nazaret era una aldea demasiado pequeña para tener un juez local propio. Los jueces locales decidían en casos de me­nor importancia, en pequeños conflictos. Los ricos los “compraban” con regalos y no eran justos en sus decisiones. Los profetas de Israel denunciaron la corrupción de los tribunales, las prebendas recibidas por los jueces y los atropellos cometidos contra los pobres (Amós 5, 7-13). Clamaron siempre porque en los tribunales se hiciera justicia e identificaron el derecho de Dios con el derecho del pobre. Entre los pobres, los profetas destacaban, como desamparados por exce­lencia, al extranjero, al huérfano y a la viuda.

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