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89- LOS LEPROSOS DE JENÍN
89- LOS LEPROSOS DE JENÍN
Descripción:

Nos acusaron de herejes y de vulgares.Pero en los campos del Baoruco dominicano y en los barrios de Managua la gente descubría un nuevo rostro de Jesús de Nazaret, moreno y sonriente. Un tal Jesús fue primero una radionovela en doce docenas de capítulos. Nuestro desafío era grande: poner humor y lenguaje cotidiano en los esquemáticos relatos del Evangelio, presentar a Jesús como un hombre real apasionado por la justicia, reconstruir el escenario histórico y cultural en que vivió. Y a todo esto, ponerle un punto de sal latinoamericana.

Libreto:
Leproso - ¡Señor, Dios mío, mírame de rodillas y con la frente pegada al suelo! ¡Acuérdate de este pobre desgraciado que ya no le caben más ronchas en el pellejo! ¡Pido, suplico y es­pero! ¡Pido, suplico y espero!

Leprosa - Pero, ¿qué estás diciendo tú, lengua larga? ¿Crees que vas a embobar a Dios con tu palabrería? ¡Señor, tú sabes de sobra que yo estoy peor que él! ¡Mira, tengo más llagas en el cuer­po que pelos en la cabeza!

Leproso - ¡Cállate, sarnosa, que yo llegué primero! ¡Yo co­mencé a rezar antes que tú!

Leprosa - ¡Pido, suplico y espero! ¡Pido, suplico y espero!

Leproso - ¡Señor, piedad, Señor, piedad, piedad!

Allá en las cuevas de Jenín,(1) cerca de los montes de Guelboé, vivían muchos hombres y mujeres que padecían la peor de las en­fermedades: la lepra.(2) A los leprosos no se les permitía entrar en ningún pueblo, ni tocar en ninguna puerta, ni poner un pie en la sinagoga. Por eso, cuando llegaba el día de sábado, algunos se reunían en la cueva grande para rezar pidiendo la salud. Gritaban y quemaban hojas de hierbalinda para que la oración le entrara a Dios por la nariz y las orejas.

Leproso - ¡Señor, si tú me curas, yo te prometo no cortarme nunca jamás el pelo ni probar una gota de vino en lo que me resta de vida!

Leprosa - ¡Iré descalza todos los meses hasta el santuario de Silo!

Leproso - ¡Consagraré mi vida a tu servicio! ¡Si tú me cu­ras, Señor, iré al monasterio del Mar Muerto a estudiar día y no­che las escrituras santas!

Mientras los demás leprosos rezaban, Demetrio, el samaritano, entró en la cueva. También él padecía la enfermedad.

Demetrio - ¡Si algún día te curas, buen granuja, búscate un her­mano gemelo para que te cumpla la promesa! ¡Ea, paisanos, de­jen ya la oración y escúchenme! En el cielo ya tendrán rotas las orejas con tanta monserga, digo yo. Vamos, dejen descansar a Dios un rato y oigan esto. ¿Saben de lo que me he enterado?

Leproso - Si no lo dices, ¿cómo vamos a saberlo?

Demetrio - Y si esa loca no se calla, ¿cómo voy a decirlo? Escu­chen: ¿no han oído hablar de ese tal Jesús, el de Nazaret?

Leprosa - ¿Y quién es ese tipo?

Demetrio - ¡Un profeta! ¡Un enviado de Dios! ¡Dicen que los ángeles suben y bajan sobre su cabeza!

Leproso - ¡Me río yo de los profetas y más si vienen de Galilea!

Leprosa - Y yo también me río, igual que Tolonio. No muevo un dedo por ninguno de ellos.

Demetrio - Lo que hay que mover son los pies. Me enteré que él y sus amigos vienen de camino hacia Cafarnaum. Y tienen que pasar por Jenín.

Leproso - Pues que pasen por donde encuentren mejor vereda. A nosotros, ¿qué nos importa eso, Demetrio?

Demetrio - Dicen que ha curado a muchos enfermos. Los toca y… ¡plim!… se curan.

Leproso - Pues por mi parte… ¡plim!… de aquí no me muevo.

Leprosa - Ni yo tampoco. Mira, Demetrio, yo sé cómo son esas cosas. Sales de la cueva, caminas cuatro millas, el calor, el cansancio, ampollas en los pies y... y al final, ¿para qué?

Demetrio - ¿Cómo que para qué? ¡Para ver al profeta, para ha­blar con él! A lo mejor nos ayuda.

Leprosa - ¡A lo mejor nos ayuda! ¡Ja! Tú eres samaritano y por eso eres tonto y no has entendido que nuestra única medicina es aguantarnos. Nosotros ya estamos perdidos.

Demetrio - Pues si ya estamos perdidos... ¡no perdemos nada con probar! ¡Epa, pandilla de aves de mal agüero, déjense de la­mentos y salgamos al camino a ver a ese profeta!

Leproso - Que no, Demetrio, que no.

Demetrio - ¿Que no, qué?

Leproso - Que el profeta no va a pasar por el camino de Jenín.

Demetrio - ¡No me digas! ¿Y cómo sabes tú eso?

Leproso - Porque es así. Porque el que nace para chivo, del cie­lo le cae la barba. Estoy seguro que se desvían por el camino de Dotán. Vamos y volvemos y perdemos el viaje.

Leprosa - Yo pienso lo mismo que Tolonio. Pasarán por Dotán.

Demetrio - ¡Pues yo lo que pienso es que con un ejército como ustedes hasta Nabucodonosor se caía del caballo! Está bien. Quédense aquí quemando hierbalinda. Pero yo ahora mismo salgo y monto guardia en el camino de Jenín. ¡Ah! ¡Y después no digan que no les avisé!

Todos - No te vayas, Demetrio, espérate... nosotros... espérate...

A pesar de los pesares, y refunfuñando contra Demetrio, el sama­ritano, los demás leprosos se echaron encima los trapos negros y sucios con que se cubrían, se colgaron la campanita reglamentaria para que ninguna persona se les acercara y, después de andar cuatro millas, se apostaron en el camino que viene de Jerusalén, a la entrada de Jenín.

Leproso - ¡En mala hora te hicimos caso, Demetrio! ¡Mira el rato que llevamos esperando y... ¿para qué?

Leprosa - Para que se desvíen por Dotán, para eso.

Leproso - ¡Apuesto nueve contra uno a que ni hoy ni nunca le veremos las narices a ese profeta andariego!

Demetrio - ¡Pues ve pagando la apuesta, compañero, porque... juraría que son aquellos que vienen por el recodo! ¿No los ven allá? ¡Sí, son ellos, estoy seguro!

Leproso - «Seguro» se llamaba mi abuelo y ya está muerto.

Demetrio - Pero, ¿no los ven? ¡Son ellos! ¡Ahí viene el profeta de Galilea!

Leproso - Sí, Demetrio, está bien, son ellos... ¿y qué?

Demetrio - ¿Cómo que y qué? Que ahora le diremos al profeta lo que nos pasa, a ver si nos ayuda.

Leproso - ¿Y tú crees que el profeta va a perder su tiempo con nosotros? Vamos, Demetrio, no subas tan alto que la caída luego es peor. El profeta pasará de largo por aquí sin mirar a derecha ni a izquierda.

Leprosa - Yo digo lo mismo que Tolonio. El que nace para chivo...

Demetrio - Sí, ya sé, del cielo le cae la barba. Pero a mí la barba que me interesa es la de aquel galileo. ¡Eh, Jesús, ayúdanos, haz algo por nosotros! ¡Eh, Jesús, ven acá un momento!

Demetrio, el samaritano, nos hacía serias con los dos brazos, gri­tando y saltando para que lo viéramos. Detrás de él, mirándonos con desconfianza, esperaban los otros leprosos.

Demetrio - ¡Nos han visto! ¡Y vienen hacia acá! ¡Eh, Jesús, profeta! Pero, a ustedes, ¿qué les pasa? ¿Se van a quedar así, como pollos mojados? ¡Vamos, hombre, espabílense, hagan algo!

Leprosa - ¿Y qué quieres que hagamos, Demetrio? A ver, dime, ¿qué puede darnos el profeta, eh? ¿Cómo va a ayudarnos? No te hagas ilusiones y no tendrás desengaños.

Leproso - Yo creo lo mismo. Convéncete, Demetrio, el que nació para chivo...

Demetrio - ¡Sí, sí, ya me lo sé! ¡Y a ti el cielo te dio la barba, el bigote y el rabo! ¡Al diablo con ustedes! ¡Ni el santo Job los aguanta!

Jesús, Pedro y yo veníamos caminando delante de los demás y, cuando vimos a aquel grupo de leprosos, nos detuvimos como a un tiro de piedra.

Jesús - Eh, amigos, ¿quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen?

Leprosa - Ahora nos mandará a hacer gárgaras...

Demetrio - ¡De las cuevas de Jenín! ¡Estamos leprosos! ¿Puedes hacer algo por nosotros?

Jesús - Pues, a la verdad... No traemos nada encima. Ni co­mida ni dinero!

Leproso - ¿No te lo dije? Tiempo perdido y ampollas en los pies.

Jesús - ¡Pero vayan donde los sacerdotes y preséntense ante ellos! ¡Quién sabe si tendrán suerte! ¡Adiós!

Leproso - Quién sabe, quién sabe... ¡Ese profeta no sabe nada y le tira la pelota a los sacerdotes!

Leprosa - Vayan donde los sacerdotes y preséntense ante ellos… ¡Puah!

Leproso - Bueno, hombre precavido vale por dos. Yo traje unos dátiles para el camino de vuelta. ¡Así que adiós!

Demetrio - Pero, vengan acá, banda de bellacos, si el profeta nos hubiera mandado ir descalzos al santuario de Silo o subir al mo­nasterio del Mar Muerto, ¿no lo hubiéramos hecho?

Leproso - Bueno, en ese caso...

Demetrio - Pues nos dijo algo más fácil: ir donde los sacerdotes de Jenín. Vamos allá, a ver qué pasa.

Leproso - ¡A ver qué pasa! ¡Ya me cansé del a ver qué pasa, y no pasa nada! ¡Pido, suplico y espero... y no pasa nada!

Demetrio - ¡Si el profeta dijo eso, por algo será!

Leprosa - ¡Claro que por algo! ¡Por burlarse de nosotros! ¿No le viste la cara que tenía? Yo no voy a ninguna parte.

Leproso - Ni yo tampoco.

Leprosa - Ni yo.

Leproso - Pero, Demetrio, ¿tú crees que con esta llaga en la pierna puedo presentarme para que el sacerdote me examine?

Cuando Tolonio, uno de los leprosos, levantó los trapos que le cubrían las piernas, todos los demás se quedaron con la boca abierta.

Leproso - Mira... ¡Mira!... ¡Tengo la carne rosada como el trasero de un niño!

Leprosa - No es posible... Deja ver...

Leproso - ¡Y tú también, Martina! ¡Y tú Godolías!

Leprosa - ¡Y yo! ¡Y tú también, Demetrio!

Los leprosos de Jenín lloraban y gritaban de alegría cuando se dieron cuenta de que las llagas y las manchas de la piel les habían desaparecido sin dejar rastro.

Leproso - ¡Por las benditas barbas de mi chivo, aquí ha pasado algo muy grande!

Leprosa - ¡Algo nunca visto! ¡Un milagro en racimo!

Demetrio - ¿No se lo decía yo, aguafiestas? ¡El profeta de Galilea nos ha curado sin siquiera ponernos un dedo encima! ¡Arriba, compañeros, vamos de prisa, no se demoren, corran!

Leproso - ¿A dónde vamos, Demetrio? ¿A dónde quieres llevarnos ahora?

Demetrio - ¡A donde esté el profeta! ¡Si todavía está en Jenín o si ha llegado a Cafarnaum, allá lo iremos a buscar, da lo mismo!

Leprosa - Pero, Demetrio, ¿te has vuelto loco? Buscarlo, ¿para qué?

Demetrio - ¿Cómo que para qué? ¡Para darle las gracias, qué caray!

Leproso - Deja eso ahora, Demetrio, si no lo vamos a en­contrar.

Leprosa - Claro que no. ¿No ves que es un profeta?

Demetrio - ¿Y eso, qué tiene que ver?

Leproso - Que los profetas vuelan. Acuérdate de Elías, que se fue por el aire montado en un carro. No lo vamos a encontrar.

Leprosa - Yo digo lo mismo. Ese ya desapareció.

Leproso - Bueno, ustedes sigan discutiendo... ¡pero éste que está aquí se larga ahora mismo para la taberna de Bartolín, que hace tres años que no me pasa un trago por el gaznate!

Leproso - ¡Digo lo mismo que Tolonio! ¡Hoy amanezco yo dentro de un barril de vino!

Leprosa - ¡Pues yo voy a saludar a mi familia que vive en Betulia!

Leproso - ¡Y a mí que me encuentren en casa de Marta y Filomena, una mala y otra buena! ¡Jajay!

Demetrio no insistió más y echó a correr por los caminos...

Demetrio - Eh, ustedes, ¿no han visto por aquí a un moreno barbudo, un tal Jesús, de Nazaret?

Vecino - No, amigo, no lo hemos visto. Oye, pero, ¿tú no eres el leproso Demetrio que... espérate...

Corrió para arriba y para abajo, como si tuviera alas en los pies.

Demetrio - Oiga, señora, ¿por aquí no pasó un grupo de galileos? Entre ellos iba uno que le dicen Jesús, el profeta.

Vieja - Ay, no, mi hijo, yo no he visto a nadie... si yo tam­bién ando atrás de un nietecito mío que se me ha perdido...

A la altura de Jarod, después de mucho preguntar, Demetrio al fin nos encontró.

Demetrio - ¡Gracias, Jesús, gracias!

Jesús - Oye, ¿y los otros que estaban contigo?

Demetrio - Bueno, ellos... ellos sólo se acuerdan de Dios cuando truena, ¿sabes?

Demetrio, el samaritano, se quedó un buen rato con nosotros en una posada de Jarod. Y todos juntos brindamos por él, por sus nueve compañeros que no volvieron, y por Dios, que hace llover sobre buenos y malos, y levanta el sol sobre los agradecidos y también sobre los ingratos.

Lucas 17,11-19

1. Dotán y Jenín son dos pequeñas ciudades separadas por unos ocho kilómetros situadas en el camino que desde Judea sube a Galilea pasando por tierras samaritanas.

2. La palabra original hebrea con que se denominaba la enfermedad de la lepra es «saraat», derivada de la expresión «ser castigado por Dios». En todos los casos la lepra era considerada como un terri­ble castigo divino. La «impureza» religiosa que contraía el enfermo, le hacía ser repudiado por el resto de la comunidad. Los leprosos debían vivir en lugares apartados, tenían es­trictamente prohibido entrar en las ciudades y cuando iban por los caminos debían avisar para que nadie se les acercara. Como la enfermedad era tenida también por incurable, la única esperanza que les quedaba a estos enfermos era un milagro. Si la curación se producía, un sacerdote tenía que comprobarla y certificar con su palabra que era cierta (Levítico 14, 1-32).

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