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84- LA ASTUCIA DE UN CAPATAZ
84- LA ASTUCIA DE UN CAPATAZ
Descripción:

Nos acusaron de herejes y de vulgares.Pero en los campos del Baoruco dominicano y en los barrios de Managua la gente descubría un nuevo rostro de Jesús de Nazaret, moreno y sonriente. Un tal Jesús fue primero una radionovela en doce docenas de capítulos. Nuestro desafío era grande: poner humor y lenguaje cotidiano en los esquemáticos relatos del Evangelio, presentar a Jesús como un hombre real apasionado por la justicia, reconstruir el escenario histórico y cultural en que vivió. Y a todo esto, ponerle un punto de sal latinoamericana.

Libreto:
Cuando amarrábamos nuestras barcas en el pequeño muelle de Cafarnaum, después de un cansado día de trabajo, batallando con las redes y las olas, los pescadores nos reuníamos en la des­tartalada taberna del tuerto Joaquín. Allí podíamos tomarnos una jarra de vino, protestar de los nuevos impuestos del rey Herodes y reírnos con las ocurrencias Pipo, el capataz de Fanuel.

Pipo - ¡Esta jarra la pago yo, camaradas! ¡Hip! Les invito a todos, pero antes tienen que gritar ¡viva Pipo! A ver... Una, dos... ¡y tres!

Todos - ¡Que viva Pipo!

Pipo - ¡Que viva yo, sí señor! Tuerto, sírveles vino ¡hip! a to­dos estos admiradores míos. ¡Ja, ja, jay! ¡Ay, caramba, qué bue­na es la vida cuando las vacas están gordas, hip, así como yo! ¡Ja, ja, jay!

El gordo Pipo era un hombre especial. Amigo de todos, con su barba de tres puntas y los dientes rotos, Pipo iba de taberna en taberna riéndose de sus propios chistes y haciéndonos reír a todos. Por su simpatía y su habilidad con los números, había conseguido un buen trabajo como capataz del viejo Fanuel, uno de los propietarios más ricos de Cafarnaum.(1) Pero Pipo era un botarate. Y todo el dinero que ganaba, y hasta el que no ganaba, se le iba por el agujero de los barriles de vino.

Pedro - ¡Vaya, Pipo, qué bien vives, granuja! ¡Tienes más plata en el bolsillo que la que cargaban los camellos de la Reina de Saba!

Pipo - Mi amo don Fanuel gana la plata… ¡hip!... y yo se la administro.

Juan - Di mejor que tú se la gastas, ¡buen sinvergüenza!

Pipo - Y le hago un favor porque, mira, el viejo Fanuel no sabe ni qué hacer con tanto dinero… ¡hip! No sabe divertirse. ¡Bah, a los tacaños hay que ayudarlos para que las polillas no les coman luego todos sus ahorros! ¡Hip! ¿Saben una cosa, ca­maradas? Que aquí se cumple aquel refrán del sabio Salomón: El vivo vive del bobo, y el bobo de su trabajo. ¡Ja, ja, ja, jay!

Santiago - ¿Dónde fue que Salomón dijo eso, Pipo?

Pipo - ¡Y qué sé yo! Ni lo sé ni me importa. Pero está muy bien dicho, ¡qué caray! ¡Hip! ¡Ea, muchachos, aquí estoy yo, el hombre más feliz de Cafarnaum! ¡Hip! ¡Invito a todos los que tengan la jarra vacía y que griten: ¡viva el Pipo! Una, dos… ¡hip!... y ¡tres!

Todos - ¡Viva el Pipo!

Fanuel - Ejem… Que viva el Pipo.

Fue algo inesperado. En la puerta, con su pulido bastón y una cara muy seria, había aparecido Fanuel, el amo de Pipo. Todos nos quedamos tiesos mientras aquel viejo ricachón atravesaba en silencio la taberna. Pipo, inmóvil, con la jarra de vino levantada en una mano, como una estatua, aún no había podido pasar por el gaznate el último trago de vino.

Fanuel - ¡Pipo!

Pipo - Mande, patrón.

Fanuel - Pasa mañana temprano a recoger todas tus cosas.

Pipo - Pero, patrón...

Fanuel - Ningún patrón. Lo he oído todo desde la puerta. Estás despedido.

Y Fanuel, sin decir una palabra más, apretó la empuñadura de su bastón y salió de la taberna...

Pipo - Maldita sea, ¿y este pájaro no encontró otro momento mejor para visitar el nido? ¡Con el susto, hasta se me ha qui­tado el hipo!

Pedro - ¡Se te acabó el tinglado, compañero! ¡Llegaron las va­cas flacas!

Santiago - ¡Mañana a estas horas estarás por estos caminos con una mano delante y otra atrás!

Pipo - Si el viejo Fanuel me hubiera dejado explicarle...

Pedro - Pero, ¿qué ibas a explicarle, truchimán? ¡Alégrate de que no haya venido a buscarte con dos guardias y te haya meti­do de un puntapiés en la cárcel!

Pipo - Tienes razón, Pedro. Pero, ¿y ahora qué hago yo, eh?

Pedro - ¿Que qué haces tú? Lo que hacemos todos. ¡Ponerte a trabajar!

Pipo - No, no, por favor, no me hablen de trabajar que sólo oír esa palabra me dan escalofríos. Yo no nací para eso. Me faltan fuerzas.

Juan - Fuerzas no te faltan, pero te sobra tripa. ¡Con esa panza que tienes no puedes doblar el lomo!

Santiago - Pero tendrás que doblarlo, compañero, te veo cui­dando puercos o recogiendo pepinos.

Pipo - No, no, yo no sirvo para trabajos de campo. No hay un solo labrador en toda mi parentela.

Pedro - Pues entonces, ven con nosotros a pescar en el lago. ¿Sabes tirar la red?

Pipo - Lo que yo sé es que en el agua me mareo como una preñada.

Juan - Aprende un oficio, caramba: alfarero, sastre, curtidor...

Pipo - ¿A mi edad, Juan? ¿Tú crees que a mi edad se aprende

algo? ¡A los cuarenta, ni oficio ni beneficio!

Santiago - ¡Pues entonces, amigo Pipo, no te queda otro reme­dio que sentarte en la puerta de la sinagoga a pedir limosna!

Pipo - ¿Estás loco? ¡Antes me corto las venas! ¿Yo, Pipo, el hijo de mi madre, pidiendo limosna? ¡Nunca jamás, lo oyes, Santiago, lo oyen todos, nunca jamás lo haré!

Pedro - ¡Está bien, gritón, está bien! ¿Y qué demonios vas a hacer entonces?

Pipo - Tengo una noche para pensarlo. Una noche. Necesito despejarme la cabeza. Tuerto, sírveme otro trago. Te pro­meto que mañana a esta misma hora te lo pagaré todo. ¡Lo juro!

Y aquella noche, Pipo daba vueltas y vueltas sobre la estera sin poder pegar un ojo.

Pipo - ¿Qué haré? ¿Qué haré? ¡Pitonisa del rey Saúl, ilumíname la mollera! ¡Gran Poder de Dios, envíame un ángel que me sople alguna idea en la oreja! Caracoles, me exprimo el seso como si fuera una naranja y no sale ni gota. Hasta la burra de Balaán razonó cuando hizo falta, ¡caramba! ¿Y por qué a mí no se me ocurre nada? Pipo, piensa algo pronto si no quieres darte por muerto. ¡Por la mujer de Putifar, ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! ¡Ay, mamá, qué hijo tan listo trajiste al mundo! De prisa, de prisa, ¡tengo que actuar de prisa!

Y antes de que amaneciera, Pipo empezó a actuar...

Lucio - Pero, ¿quién demonios llama a esta hora?

Pipo - ¡Soy yo, Lucio, el Pipo! ¡Ábrame!

Lucio - Pero, muchacho, ¿qué te pasa? ¿Tienes pesadillas? ¿O te persigue la policía?

Pipo - Preferiría el escuadrón entero detrás de mí y no esto que me pasa.

Lucio - ¿Cómo dijiste?

Pipo - Nada, buen hombre. Digo que cuántos barriles de aceite le debe usted a mi amo Fanuel.

Lucio - Le debo cien. Tú mismo me hiciste firmar el recibo, ¿no te acuerdas? Pero, ¿a qué viene eso ahora?

Pipo - No pregunte tanto, viejo. Mire, aquí está su recibo: «Yo, Lucio, hijo de Luciano, debo a Fanuel cien barriles de aceite, se­gún la medida galilea».

Lucio - Pero… ¿qué estás haciendo majadero?

Pipo - Rompiendo el recibo que usted firmó.

Lucio - ¿Y entonces?

Pipo - Entonces, siéntese, don Lucio. Aquí tengo uno nuevo, en blanco. Escriba: “Yo, Lucio, hijo de Luciano, debo a Fanuel... cincuenta barriles de aceite”. Si, sí, escriba eso: cincuen­ta barriles.

Lucio - Pero, Pipo...

Pipo - ¡Pssh! No abra la boca para que no le entren moscas.

Lucio - Pero, ¿qué dirá tu amo si se entera?

Pipo - Ya no me importa lo que diga él. Más me importa lo que digas tú, amigo Lucio.

Lucio - ¿Yo?

Pipo - Sí, tú, mi querido amigo Lucio. Mírame bien los bigo­tes. Ahora sólo le debes a Fanuel cincuenta barriles de aceite gracias a mí, a tu amigo Pipo, que te ayuda y te quiere bien. ¡Adiós, viejo, y métase pronto en la cama que va a atrapar un catarro!

Después, Pipo fue a llamar a otra puerta...

Urías - Cien sacos de trigo, ésa es mi deuda con tu amo Fanuel.

Pipo - ¿Cien? ¿No te parecen demasiados, mi querido amigo Urías?

Urías - Eso digo yo, Pipo... Yo soy un hombre pobre. Ni en el valle de Josafat acabaré de pagar a tu amo lo que le debo.

Pipo - No digas más, Urías. Me has conmovido. Las lágri­mas me suben por la garganta y se me escapan por los ojos. Aquí está tu recibo... ¡roto! Ya no está. Siéntate y escribe uno nuevo. Pon solamente ochenta. «Debo ochenta sacos de trigo al tacaño de Fanuel». Bueno, lo de tacaño no lo pongas. Y acuérdate que esto lo hago por ti, porque eres mi amigo.

Urías - ¡Gracias, Pipo, gracias!

Y así pasó Pipo aquella noche, de puerta en puerta, despertando a los deudores de su amo Fanuel, conversando con todos y haciéndoles firmar recibos nuevos. Y cuando el sol se asomó por entre los montes de Basán y los gallos de Cafarnaum se sacu­dieron las plumas, Pipo, el astuto capataz, terminó su recorrido.

Pipo - ¡Uff, qué nochecita! Ahora, que el viejo Fanuel me dé si quiere el empujón... ¡tengo ya un cojín para el trasero!

A media mañana fue a ver a su patrón...

Fanuel - No tenemos nada más que hablar, Pipo. No te creo ninguno de tus cuentos.

Pipo - Pero, patrón Fanuel...

Fanuel - Acabemos de una vez. Has sido un capataz inmoral. No quiero ver nunca más tu desagradable barba de tres puntas.

Pipo - Bueno, patrón, si ésa es su última palabra... Mire, aquí están las llaves de la finca y... éstos son los recibos de todos sus deudores. Ni uno falta ni uno sobra...

Fanuel - Está bien, déjalos ahí. Y ahora, lárgate.

Al salir de allí, Pipo fue corriendo a casa de Lucio...

Pipo - ¡Ay, Lucio, ay!

Lucio - Pero, cuéntame, amigo Pipo, ¿qué te ha pasado?

Pipo - Ay, Lucio, algo repentino, como el fuego que quemó a Sodoma. Mi amo Fanuel me echó de la finca.

Lucio - ¿Que te echó? ¿Así porque sí?

Pipo - Así porque sí.

Lucio - ¡Qué injusticia! Pipo. Créeme, comprendo la triste si­tuación en que te encuentras.

Pipo - Don Lucio, créame: ¡con buenas palabras no se sazonan las lentejas!

Lucio - Pipo: mi casa es tu casa. Si necesitas cobijo, si necesitas un plato caliente, si necesitas algún dinero adelantado, ¡aquí estoy yo, tu amigo!

Pipo - ¡No esperaba menos de usted, don Lucio!

Y enseguida, Pipo fue a casa del otro deudor de su antiguo patrón...

Pipo - Urías, hoy por ti, mañana por mí.

Urías - ¿Qué quieres decir con eso, Pipo?

Pipo - Que ayer fue hoy y que hoy es mañana.

Urías - ¿Cómo dices?

Pipo - Que me echaron del trabajo, hombre, y que estoy más pelado que una rana.

Urías - No llores, Pipo. Para estos momentos difíciles estamos los amigos. ¡Choca los cinco y cuenta conmigo!

Pipo - Gracias, Urías, gracias...

Y así fue Pipo recorriendo por la mañana el mismo camino que anduvo a medianoche, tocando otra vez las puertas de los deudores de Fanuel, su antiguo amo.

Juan - ¡Caramba con el Pipo, ése se le escapó al diablo por entre las piernas!

Pedro - ¿Te acuerdas, Jesús, que te lo dije? ¡Ése sale siempre a flote, como el corcho! ¡Al Pipo se le ocurre cada cosa!

Jesús - Mira, Pedro, ¿sabes lo que pienso? Que si nosotros fuéramos listos para luchar por la vida de los demás como el Pipo lucha por su pellejo, ¡ah, caray, entonces las cosas cambiarían! Si nosotros fuéramos tan astutos como él, el Reino de Dios iría adelante, ¿no te parece?

Pipo - ¡Qué pasa, camaradas! Seguro que están murmurando de mí, ¿verdad? Pues para que no murmuren a mis espaldas, aquí llegué yo, ¡el Pipo! ¡Y esta noche invito yo! Tuerto, sírveles vino a todos los que tengan la jarra vacía y que griten: ¡Viva el Pipo! ¡Ea, mis amigos, a la una, a las dos, y a las tres!

Todos - ¡Viva Pipo!

Jesús también levantó su vaso brindando por Pipo, aquel ca­pataz que no tenía ni un pelo de tonto. Y así, entre el vino y las bromas, nos pasamos un buen rato en la taberna de Joaquín, la que está junto al embarcadero. Cuando salimos, Jesús iba riéndose y decía que para luchar por el Reino de Dios había que ser tan sencillo como las palomas pero tan astuto como las serpientes.

Lucas 16,1-9

1. Los terratenientes galileos no vivían permanentemente en sus fincas y contrataban a un administrador o capataz para que atendiera sus tierras, a sus jornaleros y a sus deudores. No entraba en la economía oriental de aquella época una contabilidad estricta, lo que explica que los capataces cometieran habitualmente trampas.

85- EL PATRÓN SE FUE DE VIAJE

Aquella tarde, Rufina había ido al mercado y sus muchachos jugaban en la calle al salto del caballito. Cuando Jesús entró en casa de Pedro, la abuela Rufa estaba sola, cuidando a Tatico, el más pequeño de sus nietos.

Rufa - Duerme, mi chiquito, ro, ro, ro, rorrito...

Jesús - ¿Qué hay, abuela Rufa?

Rufa - ¡Psssh! Bajito, moreno, que se me acaba de dormir. Con tanto alboroto como hay aquí siempre, tiene el sueño como los pájaros, el pobrecito.

Jesús - Bueno, abuela, ¿y qué me cuenta de nuevo?

Rufa - Sí, ya le di un huevo, pero no se lo quiso comer. Está muy desganado este muchachito.

Jesús - No, abuela, le digo que cómo andan las cosas por aquí.

Rufa - ¡Ay, mi hijo, habla más alto que no te oigo nada!

Jesús - Digo que qué me dice de la...

Rufa - Lo que te digo es que esto es una casa de locos, Jesús. Y el más loco de todos es Pedro, ese yerno mío.

Jesús - ¿Por qué dice usted eso, abuela Rufa?

Rufa - ¿Que por qué? ¿Y me lo preguntas tú? Ay, mi hijo, yo no sé a qué gente te has arrimado. Ahora que estamos solos... Yo creo que entre esos amigos que te has echado hay más de una oveja negra.

Jesús - ¿Usted cree, abuela Rufa?

Rufa - Mira solamente a ese Mateo, por mentar a alguno. Y no lo digo por lo de publicano, que sería lo de menos, sino que es un cenizo, Jesús, un fracasado. Y Natanael, el calvito ése... No me gusta ni así. Y el otro Tomás, el ta-ta-tartamudo... ¡jum! ¡Tienes cada yerba en ese potaje!

Jesús - ¿Usted cree, abuela? Mire que la gente da sus sor­presas.

Rufa - No, yo no quiero que se lleven a la gente presa. Tan­to como eso, no, pero...

Jesús - Digo que la gente da sus sorpresas, abuela Rufa. Y hay mucha gente que necesita que le den una oportunidad para ha­cer algo que valga la pena. Escuche… Había una vez un hom­bre muy rico que tenía que irse de viaje...

Patrón - Epa, ¿dónde están mis capataces? Vengan los tres a verme cuando caiga el sol. Quiero hablar con ustedes antes de irme.

Jesús - Y los tres capataces se personaron donde su patrón…

Leví - Mande, mi amo.

Patrón - Leví, ya habrás oído que me voy durante un tiem­po. Pues bien, aquí tienes: te dejo cinco mil denarios.(1) A ver qué negocio se te ocurre para aprovecharlos bien.

Leví - No es por echarme incienso, mi amo. Pero tenga la seguridad de que los deja usted en buenas manos. ¡Váyase tranquilo, que este capataz suyo es más listo que una zorra con hambre!

Jesús - Y entró el siguiente capataz...

Patrón - Ven acá, Jehú. Tómalas, son para ti.

Jehú - ¿Y eso, patrón?

Patrón - Te dejo dos mil denarios, contantes y sonantes. Trabaja con ellos. Sácales beneficio. Cuando vuelva, ya arreglaremos cuentas. ¿De acuerdo?

Jehú - ¡De acuerdísimo, patrón!

Patrón - Piensa en algún negocio y...

Jehú - ¡Calle, patrón! Que ya tengo entre ceja y ceja una idea que... ¡ajajay! ¡Verá usted todo lo que voy a ganar con este dinero!

Jesús - Llegó el turno al tercer capataz...

Patrón - Aquí tienes, Matatías. Mil denarios. Tómalos,

son tuyos.

Matatías - Pero... ¿mil denarios? ¿A mí?

Patrón - Sí, a ti, a ti, ¿a quién va a ser? ¿No eres el tercer capataz de mi finca?

Matatías - Pero, patrón, yo...

Patrón - ¿Te parecen pocos?

Matatías - No, no, al contrario… ¡Uff! ¿Y qué hago yo con tanto dinero?

Patrón - ¡Pues negociar con él! ¡Comprar, vender, sacarle provecho! Mientras estoy fuera quiero que administres una parte de mi dinero, igual que Leví y que Jehú. ¿Está o no está claro?

Matatías - Bueno, claro... Es decir, no tan claro... pero... Trataré de hacerlo lo mejor posible, patrón.

Jesús - A los pocos días, Leví, el primer capataz, el que había recibido los cinco mil denarios, que era astuto y gran comerciante...

Leví - Yo te compré los caballos por trescientos denarios. Eso es. Entonces tú me devolviste cincuenta de las herra­duras que yo te había vendido, pero como yo te adelanté ciento setenta y cinco, ahora sólo tengo que pagarte la mi­tad de lo que te sobra, es decir...

Vendedor - Espérate, espérate, Leví. Tú me diste vein­ticinco ayer...

Leví - Y otros veinticinco hoy, son cincuenta. Más los otros cincuenta de las herraduras y menos las ciento setenta y cinco que se juntaron al pago de cien que tú me habías re­bajado cuando yo te di los cinco denarios de los clavos...

Jesús - Jehú, el segundo capataz, que había recibido dos mil denarios, estaba colocando un gran letrero en la puerta de su casa.

Jehú - «Préstamos al diez». Sí, sí, esto es lo mejor. La gente me conoce bien y se me va a llenar la casa enseguida. Para ser buen prestamista hay que tener el ojo abierto y la mano cerrada. Y a mí no me falta ni una cosa ni otra. Bueno, pensándolo bien, ¿qué me falta a mí para cualquier negocio? ¡Ja, ja!

Jesús - Mientras tanto, Matatías, el tercer capataz que ha­bía recibido sólo mil denarios, llevaba siete días sin pegar ojo.

Matatías - ¿Y si probara en el comercio de don Celio? Sí, pero no le caigo simpático a ese gordo. No, mejor ni preguntarle... ¡Uff! ¿Comprar, entonces? Pero, ¿comprar qué? ¿Aceitunas? Y después, ¿si se me estropean? No, quítatelo de la cabeza, Matatías. El que compra tiene después que vender, y para vender hace falta tener gracia y... y yo soy un desgraciado.

Jesús - El tiempo corrió y dio cuatro vueltas alrededor de aquella tierra. Y cuando habían pasado muchas lunas, el due­ño de la finca regresó de su viaje.

Patrón - Epa, ¿dónde están mis capataces? ¡Vengan, ven­gan los tres, quiero verlos ahora mismo!

Jesús - Y enseguida se presentó Leví, el primer capataz.

Leví - ¡Mi amo! ¿Qué tal ese viaje?

Patrón - Muy bien, Leví, muy bien. ¿Y qué tal esos negocios?

Leví - ¡Ahí tiene, mi amo! Cuente, cuente... Cinco mil me dio usted, otros cinco mil conseguí yo.

Patrón - ¡Buen trabajo, muchacho!

Leví - Ya le dije yo que todo iría ¡como miel por el gaznate! Uno sabe lo que se trae entre manos, ¡qué caray! Yo soy como los gatos: ¡no hay tapia que no salte!

Jesús - Y después entró Jehú, el segundo capataz.

Patrón - Y a ti, ¿cómo te han ido las cosas?

Jehú - ¡Mejor de lo que me las pinté en la cabeza, pa­trón! Yo soy un suertudo, créame. Mire... ¿Fueron dos mil denarios, verdad? Pues han hecho buena cría: ¡ahí tie­ne usted otros dos mil!

Patrón - ¡Buen trabajo, muchacho!

Jesús - Y, al final, apareció Matatías, el tercer capataz.

Matatías - Ahí está su dinero, patrón.

Patrón - Vamos a ver... Ochocientos... novecientos... mil. Pero, ¿cuánto te dejé yo, Matatías?

Matatías - Eso mismo, patrón, mil denarios. Ahí está todo, hasta el último céntimo. Ni uno de más ni uno de menos.

Patrón - Pero, ¿no quedamos en que te lo daba para que le sacaras provecho y consiguieras más?

Matatías - Verá, patrón: quedar, quedamos en eso. Pero yo me dije: Matatías, con lo bruto que eres, si te pones a negociar, vas a perderlo todo en dos semanas. Mejor lo guardas y... y bueno, hice un agujero en la tierra y ahí lo escondí hasta hoy.

Jesús - Matatías tenía las orejas rojas por la vergüenza y temblaba desde la punta del pelo hasta el dedo gordo del pie. Una vez más, como siempre, sentía en la boca el sa­bor del fracaso.

Matatías - Yo no sirvo para nada, patrón. Los muchachos en la escuela se reían de mí porque yo era siempre el último. Mi madre también me lo dijo: naciste torcido, Matatías, y no habrá viento que te enderece. Usted lo sabe mejor que nadie, patrón: yo no sirvo para nada.

Rufa - Lo que decía yo. Que ese muchacho no sirve para nada. Y, encima, no quiere poner de su parte. ¡Es un irresponsable, un flojo y un manganzón!

Jesús - Está bien, abuela Rufa, está bien. Matatías era muy poquita cosa. Pero el patrón no. El patrón era un tipo generoso, le sobraba corazón. Por eso, la historia no acabó ahí…

Patrón - ¡No sirvo para nada! ¡No sirvo para nada! Y mientras más lo repites, más te lo crees y más te hundes! ¡Caramba contigo, Matatías! Pero, óyeme bien: la próxima vez te arranco las orejas si no inventas algo para hacer ren­dir lo que tienes.

Matatías - La próxima vez... Pero, ¿usted me daría otra oportunidad a mí, patrón?

Patrón - Sí, te la voy a dar. Porque tú puedes salir adelan­te. Tú puedes hacer algo que valga la pena, claro que puedes.

Jesús - Algún tiempo después, el dueño de la finca tuvo que irse nuevamente de viaje. Y volvió a llamar a sus tres capataces. A Leví, el astuto comerciante, le confió otra vez cinco mil denarios. A Jehú, el hábil prestamista, le dio dos mil. Y al infeliz Matatías, como antes, le entregó mil.

Patrón - ¡Negocien con ese dinero hasta que regrese! ¡Tra­bajen duro y con ánimo! ¡Adiós!

Jesús - Esta vez el viaje del amo fue más corto. Y cuando había pasado un par de lunas, ya estaba de regreso en la finca. Enseguida mandó a llamar a sus tres capataces.

Patrón - Pero, ¿qué dices, Leví?

Leví - Pues usted verá, mi amo, esta vez he querido tomar las cosas con calma, ¿usted comprende? No hay prisa, me dije, tú eres más listo que el mismísimo diablo y el caso es que...

Patrón - ...que no has trabajado nada. Que confiaste de­masiado en tu ingenio, ¿no? Parece mentira, Leví, con tan­tas cosas que podrías haber hecho. Y no has hecho nada.

Jesús - Y después entró Jehú, el segundo capataz.

Jehú - ¡Ahuuummm! Y ahí está la ganancia.

Patrón - ¿Cómo? ¿Tres monedas solamente? ¿Cómo has ganado tan poco?

Jehú - Bueno, patrón, la vida se ha complicado, ¿usted sabe? Las cosas ya no son como antes.

Patrón - Tú no eres como antes. También te cansaste. También te entró sueño y te dormiste sobre tu fama.

Jesús - Y al final, llegó Matatías, corriendo y con todos los pelos alborotados.

Matatías - ¡Patrón! Mire, cuente... ¡Usted me dio mil, ten­go otras mil! ¡He ganado mil denarios, mire! ¡Lo conseguí, patrón!

Patrón - Estaba seguro que saldrías adelante, Matatías. Es­taba seguro.

Matatías - Y eso fue lo que me empujó, patrón. Que usted puso tanta confianza en mí, que yo sentía como dos alas acá en la espalda. Tenía miedo, sí, pero me acordé de lo que usted me dijo: tú puedes hacerlo, Matatías, tú puedes hacerlo.

Patrón - Y lo hiciste.

Matatías - Sí, me lancé. Cerré los ojos y me fui a comprar tomates. Y después los cambié por lana. Y con la lana monté un taller y el negocio no fue tan mal, ya usted ve. ¡He ganado mil denarios, patrón!

Patrón - Has trabajado muy bien, Matatías. Has sido va­liente con poca cosa. Ahora te daré más dinero y más responsabilidad. Y también saldrás adelante. Porque el que sabe ser fiel con poco, también sabe serlo con mucho.

Jesús - Ya usted ve, abuela Rufa, la gente da sus sorpresas. ¿Qué? ¿Le gustó la historia?

Rufa - Sí, Jesús, me gustó. Pero, digo yo, que todavía no se habrá acabado, ¿verdad?

Jesús - ¿Cómo que no se ha acabado, abuela?

Rufa - Claro que no, porque si ese patrón le dio una segunda oportunidad a Matatías, también le dará una tercera a ese par de dormilones que se cansaron antes de tiempo, ¿no te parece?(2)

Jesús - Sí, abuela, creo que usted tiene razón. Dios siempre nos da una nueva oportunidad. No dos ni tres veces. Siempre.

Mateo 25,14-30; Lucas 19,11-27.

1. Un talento era una medida de peso que oscilaba entre los 26 y los 36 kilos, de plata o de oro. Equivalía a unos mil denarios. Era una gran cantidad de dinero, considernado que el jornal habitual de un cam­pesino o un obrero era sólo de un denario.

2. La parábola del patrón que da talentos a sus capataces para que negocien con ellos, la de las vírgenes prudentes, la del ladrón que llega de noche y la del amo que regresa inesperadamente, fueron pa­rábolas contadas por Jesús para sacudir las con­ciencias de los dirigentes religiosos de su tiempo, a quienes Dios pediría rigurosa cuenta de lo que habían hecho y de lo que habían dejado de hacer por el pueblo. Las primeras comunidades cristianas transformaron estas parábolas de Jesús en llamados a la responsabilidad de los cristianos, para que estuvieran alerta y “negociaran” bien con su tiempo, su vida y sus posibili­dades, para cuando llegara el juicio de Dios. Así se ha entendido generalmente la parábola de los talentos: como un llamado a la responsabilidad. Pero tomada literalmente podría parecer como si Dios prefiriera a los más listos e intrépidos. Se podría interpretar que los apocados e indecisos no son aceptados por Dios. Pero el Dios del que habló Jesús se compadece de la debilidad humana y siempre da una nueva oportunidad.

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